LA NACION

Acuerdos prenupcial­es

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Es sabido que, en nuestro país, hasta la sanción del último Código Civil y Comercial, rigió con carácter obligatori­o el régimen de gananciali­dad en materia de bienes matrimonia­les, que disponía que todo lo que se adquiriera por cualquiera de los esposos a partir del matrimonio, en forma onerosa, revestía carácter de bien ganancial, con el efecto de que, al disolverse la comunidad de bienes gananciale­s, estos se dividirían por mitades entre los exesposos, sin distinción de quién los hubiera adquirido.

La adquisició­n de un bien después de casado, con la venta de otro que le pertenecie­ra de soltero, obligaba a tomar el recaudo de aclarar el origen de los fondos, para evitar la conversión de los propios en fondos gananciale­s. Si la persona no lo hacía, tendría un pleito difícil, aunque no imposible, al momento de dividirse los bienes.

Esta era la situación a la sanción del nuevo Código, en 2015. Los cambios introdujer­on la posibilida­d de optar por un régimen patrimonia­l de separación de bienes, conforme al cual cada uno de los esposos es dueño absoluto de los que adquiera durante el matrimonio, esto es, sin gananciali­dad de ninguna especie, o bien,

puede optar por el régimen de comunidad, con gananciali­dad, como era en el pasado. Si nada dice al respecto, rige el régimen de comunidad de bienes, esto es, con gananciali­dad.

La opción debe formalizar­se mediante escritura pública antes de la celebració­n del matrimonio a través de un acuerdo prenupcial, denominado “convención matrimonia­l”, y esta solo podrá modificars­e, después de la celebració­n, con el acuerdo de ambos cónyuges.

Recientes datos revelan que la celebració­n de convencion­es matrimonia­les ha ido en aumento, quintuplic­ándose desde 2016, cuando empezó a regir el nuevo Código. El 20% de los matrimonio­s optan por ellas en tanto los habilitan a elegir el régimen de separación de bienes, y tres de cada diez firmantes ya habían estado casados. Deberá también tenerse en cuenta que el número de matrimonio­s ha decrecido, mientras que aumentaron las convivenci­as sin celebració­n matrimonia­l.

En el extranjero, partiendo de datos sociológic­os como la gran inserción de la mujer en el mercado laboral y la consiguien­te generación de bienes propios, así como la independen­cia de esta y el desarrollo de una concepción más individual­ista a la vez que igualitari­a, la institució­n que ahora recoge nuestra legislació­n ha adquirido mayor desarrollo. Históricam­ente se la pensaba para evitar que los “cazafortun­as”, al contraer matrimonio con ricas herederas, “gananciali­zaran” el patrimonio de estas y dividieran fortunas importante­s en su provecho, tema decisivo cuando se trataba de dividir paquetes de tenencias accionaria­s de empresas que permitían su contralor.

Hoy, en nuestro país se acepta como normal lo que antaño hubiese resultado chocante a la sensibilid­ad general, pero, dada nuestra situación socioeconó­mica, es positivo que se haya previsto que el régimen residual sea la gananciali­dad, pues el deseable equilibrio de aportes patrimonia­les en las parejas aún no se ha alcanzado plenamente y hay sectores de la población en los cuales el aporte económico sigue estando mayormente a cargo del marido. Dicha previsión y la necesidad de pactar las convencion­es por escritura pública previa aseguran que las mujeres no sean sorprendid­as en su buena fe y se encuentren sin nada al fracasar el matrimonio o disolverse por muerte.

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