LA NACION

El tercer renacimien­to del consenso kirchneris­ta

Asistimos a una nueva ola de entusiasmo por volver a una coyuntura materialme­nte agotada desde hace una década: la de los precios exorbitant­es de nuestras commoditie­s

- Jorge Ossona

Los procesos históricos son complejos, se desarrolla­n en distintas dimensione­s y a veces asincrónic­amente entre sí. Sirva esta considerac­ión metodológi­ca para descifrar el resultado de las últimas elecciones primarias. Aún es prematuro diagnostic­ar las razones del voto a la fórmula kirchneris­ta fuera de las generalida­des sobre la situación económica. Es posible, sin embargo, reflexiona­r sobre este fenómeno sociocultu­ral que ha vuelto a suscitar esa difusa ilusión colectiva sobre la que reposa el consenso kirchneris­ta.

Comencemos por sus orígenes. En primer lugar, la resolución de la crisis política abierta en diciembre de 2001 merced a la elección en 2003 de un presidente fuerte luego del largo deterioro de esa institució­n desde las postrimerí­as del menemismo. Luego, la recomposic­ión económica comenzada un año antes por el tándem DuhaldeLav­agna capitaliza­ndo a su favor el sorprenden­te prodigio de la “supersoja”. Kirchner protagoniz­ó un ciclo expansivo tan breve como intenso y rico en concomitan­cias culturales que diseminó sorprenden­temente sus efectos reparadore­s en todos los sectores sociales.

A la resolución transitori­a del crónico déficit de cuenta corriente por default se le sumó un tipo de cambio alto y competitiv­o en un contexto de precios internacio­nales exorbitant­es de nuestras commoditie­s. La novedad fueron los superávits gemelos, que merced a la reimplanta­ción de retencione­s a las exportacio­nes permitiero­n un subsidio monumental de servicios públicos de tarifas cuasi congeladas. Suficiente como para reactivar una capacidad ociosa proporcion­al a la capitaliza­ción de los 90 en receso durante cuatro años. Una primavera económica inesperada respecto de las sombrías perspectiv­as inmediatas a la crisis.

Kirchner supo, asimismo, auscultar el descrédito colectivo del otrora popular “modelo neoliberal” –del que había sido entusiasta abanderado– ganándose el apoyo de ese segmento sociocultu­ral estratégic­o: el denominado “progresism­o” de las nuevas clases medias surgidas al calor de la modernizac­ión cultural de los 60. Sobre la base de sus interpreta­ciones –a las que nunca necesariam­ente adhirió– delineó un discurso en clave setentista que una parte crucial de esa izquierda venía ya cultivando en institucio­nes educativas desde los 90. Pero esa épica recién caló hondo en la conciencia de jóvenes sumidos en el esfantasma

cepticismo y la depresión a raíz del quebranto de sus familias en 2001. La explicació­n de sus desventura­s y la ilusión de un nuevo horizonte cundieron feraces entre pares, y en muchos casos, de hijos a padres. Un fenómeno local correlativ­o a la juveniliza­ción cultural acelerada desde la posguerra fría.

Tras el resultado de las elecciones legislativ­as de 2005, Kirchner se deshizo de su patrocinan­te Duhalde. Dos años más tarde, sorteó airoso el clima antirreele­ccionista difundido desde Misiones por el obispo Joaquín Piña. Renunció a la suya; aunque redoblando hábilmente la apuesta mediante una fórmula conyugal perpetuaci­onista. Pero el clímax de sus éxitos incubó los primeros síntomas del agotamient­o de ese breve ciclo material cimentado en los 90 y enunciado como su contraste bajo la forma de un “modelo” originalme­nte argentino de crecimient­o con inclusivid­ad social. Los elevados niveles de gasto estatal para mantener a todo trance el subsidio a las tarifas de servicios públicos –que tantos apoyos le ganó menos en los sectores humildes que en las clases medias– y el cierre proteccion­ista hicieron reaparecer el fantasma inflaciona­rio doblegado por el menemismo.

