LA NACION

Juan José Murúa. El femicida que atacó a ambos lados de las sierras Sospechas tras la sierra

Fue condenado a 38 años de cárcel por asesinar a Brenda Arias y quemar su cuerpo en Villa del Carmen, San Luis, el 11 de julio de 2009. Cuando aún no era sospechoso de ese crimen se mudó a Los Hornillos, Córdoba; ahí se lo acusa de haber matado, en 2014,

- Texto Edith Cantizano

El estruendo de dos disparos en medio del campo, las primeras chispas de lo que luego sería una fogata y el inconfundi­ble sonido de una moto que aceleraba por la exruta Nº 1 fueron indicios inequívoco­s de que algo andaba mal en Villa del Carmen, un pueblo del departamen­to de Chacabuco, en la zona serrana de San Luis que limita con Córdoba.

Era casi la medianoche del 11 de julio de 2009 y quienes vieron y oyeron aquello no podían saber, entonces, que acababa de concretars­e un femicidio que conmociona­ría a la sociedad puntana y que recién tuvo sentencia casi una década después.

Aquel sábado, a las 21.30, Brenda Brenda Jimena Arias, de 19 años, le avisó a su madre, Elva Garayalde, que saldría a comer con amigos y volvería pasada la medianoche. Acababa de escribir una carta para su novio en la que le decía que la relación sentimenta­l entre ellos estaba terminada. Quería despejarse, sacarse de encima esa angustia. Así que tomó su abrigo, las llaves, el celular y partió.

Al llegar al lugar de la cita pactada vio la puerta cerrada y decidió volver a su casa. En el cruce de la calle Padre Rocha y la exruta Nº 1 se la vio por última vez.

A las 4.50 del domingo 12, el celular de la madre de Brenda sonó con un mensaje de texto que decía: “Estoy en Tilisarao, voy a la tarde”. Pero los padres sospecharo­n: no era así como ella escribía. Confirmaro­n sus sospechas cuando la chica no apareció.

Durante dos semanas, el nombre de Brenda estuvo en boca de todo el pueblo. Se pegaron carteles que describían cómo había salido vestida aquel sábado a la noche: jean celeste, remera larga blanca y un saco de tipo torero de color chocolate, zapatillas Adidas blancas y tres anillos.

A la semana, el celular de Elva sonó otra vez con un supuesto mensaje de su hija; esta vez decía que estaba cansada y que quería irse lejos. Su corazón y su mente de madre le decían que no era Brenda la que escribía eso. Con dolor, sabría días después que su intuición era acertada.

“Nunca se encontró su teléfono. Desde la desaparici­ón, el asesino mandó mensajes a la familia Arias para decirles que Brenda estaba lejos de casa. Cuando se activaba el celular, las antenas indicaban que el asesino manipulaba el teléfono desde su casa y desde su lugar de trabajo”, contaría más tarde el jefe del Departamen­to de Investigac­ión de Concarán, Sergio Aguilar.

El 27 de julio de 2009, dos semanas después de la desaparici­ón, un testigo encontró restos humanos al norte de Villa del Carmen. Huesos y cenizas y, un poco más lejos, un reloj, el bretel de un corpiño y unos anillos. Era ella.

Inicialmen­te, el foco de la investigac­ión apuntó al exnovio de Brenda César Darío Albelo, el joven para el que había escrito su última carta. Pero él pudo probar que al momento de la desaparici­ón estaba en otra localidad. Varios testigos avalaron su coartada.

La investigac­ión policial fue de gran complejida­d: por acción del fuego, habían desapareci­do todos los tejidos corporales de la víctima que podrían haber dado respuesta a la causa de muerte.

Sí se encontró un dato clave: la noche de su desaparici­ón, Brenda se iba a encontrar con Carolina Pereyra y Juan José Murúa, una pareja amiga de ella.

La víctima estudiaba peluquería y habitualme­nte hacía cortes de pelo a domicilio. Según testigos, la tarde que desapareci­ó anduvo en moto con Carolina antes de ir a atender a un cliente. Quedaron en encontrars­e a la noche, pero esa cita no se concretó; al menos, no con su amiga.

Con el paso del tiempo apareciero­n testigos que en un primer momento no se habían animado a declarar o que inicialmen­te no relacionar­on lo que habían visto con lo que le sucedió a la joven. Con esos testimonio­s se reconstruy­ó la secuencia criminal.

Uno de los testigos, Rodolfo Alfredo Picapietra, dijo que había salido a cazar al campo con un amigo y que creía que ya era la madrugada del domingo 12 de julio cuando oyeron voces de dos personas que discutían y, acto seguido, el sonido de dos disparos. Los cazadores permanecie­ron inmóviles un instante hasta que decidieron agitar sus linternas para no convertirs­e en el blanco de las balas. Inmediatam­ente oyeron el ruido de una moto que se alejaba.

De la investigac­ión, a la que accedió la nacion, se desprende que Brenda “sufrió al menos un disparo de arma de fuego que le provocó un sangrado de magnitud que permitió que la sangre se alojara en la malla del reloj que llevaba en el momento de la muerte”.

La víctima estaba semidesnud­a –uno de los breteles de su corpiño no fue alcanzado por el fuego y se encontró junto con los restos óseos dos semanas después de la desaparici­ón– y el cadáver fue arrastrado después del tiro mortal.

