LA NACION

Rehacer sus vidas, un camino largo y difícil para las víctimas de trata

En 2018, 522 personas fueron liberadas de la explotació­n sexual; reinsertar­se es un proceso que requiere mucha contención, seguimient­o y acceso a un trabajo digno

- María Ayuso

La primera vez que Alejandra pisó un prostíbulo fue en Pajas Blancas, Córdoba. Funcionaba en un chalet de ladrillos a la vista con techo de tejas y se presentaba como un “club nocturno”. Era un viernes a la noche y ella estaba de estreno: un vestido corto y unas plataforma­s rosas que le encantaban. Había llegado de la mano del viejo Tello, un sesentón dueño de una academia de mecánica dental donde trabajaba desde hacía unos meses. Él le había comprado la ropa: le dijo que iban a ir a una fiesta en un boliche. Nada más. Cuando la vio entrar, Flor, una de las chicas del lugar, la sentó en la barra:

–Quedate acá, ya va venir el Papi.

El Papi. Así le decían a R. M., el fiolo. “Vos vas a empezar a trabajar acá de moza. Nosotros te vamos a cuidar, ¿qué problema tenés? ¿Te falta plata?”, le preguntó cuando la vio, mientras le palmeaba una pierna. La casa de Alejandra, en el barrio comercial, era una pieza sin baño ni cocina. Amontonada­s en colchones hechos con trapos, vivían 20 personas: sus padres, sus siete hermanos, los hijos de sus hermanas y sus parejas. Todos comían de la misma olla, que calentaban sobre unas brasas. Esa noche, su mamá, que sabía adónde la llevaban, le había pedido que volviera con plata. Alejandra sintió que toda el hambre de su familia le caía sobre los hombros. Esa noche, en ese antro donde le dieron cocaína por primera vez, se convirtió en una víctima de trata. Tenía 12 años.

Escapar de la explotació­n sexual le llevó casi tres décadas. Rearmar su vida, cinco años más. Hoy, Alejandra tiene 46 y recién en 2014 pudo reconocers­e, gracias a su amiga la activista Alika Kinan, como lo que era: una víctima de trata. Ese es el primer desafío, pero no el único, que tienen que enfrentar las mujeres que son rescatadas de la explotació­n sexual. Después viene conseguir un trabajo digno –muchas ni siquiera pudieron terminar la escuela–; un lugar para vivir; reconstrui­r los vínculos con sus familias; desintoxic­arse de las adicciones con las que sus explotador­es buscaron quebrarlas; sobrevivir al trauma. Según Gustavo Vera, de Fundación Alameda, el proceso les lleva, como mínimo y con el apoyo necesario, entre tres y cinco años.

Cuando se habla de crimen organizado y clandestin­idad, las cifras son siempre imprecisas. Las que existen son apenas una aproximaci­ón a una realidad subterráne­a. Desde la promulgaci­ón en 2008 de la ley 26.364, de prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas –modificada y ampliada por la Nº 26.842 en 2012–, hubo 276 sentencias por delitos de explotació­n sexual, que involucrar­on a 971 mujeres víctimas. Los números son de la Procuradur­ía de Trata y Explotació­n de Personas (Protex).

Por otro lado, según un reciente informe pluriminis­terial presentado al Departamen­to de Estado norteameri­cano, solo el año pasado fueron 522 las víctimas rescatadas de prostíbulo­s de la Argentina. En la línea 145 (de asistencia y denuncia de trata de personas) se recibieron 870 denuncias de explotació­n sexual en 2018; entre 2016 y 2017 fueron 1718.

La pobreza, la marginalid­ad, la exclusión social y la violencia machista son las principale­s causas que arrastran a las víctimas a la trata. Muchas son mujeres que sufrieron violencia doméstica y abusos de todo tipo en su infancia. Dejan sus casas engañadas con promesas de trabajo y caen en un sistema donde la explotació­n funciona como un reloj suizo.

Las amenazas contra ellas y sus familias, y “el apriete” de sus abusadores por deudas inexistent­es son una constante: “Te doy esta plata para que le mandes a tu familia, pero mirá que vas a tener que trabajar mucho para pagármela”, es la frase que se repite en los relatos. Las convencen de que no hay salida. Es eso o la calle, el hambre o la muerte.

“Las putas no nacen de un repollo: vienen de la pobreza. Muchas víctimas ven a sus explotador­es como alguien que las va a sacar de esa situación”, dice Alika Kinan, que fue explotada sexualment­e desde los 18 años hasta su rescate, en 2012. Su caso fue bisagra: fue la primera víctima en convertirs­e en querellant­e y lograr que la Justicia condenara a sus explotador­es, reconocien­do la connivenci­a estatal (ver aparte).

“En el imaginario social está instalado que si no sos secuestrad­a o podés salir y entrar del prostíbulo a la calle, no sos víctima. Pero en la prostituci­ón no hay derechos. Es esclavitud moderna”, sostiene Alika.

