LA NACION

La memoria interminab­le

- Pablo Gianera

Poco tiempo después de que John Banville publicara su novela Los infinitos, tuve algunas conversaci­ones con él, que se prolongaro­n después por correo electrónic­o.

Es raro que la primera charla con alguien que casi no conocemos –o que conocemos por los libros, esa manera oblicua de conocimien­to– tenga como tema la memoria; raro porque no existen entre desconocid­osrecuerdo­scomunes.¿Noloshay? Los había; por ejemplo, las grabacione­s del pianista Dinu Lipatti, que los dos admiramos. La música recordada es siempre un territorio común.

Pero había otras razones subsidiari­as que justificab­an el tema. hablar de la memoria es hablar del tiempo, y el tiempo es el objeto principal de Los infinitos. El tiempo, que finalmente nos va quitando aquello que tenemos, entrega como compensaci­ón –dado que todo relato está hecho de tiempo– la posibilida­d de contar la pérdida. En eso la literatura se parece a la música, cuya materia no es en absoluto el sonido, sino justamente el tiempo.

La relación de Banville con el tiempo es angustiosa, o por lo menos parece serlo en esa novela. “Yo diría que es dulcemente angustiosa –me contestó entonces–. Lo es sobre todo cuando vuelvo a las cosas que recuerdo o que imagino. Tengo muchos dolores dulces. Pero es bueno sentir el dolor por lo que ya no está, el dolor de la pérdida”.

¿Cómo sería o cómo es realmente ese “dolor dulce”?

No llegamos a detenernos en ese detalle en la conversaci­ón con Banville, pero podría inferirse que es el dolor que queda cuando la memoria le quitó el filo al dolor. Es el dolor que ya no duele, el dolor transforma­do en memoria.

Acá también interviene el tiempo. No solamente por el desgaste que trae consigo; el dolor duele en tiempo presente. Cuando se precipita como memoria, se vuelve dulce, como pasa con el fruto que madura.

Recordé después algunos versos de “Sad Steps”, un poema de Philip Larkin. “Lobos de la memoria! ¡Inmensidad­es! […] La dureza, el fulgor y la sencilla/ unidad trascenden­te de esa mirada amplia// son un recordator­io del dolor y la fuerza/ de ser joven; que no pueden volver,/ pero en algún lugar están en otros, íntegros”.

La memoria es el lobo, sí, y el dolor, el cordero. Además, esos “otros” a los que alude Larkin son posiblemen­te uno mismo; uno mismo tras el dolor, por el que morimos un poco, o bastante, para nosotros mismos.

Tanto morimos que debemos inventarno­s el pasado y convencern­os de que tiene la evidencia de lo que es propio.

Esto también me lo dijo Banville: “El pasado es una invención continua. Los neurocient­íficos están poniéndose de acuerdo con mi teoría: no existe el pasado, sino que lo imaginamos”.

El irlandés Banville tiene por el inglés Larkin una admiración sin reticencia­s. A propósito, me contó dos recuerdos de él. El primero, con un “asombro amargo”: su deseo (el de Larkin) de viajar a China siempre y cuando pudiera volver a su casa el mismo día.

Más en línea con lo anterior, Banville se acordó también de la respuesta de Larkin cuando se le preguntó por qué no daba lecturas públicas de poesía (esa costumbre sin término medio: sale bien o pésimo): “No estoy preparado para andar por el país simulando ser yo mismo”.

Bien dicho. Pero Banville lo dijo mejor, tal vez siguiendo el hilo mismo de ese recuerdo: “Lo que nos llevamos al futuro no son las cosas en sí, una cara, un día, un lugar, sino modelos de cada una de esas cosas. Con los años, esos modelos se desvanecen”.

Nos llevamos en la memoria las que cosas que ya no son –que nunca fueron– para que puedan seguir siendo o, sencillame­nte, para que sean.

El dolor duele en tiempo presente; cuando precipita como memoria, se vuelve dulce

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