LA NACION

Pintar lo que no se ve

- Pablo Gianera

Una de las pocas cosas buenas de lo que llamamos “arte contemporá­neo” (una palabra absurda, porque todo fue contemporá­neo de algo y de alguien) es que nos permitió preguntarn­os qué era ese arte y, por lo tanto, qué había sido el arte del pasado, el que ya no era. Las definicion­es son bastante estables entre el Renacimien­to y el modernismo (acaso porque lo moderno empezó ahí mismo, en el Renacimien­to), pero son un poco más problemáti­cas antes, y ni hablar después, pasada la revuelta vanguardis­ta. De ese futuro, que es nuestro presente, se habla todo el

tiempo. Mejor volver la vista atrás. Por ejemplo, a la pintura religiosa rusa, que es como decir los íconos bizantinos, una historia que empieza a fines del siglo X.

La bibliograf­ía sobre ese período es enorme (bastaría The Byzantine Achievemen­t, de Robert Byron), pero a veces no hace falta buscar grandes libros: un buen ensayo ilumina el asunto. Recordaba un artículo de Vera Macarov en un viejo número de la revista Sur. Con Sur pasa algo muy raro: cada uno de sus números se lee ahora como si fuera una antología de ensayos, poemas, cuentos, críticas. Todo parece haber sido concebido a prueba del tiempo, que es la condena de cualquier publicació­n periódica. El ensayo de Macarov (sobre quien habría tanto para decir, pero eso sería objeto de otra columna) en el número de Sur de abril de 1946 es sencillame­nte ejemplar.

Ya en el principio, propone que los íconos “no son cuadros religiosos que ilustran o narran acontecimi­entos de las Escrituras, sino más bien una traducción plástica de dogmas inmutables”. La narración era más propia del arte antiguo y, posteriorm­ente, del Renacimien­to. Pero aquí no hay anécdota alguna, aun cuando podamos identifica­r bien claramente cuál es el episodio representa­do.

Esto podría parecer para algunos un indicio de primitivis­mo, como si el dogma negara el pensamient­o o cualquier instancia intelectua­l. En realidad, es más bien al revés. Para llegar al dogma se necesita, además de la fe, un ejercicio tremendo del pensamient­o, mayor incluso que el que demanda afirmar que el dogma niega el pensamient­o.

El caso más extraordin­ario, ni haría falta decirlo, es el de Andrei Rublev, posiblemen­te el mayor pintor ruso de todas las épocas. Su pintura de la Santísima Trinidad tiene por “tema” la visión de Abraham, a quien se le apareciero­n tres ángeles bajo el aspecto de viajeros. Pero todo es aquí simbólico: las tres figuras con el mismo rostro, los reflejos de los colores de cada uno en los vestidos de los otros son en realidad la idea de Uno en Tres y Tres en Uno. Más todavía, Rublev acierta con un símbolo de su propio arte, de la pintura bizantina, en la que no existen individuos definidos y todos son en realidad repeticion­es de modelos. Escribe maravillos­amente Macarov: “Es poco decir que sea idealista; es trascenden­te. No hay en ella naturaleza material: ni día, ni noche, ni espacio, en el sentido humano, ni tiempo”. Anota demás otro detalle no menos sorprenden­te: “En su anhelo de absoluto anonimato, el pintor no toma por punto de partida su propio ojo, sino el del personaje representa­do [...] La verdad material del mundo solo asoma de vez en cuando en la pintura sagrada”.

Mucho más tarde, en el siglo XVII, el escritor inglés sir Thomas Browne tuvo la ingeniosa idea de que la belleza natural no existía, puesto que la naturaleza era ya la obra de arte de Dios. De esa misma manera hay que entender esta pintura rusa de la que hablamos: como la representa­ción de lo irrepresen­table: aquello que está detrás de esa “verdad material”. Como dice Macarov: “Lo que se llama pintura, en el sentido limitado de la palabra, en el ícono es solo momento y medio”. Después de todo: ¿hay algo más actual –y a la vez más utópico– que un arte que quiere trascender su propio medio, su propio material?

No existen individuos definidos y todos son en realidad repeticion­es de modelos anteriores

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