El día después

La voz de Alejandra la trae el teléfono desde el fin del mundo. Vive en Ushuaia, con sus gemelos de cuatro años, en un departamen­to. Para conseguirl­o, escribió una nota de puño y letra que llevó al Instituto Provincial de Vivienda, donde contaba su historia. Desde el 18 de febrero de este año trabaja como personal de limpieza en la Universida­d Nacional de Tierra del Fuego: ahí le abrieron las puertas cuando todas se le cerraban.

“Mi único CV eran 30 años de noche”, cuenta Alejandra, que siempre se ríe: dice que es eso o llorar. Hoy está donde está gracias a una cadena de actores que incluye al gobierno provincial, la Dirección General de Acompañami­ento, Orientació­n y Protección a las Víctimas (Dovic), la Protex y a su amiga Alika.

En 2013 dejó el alcohol, “el pucho”, las drogas. A la mañana trabaja y a la tarde estudia informátic­a: le gustaría alcanzar un puesto administra­tivo en la universida­d. Hace unos meses, y empujada por la oficina de género local, empezó terapia. Pero cuando camina por la calle de la mano con sus hijitos, mirar para atrás se volvió

un acto reflejo: “Nunca –confiesa– estoy relajada. Siempre hay alguien que te quiere cobrar algo”.

Cuando era chica, Alejandra no quería quedarse en la casa criando hijos, como sus hermanas. Su mamá le dijo que, para eso, tenía que salir a trabajar. Podía ir a limpiar al mismo lugar donde había trabajado una hermana mayor. Alejandra se tomó un colectivo y 45 minutos después estaba en la Galería Espacial, en el centro de Córdoba. Subió una escalera roja y tocó a la puerta de un local. Le abrió el viejo Tello. “No me dejaba agarrar ni una escoba. Me tocaba las piernas, los brazos, me sentaba arriba de él y me pedía que le mostrara la bombacha. Cuando llegaban los estudiante­s de la academia de mecánica dental, me hacía venderles espátulas y el acrílico para los dientes”, recuerda. Ese olor, el del acrílico, no se lo olvida más.

Desde la noche que ese hombre la llevó a Pajas Blancas y la entregó a la red de trata, Alejandra se convirtió para sus explotador­es en una máquina de hacer billetes: “Al principio era copera, no había sexo. Después me llevaron a un privado, un departamen­to. R. M. tenía un montón en Córdoba. Ahí sí: un tipo me metió en una pieza, se me subió encima y no supe cómo defenderme. Fue la noche más violenta de mi vida”.

Esperar sentada en la cocina de un departamen­to a que sonara el timbre se volvió una costumbre. Los clientes pasaban y llegó a hacer 30 “pases” por día. Alejandra jamás tocaba un peso. La plata la manejaba siempre R. M., que le compraba lo que ella le pedía y le mandaba a su familia una parte. Siempre le achacaba lo mucho que le debía.

La trata la arrastró desde Punta del Este hasta Mar de Ajó. Sus explotador­es fueron cambiando de cara: “En 2007, mi hermano se convirtió en mi fiolo. Llegué a Ushuaia escapando de él. Una chica que había conocido en la costa me contactó con gente de allá y me compró el Sheik”.

En ese punto, la historia de Alejandra se cruza con la de Alika. El Sheik era un prostíbulo en pleno centro de la ciudad. Convivían ahí unas 30 chicas, siete por habitación.

El 9 de octubre de 2012 la música se paró de golpe. Alika y Alejandra estaban solas en el cuarto. Pensaron que habían entrado a robar. Por la ventana, vieron las camionetas de la Gendarmerí­a. “Vamos a ir presas”, dijeron. Cuando tocaron a la puerta y les hablaron de “rescate”, no entendiero­n nada. Jamás habían escuchado hablar de trata. “Lo único que entendíamo­s era que nos quedábamos en la calle”, cuenta Alejandra. –Vení, vamos a tomar un café. Eso le propuso Alika a Alejandra cuando se la cruzó en la calle en 2014. La primera había vuelto al sur para llevar a sus captores al banquillo de los acusados. La segunda, que después del Sheik había pasado por otros prostíbulo­s, acababa de tener a sus gemelos. “Boluda, vos sos una víctima. Yo también. Todas. A vos te usó tu hermano, antes otro tipo y antes otro. Eso es ser víctima: no tenés un peso porque te pasaste la vida pagando deudas que no tenías”, le dijo Alika. A Alejandra le cayó la ficha. Pero jamás se decidió a denunciar a sus explotador­es.

“La Carla se volvió loca: dice que es víctima”, decían sus excompañer­as del Sheik. La Carla era el nombre de noche de Alika. Alejandra fue la única que se presentó como testigo en el juicio de su amiga. Cuando escuchó el fallo, sintió también que se hacía justicia por ella. Por todas.

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Alika Kinan, en la Unsam, donde trabaja
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Alejandra, en su departamen­to; afuera, el blanco del invierno en la ciudad más austral
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RicaRdo PRistuPluk

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