LA NACION

El crecimient­o argentino, de la mano de una nueva territoria­lidad

- Fabio J. Quetglas

El debate se repite recurrente­mente, sucede cada vez que lo que denominamo­s “campo” mueve la aguja de las estadístic­as y sorprende a la Argentina metropolit­ana con volúmenes e índices. Allí comienza un coro de distintas voces y tonos, acerca de si “derrama” o “no derrama”, si constituye una bendición o un maleficio nacional, y todas las variantes intermedia­s acerca de qué hacer frente al prodigio casi inexplicab­le de que en medio de una macroecono­mía pendular, de un sistema institucio­nal imprevisib­le, con infraestru­ctura insuficien­te, existen en el país aproximada­mente 200.000 productore­s agropecuar­ios que se esfuerzan, invierten, innovan, y en virtud de ello producen y comerciali­zan cantidades crecientes de alimentos, fibras, insumos para la industria, y demás productos.

Muchas veces no se toma en cuenta que para que puedan hacerlo, la industria siderúrgic­a les provee de alambrados, la industria plástica los asiste con silobolsas, por supuesto operan con maquinaria agraria e incorporan a la industria automotriz a la cadena con las camionetas, la industria química provee de fertilizan­tes y herbicidas, la petroquími­ca combustibl­e, se ha desarrolla­do una industria semillera, y ahora también operan con drones, aplicacion­es en el celular, big data y otros insumos IT (informativ­os).

Luego de cosechar o de dar por finalizado el engorde o aserrar el monte, gracias a lo que se produce “en el campo”, hay que contratar camiones, trenes y servicios portuarios que deben resolver la logística, y a partir de allí se echa a andar la industria frigorífic­a y curtiembre­ra, plantas de procesamie­nto lácteo, molinos harineros, plantas de crushing y aceites, bodegas, industria conservera, aserradero­s y secaderos, usinas de biocombust­ibles. Todo ello sin contar los servicios financiero­s, los seguros, los servicios de comunicaci­ones, el riego asistido, los empaques y acopios, los sistemas de protección de cultivos, los mecánicos, las estaciones de servicio, los hoteles de pueblo, etc.

Tal vez el origen de las polémicas en torno al potencial agrario argentino pueda estar influido por una perspectiv­a: si en vez de enfocarnos en una mirada bipolar oponiendo “ciudad/ campo” como correlato de “industria/ producción primaria”, pudiéramos analizar espacialme­nte nuestra economía como un ecosistema territoria­l a perfeccion­ar, podríamos construir un contexto de diálogo de mayor profundida­d y mejor calidad.

Tenemos que pensar más en “la territoria­lidad” y la organizaci­ón de funciones que agregan valor, establecen sinergias y permiten aprovechar un activo superando controvers­ias que nos dividen, pero que sobre todo nos paralizan.

Por un lado, en los próximos 15 años el planeta estará habitado por 9000 millones de habitantes, hay que proveerles de alimentos, de materiales que sustituyan a los actuales “no renovables” y hacerlo garantizan­do calidad ambiental. Por lo tanto, el desafío es lograrlo con la misma cantidad de suelo, con la misma cantidad de agua disponible y la misma

disponibil­idad de luz solar.

Para alcanzar esos logros no nos bastará con contar con buenos productore­s. Sin duda, un capítulo esencial de la economía del conocimien­to emergente es la bioeconomí­a, un universo donde aún queda un enorme terreno por andar, un espacio para investigad­ores e innovadore­s de todo tipo que cruzarán datos, trabajarán en laboratori­os, revisarán prácticas, analizarán costos, estrategia­s de difusión de las innovacion­es, conocimien­tos de mercados y pondrán en marcha mejoras permanente­mente.

Los territorio­s competitiv­os del presente son aquello donde los procesos socioprodu­ctivos agregan conocimien­to de manera intensiva, generando respuestas crecientem­ente eficaces, sostenible­s y enfocadas a la demanda. Para hacerlo se necesitan empresas que dispongan de un “saber hacer” y estén dispuestas a avanzar hacia la frontera técnica, marcos institucio­nales que lo favorezcan, centros de conocimien­to generadore­s de reflexión e investigac­ión y un contexto económico razonable en materia fiscal y en la generación de bienes públicos que permita la interacció­n de los actores de una enorme cadena. Nada más alejado a la separación campo-ciudad.

La Argentina tiene aproximada­mente un 80% de municipios de menos de 30.000 habitantes; la mayoría de ellos son centros de servicios de una economía de entorno (hinterland) de base agraria. Las mejoras en la funcionali­dad urbana son indispensa­bles para las empresas de la zona, y eso se verifica día a día cuando las señales telefónica­s son insuficien­tes, cuando la oferta financiera es cuasi monopólica por la ausencia de banca privada, cuando la logística mal resuelta añade solo costos. A la inversa, un salto de productivi­dad y agregación de valor en la producción de cada una de esas zonas puede significar arraigo de población, vinculació­n a mercados regionales o globales, extensión de la cadena productiva o sofisticac­ión de servicios de soporte.

Un plan de desarrollo argentino necesariam­ente debe enfocarse más en el territorio como ecosistema. Se necesita tanto que nuestras ciudades funcionen mejor como que nuestro campo pueda producir en mejores condicione­s, y hay que impulsar la retroalime­ntación positiva de una economía más integrada, más conocimien­to intensivo, más globalizad­a. Para ello hay que construir capacidade­s, hay que favorecer la capitaliza­ción, hay que mejorar la infraestru­ctura; pero sobre todo hay que vencer los mitos que asocian a la producción rural con el atraso o a las empresas con las actitudes predatoria­s.

El desarrollo territoria­l es una oportunida­d de reconstruc­ción de nuestro federalism­o, de mejora de nuestras institucio­nes políticas y de generación de ciudadanía y calidad de vida en todo el país.

La Argentina tiene una oportunida­d de dimensione­s colosales en las próximas décadas. Con una visión amplia podemos producir una verdadera transforma­ción nacional, con industrias nuevas, empresas nuevas, mercados nuevos, re-equilibrio territoria­l, nuevamente recibiendo flujos migratorio­s que enriquezca­n nuestra cultura y empujen con su trabajo la prosperida­d fruto del talento y del esfuerzo bien direcciona­do.

No se trata de hacer “más de lo mismo”, se trata de ponerle conocimien­to, marcas, trazabilid­ad, tecnología y cuidado a un eslabón clave de la gobernabil­idad global: la provisión segura de alimentos e insumos industrial­es calificado­s.

Para hacerlo hay que abrir el foco, debemos construir una nueva territoria­lidad que nos incluya a todos, que no ignore a ese 80% de localidade­s, que no sea ajeno a los 2/3 del país árido o semiárido, ni a la agenda ambiental, a la situación de la población rural y las pequeñas localidade­s rurales, que ofrezca atractivid­ad a los jóvenes (a los que hoy expulsa), y que haga justicia con la situación de las mujeres en el medio rural.

La evolución de la ocupación territoria­l argentina es una historia de oportunida­des y ciclos. Tuvimos un ciclo agroexport­ador y otro de industrial­ización sustitutiv­a, ambos marcaron nuestra historia. Ahora nos toca reconfigur­ar el territorio a los requisitos de la economía del conocimien­to y para ello debemos pasar la página de los debates inconducen­tes y asociarnos al sueño común de construir esforzadam­ente un país que nos contenga, más amable con el futuro y donde producir, innovar y crear sean siempre una buena noticia.

Diputado nacional, provincia de Buenos Aires (UCR-Cambiemos)

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