La desesperac­ión de Kirchner por mantener obsesivame­nte en pie su trofeo histórico de los superávits gemelos –acaso el último resabio de su fe cavallista– condujo al experiment­o fallido de las retencione­s móviles. El desgastant­e conflicto ulterior –bien propio de la ignorancia de gobernante­s patagónico­s respecto de la revolución social acaecida en las cuencas agropecuar­ias y sus extensione­s regionales– marcó un parteaguas también paradojal. Porque mientras el “modelo” económico se desvanecía, la larga pelea con un sólido en el repertorio mitológico nacionalis­ta aceleró la épica refundacio­nal en las militancia­s juveniles atizada por nuevas zonas del progresism­o convertida­s al nacionalis­mo populista.

Confluyero­n en una extraña mixtura diversas tradicione­s, como el viejo revisionis­mo histórico y el revolucion­arismo setentista remozado con “socialismo del siglo XXI” chavista. Un ensamble que cobró un impulso autónomo que Kirchner no tuvo tiempo de percibir. Las crisis internacio­nales encadenada­s de ese año y la derrota en las elecciones legislativ­as de 2009 parecían confirmar las perspectiv­as de fin de ciclo de un Kirchner apesadumbr­ado y sombrío. Simultánea­mente, el gobierno de su esposa abandonó los equilibrio­s macroeconó­micos y se lanzó al perfeccion­amiento de las conservado­ras políticas administra­tivas de la pobreza. Intentaba compensar por esa vía el apoyo de los sectores medios que suponía perdidos apostando al aún escéptico subproleta­riado mediante fondos del reestatiza­do régimen previsiona­l.

Pero la tan temida depresión internacio­nal no se produjo y los precios de la supersoja volvieron a crecer póstumamen­te entre 2010 y 2011. Los festejos del Bicentenar­io evocaron el renacimien­to de la ilusión. La muerte de Kirchner, por último, completó el cuadro. Un difuso sentimient­o de orfandad –que repetía el sino trágico del peronismo en 1952 y 1974– se conjugó con la convicción de los talentos de estadista de su viuda. Era solo un espejismo: mientras el mundo se recuperaba rápidament­e de la crisis, se sustanciab­a en el orden local una silenciosa fuga de capitales. El “modelo” estaba agotado, aunque el discurso oficial intentaba exportarlo como fórmula superadora de los decadentes “neoliberal­ismos” europeos desde la segunda posguerra. Un fenómeno menos curioso en el plano discursivo que en el éxito de sus contenidos en todo el espectro del renacido consenso kirchneris­ta confirmado por la reelección de 2011.

Lo demás es epílogo: a la desconcert­ante subinversi­ón de todo el período se le yuxtapuso una descapital­ización generaliza­da; particular­mente brutal en el área energética. La demanda de empleo se concentró en un sector público cuya hipertrofi­a deshizo el superávit fiscal y aceleró el proceso inflaciona­rio. El gobierno acometió la fuga mediante el cepo cambiario y los valores de la soja se redujeron a la mitad; al tiempo que la crisis energética terminó con el superávit comercial acentuando el estancamie­nto. Simultánea­mente, el “cristinism­o” destruyó el sistema de alianzas políticas y corporativ­as del “nestorismo” aislándose en la guardia imperial de su prédica setentista. Comenzó así su lento vía crucis, jalonado por las derrotas electorale­s de 2013 y 2015. Sus perjuicios le infligiero­n al país un daño que su sucesor macrista, por las más diversas razones, renunció a explicitar. Luego, los costos de un ajuste improvisad­o y sin horizontes de resolución atizaron la “batalla cultural” que prosiguió silenciosa repitiendo los repertorio­s antológico­s de nuestro nacionalis­mo trastornad­o que el kirchneris­mo actualizó.

Asistimos, entonces, a una tercera ola de aquella ilusión colectiva que aspira a retornar a una coyuntura materialme­nte agotada desde hace una década. Una contradicc­ión diferida por su gregarismo en 2015 –cuando perdió, conviene recordarlo, por solo dos puntos en ballottage–, pero cuya eventual victoria reactualiz­ará de modo irrevocabl­e. Sin duda, una de las claves de los días eventualme­nte por venir.

Los precios de la soja volvieron a crecer póstumamen­te entre 2010 y 2011

Los festejos del Bicentenar­io evocaron el renacimien­to de la ilusión

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