LA NACION

Las leyes del artista

- Pablo Gianera

Para muchos lectores de En busca del tiempo perdido, el ciclo de novelas de marcel Proust, las páginas dedicadas a la muerte de Bergotte tuvieron siempre un brillo distinto (distinto de todos los demás brillos proustiano­s). Bergotte: el escritor de esa familia imaginaria de artistas que inventa el narrador –ese narrador llamado “marcel”– y que completan el músico Vinteuil y el pintor Elstir. Hacia la mitad de La prisionera, el quinto volumen, Bergotte, tan admirado, finalmente muere. Pero ¿había muerto de veras para siempre?

Entonces sobreviene el primero de los milagros profanos de esas páginas. Se promete una vuelta a la vida que no se funda en el espiritism­o ni en la fe inmediata en una resurrecci­ón. No. Proust da un rodeo de signo puramente estético. Escribe lo siguiente: “Lo que puede decirse es que en nuestra vida ocurre todo como si entráramos en ella con la carga de obligacion­es contraídas en una vida anterior; en nuestras condicione­s de vida en esta tierra no hay ninguna razón para que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados, incluso corteses, ni para que el artista ateo se crea obligado a volver a empezar veinte veces un paisaje para suscitar una admiración que importará poco a su cuerpo comido por los gusanos […] Todas estas obligacion­es que no tienen su sanción en la vida presente parecen pertenecer a otro mundo, a un mundo fundado en la bondad, en el escrúpulo, en el sacrificio, a un mundo por completo diferente de este y del que salimos para nacer en esta tierra, antes quizá de retornar a vivir bajo el imperio de esas leyes desconocid­as a las que hemos obedecido porque llevábamos su enseñanza en nosotros, sin saber quién las había dictado”.

Habrá quien persigue la vanidad de la admiración mundana, claro. Pero esas excepcione­s explican poco. Pienso de nuevo en una pintura de la que ya hablé alguna vez: una Natividad de alrededor del año 1400 hecha por la mano de un pintor salzburgué­s del que ya nunca sabremos el nombre. Es una tabla escasa de 41 x 29,5 centímetro­s, pero vista una sola vez ya se la recuerda para siempre. ¿Con qué experienci­a habrá llegado a esa imagen que, aun dominada por convencion­es, resulta tan vívida? Nadie pensaba que fuera necesario conservar los nombres de los artistas. Nadie, ni siquiera los propios artistas. Eran como un sastre o un carpintero. O incluso más desinteres­ados, en la medida en que por lo general no se tomaban el trabajo de firmar las obras. Ese hombre sin nombre fue la obra, y sin sacrificio, se perdió y se anuló en ella. En realidad, no se perdió; se ganó, porque se sometió a esas mismas leyes desconocid­as, acaso incomprens­ibles, pero que los artistas en serio cumplen acaso precisamen­te guiados por su incomprens­ión, que los impele como si fueran siervos de una voluntad ajena.

El acierto de Proust es el mismo que encontramo­s en todos los cientos de páginas: parece que hablara de individuos, pero en realidad habla de algo que los trasciende y los incluye. El pasaje citado antes revela dos cosas: que Proust hizo del ensayo un arte de pensar el arte y que, como artista, seguía esas mismas leyes misteriosa­s que predicaba para otros. ¿Quién dictó esas leyes? Cómo saberlo. O mejor dicho: cada uno tendrá su respuesta, y cada respuesta es igualmente secreta, como la del propio Proust.

En cuanto a Bergotte, ahí está todavía, vivo, aunque nunca existió del todo en este mundo. “Lo enterraron, pero durante toda la noche fúnebre sus libros, dispuestos de tres en tres en vitrinas iluminadas, velaban como ángeles con las alas desplegada­s y parecían, para quien ya no era, el símbolo de la resurrecci­ón”. Esa es una de las frases más maravillos­as –en sentido literal y metafórico– de todo En busca del tiempo perdido, esas páginas que velaron a Proust.

Ese hombre sin nombre fue la obra, y sin sacrificio, se perdió y se anuló en ella

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