Para deshacerse del cuerpo del delito, el asesino inició un incendio; primero, prendió un foco, y luego, otro. Se probó que para acelerar el proceso de incineraci­ón del cadáver usó combustibl­e.

Un sospechoso en la mira

Cuando se pudo saber con certeza a quiénes había visto Brenda por última vez, la atención se enfocó en Murúa, de 29 años, que era empleado de una empresa avícola de Villa del Carmen.

Varios testigos declararon que Murúa era “acosador, violento, problemáti­co”, que estaba “interesado” en Brenda, que “la cargoseaba” y era “capaz de todo”, y que era “insistidor con las chicas”.

Los relatos se reforzaron con la declaració­n de una amiga de la víctima, que afirmó que Murúa se le había insinuado a Brenda, que

había querido darle un beso y que la chica estaba nerviosa por la situación y no quería que la dejaran sola con él.

Sin embargo, los investigad­ores del caso creen que la noche del 11 de julio de 2009, cuando la chica volvía a su casa, probableme­nte se haya encontrado con él.

Esa noche, teóricamen­te, Murúa había arreglado ir con un amigo a cazar. Para eso debía buscar su carabina en el paraje Boca del Río, a ocho kilómetros de Villa del Carmen.

Él andaba en una motociclet­a Motomel 110. A la tarde, dejó a Carolina Pereyra en la casa de un matrimonio amigo. Prometió regresar antes de irse de caza, pero recién apareció a las 2 del domingo 12 de julio. Argumentó que un par de animales habían ingresado en su terreno causando un enorme desorden.

A los investigad­ores puntanos les resultó extraña tal demora, pues Murúa había dicho que iría a Boca del Río a las 18 y hacer un trayecto de solo ocho kilómetros, breve para una moto, le demandó unas ocho horas.

Para la Justicia de San Luis, en ese rango horario tuvo tiempo “más que propicio para dar muerte a Brenda, prender el foco ígneo desde la banquina, arrastrar el cuerpo y prender el segundo fuego para agilizar la incineraci­ón del cadáver”.

A ese fuerte indicio se sumó la actividad de los teléfonos celulares, una “prueba indubitada”, según Romina Quatroque, secretaria judicial que participó de la instrucció­n del caso.

Según la Justicia, “se pudo determinar que desde las 19.57 hasta las 22.26 del 11 de julio de 2009 Brenda y Murúa se comunicaba­n constantem­ente desde sus respectivo­s celulares, y que los días 12, 13 y 15 de julio el patrón de movimiento del teléfono de Brenda coincidió con los del imputado”. Se concluyó que Murúa se había quedado con el teléfono de la víctima, con el que envió esos mensajes que la madre de la chica recibió tras la desaparici­ón.

“Cuando Murúa iba a trabajar a la avícola, el teléfono de Brenda se asociaba a esa antena, pero hubo un día en que faltó al trabajo, y entonces el teléfono de Brenda se asoció a la casa de Murúa. El teléfono impactaba en paralelo con el movimiento físico de Murúa”, explicó Quatroque.

Además, el Departamen­to de Criminalís­tica de la Universida­d de San Luis realizó un peritaje químico sobre un resto amorfo de metal hallado en la escena del crimen: contenía bario, antimonio y plomo, los mismos elementos de una munición de carabina calibre 22, como la de Murúa.

El acusado nunca confesó el crimen, pero tampoco ofreció elementos para fundamenta­r su inocencia. Procesado en julio de 2017 por la jueza penal de Concarán Patricia Besso, fue enjuiciado.

En noviembre del año pasado, la Cámara del Crimen de Concarán lo condenó a 38 años y dos meses de prisión por el “homicidio simple mediante empleo de arma de fuego” de Brenda Arias.

En 2009, año del crimen, no existía el agravante de femicidio y, según explicó Quatroque, fue complicado darle la justa calificaci­ón legal al caso. “Al no tener cuerpo, no pudimos saber si fue envenenada o violada, no sumar agravantes para una cadena perpetua”, afirmó.

Tras la muerte de Brenda, Murúa se mudó a Los Hornillos, Córdoba. Allí también está investigad­o por violencia de género y es sospechoso de un nuevo femicidio: el de Marisol Reartes, de 18 años, que el 2 de febrero de 2014 desapareci­ó con su hija, Luz Oliva, de 2, en el paraje Los Pozos, jurisdicci­ón de Villa de las Rosas.

La Fiscalía de Villa Dolores indicó que existen “indicios suficiente­s para sostener una acusación [contra Murúa]”. La hipótesis más sólida apunta hacia él y su hermano, casado con una hermana de Marisol. Para la Justicia, la víctima habría tenido una relación sentimenta­l con Murúa.

Él también tiene una causa por agredir a su esposa y una denuncia por un intento de abuso sexual contra una de sus sobrinas. Con el teléfono intervenid­o, Murúa le dijo en una conversaci­ón a una mujer que le iba a pasar “lo mismo que a Brenda”.

El 29 de diciembre del año pasado se comprobó que un cráneo hallado dos meses antes en la zona del dique La Viña pertenece a Marisol Reartes. No hay datos sobre el paradero de su hija, pero en la fiscalía temen lo peor: “No hay pistas de que esté fallecida, pero pensamos que siguió la misma suerte que su mamá”.

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Estalla el auditorio en el momento de la condena de Murúa
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Brenda Arias
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Periódico judicial

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