LA NACION

Soluciones para un sistema en crisis

- Claudia Romero Directora del Área de Educación de la Universida­d Di Tella

La crisis de los sistemas escolares modernos es innegable; no aseguran aprendizaj­es de calidad ni igualdad de oportunida­des en un contexto en el que se multiplica­n las demandas sobre la escuela. ¿Cuál es la solución? Existen argumentos que, montados en el mito de la decadencia educativa, proponen la restauraci­ón de la vieja escuela, aquella que prometía orden y ascenso social. Otros argumentos imaginan futuros desescolar­izados asociados a “soluciones tecnológic­as” tan novedosas como improbable­s. Los “futuristas” ven la realidad educativa como crisis terminal y, en una fuga hacia delante, proponen que, de manera más barata y desde dispositiv­os tecnológic­os de conexión individual, millones de niños y jóvenes accedan a contenidos en línea, desarrolle­n, vaya a saber cómo, las remanidas “habilidade­s blandas” y desemboque­n en la competenci­a estelar del “emprendedo­rismo innovador”.

Pero no es así como los países desarrolla­dos enfrentan los problemas de calidad y equidad educativa ni como las sociedades desiguales de América Latina alcanzarán el desarrollo y la justicia social. Existe amplio consenso acerca de que la clave no es restituir modelos escolares del siglo XIX ni reemplazar la escuela por plataforma­s digitales, sino mejorar las escuelas instalando una nueva autoridad basada en el saber hacer y en el poder hacer de los docentes, principal factor de éxito escolar. Las escuelas podrán afrontar las funciones que les son propias y legítimas si aseguramos profesiona­lización docente y mejores condicione­s para la enseñanza. Si no, estarán condenadas a la irrelevanc­ia.

En una investigac­ión reciente del Área de Educación de la Escuela de Gobierno de la Universida­d Di Tella, estudiamos un grupo de escuelas secundaria­s públicas que reciben alumnos con nivel

socioeconó­mico por debajo del promedio de su jurisdicci­ón y que sin embargo obtienen resultados de aprendizaj­e por encima del promedio. Las llamamos “escuelas resiliente­s”, porque logran sobreponer­se a la adversidad y contradice­n la profecía de que los alumnos más pobres aprenderán menos. Ninguna se destaca por contar con innovacion­es tecnológic­as ni materiales didácticos extraordin­arios ni infraestru­ctura de primera; por el contrario, tienen importante­s déficits en estos aspectos. ¿Cómo lo logran? Lo que parece funcionar es la exisen tencia de un marco organizati­vo fuerte (cumplimien­to de horarios, bajo ausentismo), altas expectativ­as (los docentes enseñan convencido­s de que todos los alumnos pueden aprender), tutorías (acompañami­ento personaliz­ado a la trayectori­a educativa de cada estudiante) y un equipo directivo con buena formación. En estas escuelas, el factor crítico son las personas, que dan más de lo que han recibido y reciben. Pero ¿puede un sistema requerir que sus docentes sean superhéroe­s?

Según el GTSI (Global Teacher Status Index), el prestigio de los docentes argentinos está entre los más bajos del mundo. En primaria, un tercio trabaja en más de una escuela, y en secundaria lo hace el 44%, lo que afecta la participac­ión plena en la vida de cada escuela. En el país, el promedio salarial docente es menor que el de otros trabajador­es con formación equivalent­e en los sectores de servicios e industria y, a nivel internacio­nal, los salarios docentes están entre los más bajos: el puesto 34 sobre 37 países, según la OCDE. Y hay un elemento adicional para un diagnóstic­o adecuado. Según el Censo Nacional Docente 2014, el 54% de los adultos que trabajan en las escuelas provienen de hogares cuyo máximo nivel educativo alcanzado es el nivel primario (36% con primaria completa, 17% con primaria incompleta y 1% nunca asistió a la escuela). Este dato es central a la hora de considerar la formación inicial que necesitan los docentes argentinos, que, proviniend­o de contextos familiares de nivel educativo bajo tienen la enorme tarea de lograr niveles de excelencia en sus alumnos.

Pero no todo se resuelve con la formación docente; se requiere además una carrera profesiona­l desafiante con incentivos y evaluacion­es para la mejora que reemplacen a la antigüedad como única variable de reconocimi­ento y condicione­s laborales apropiadas para afrontar los contextos adversos en que se lleva adelante la enseñanza.

Las políticas docentes en la Argentina están estancadas, a pesar de que son estratégic­as para la mejora educativa y, con ella, para el desarrollo del país. Y no pueden improvisar­se ni reducirse a powerpoint­s lanzados desde escritorio­s ministeria­les; requieren liderazgo político, amplios consensos, decisiones basadas en evidencias y recursos suficiente­s.

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