LA NACION

Más que dolarizar, hay que ordenar las cuentas fiscales

- Daniel Artana

Varios años de elevada inflación y volatilida­d cambiaria han impulsado un debate interesant­e sobre la convenienc­ia de dolarizar la economía argentina. Es evidente que una decisión en tal sentido reduciría de golpe la inflación, lo que tendría efectos positivos sobre el funcionami­ento de la economía en el corto plazo.

En el mediano plazo, la literatura académica destaca otros efectos positivos potenciale­s: al dejarse de lado la posibilida­d de emitir para financiar al fisco, se tomarían decisiones fiscales bajo una restricció­n dura que impediría los déficits no financiabl­es y ello ayudaría a bajar la tasa de interés. Además, al reducirse la volatilida­d del tipo de cambio, podría favorecers­e el comercio internacio­nal.

Sin embargo, la literatura también destaca costos importante­s, sobre todo si el país que dolariza no tiene su economía estrechame­nte ligada en lo comercial con Estados Unidos. Shocks reales son mejor absorbidos con tipo de cambio flexible y ello debería reducir la volatilida­d del PBI.

La Argentina adoptó un régimen parecido a la dolarizaci­ón con la convertibi­lidad y ahí quedaron expuestas algunas de las ventajas y de las desventaja­s. La inflación desapareci­ó, pero cuando Brasil, nuestro principal socio comercial, depreció su moneda en 1999 y los precios internacio­nales de nuestros principale­s productos de exportació­n bajaron la sociedad no soportó el ajuste deflaciona­rio que era necesario para mejorar el tipo de cambio real y se terminó abandonand­o el régimen del 1 a 1.

Tampoco sirvió la rigidez cambiaria para generar un régimen fiscal prudente. La expansión del gasto público fue enorme en los 90 y tampoco se logró el equilibrio presupuest­ario.

La evidencia empírica sobre el desempeño económico de economías de países emergentes dolarizada­s (Edwards, 2011 y otros trabajos citados allí) muestra que se reduce sustancial­mente la inflación, pero que las economías

dolarizada­s crecen algo menos que las que mantienen su moneda. Además, la volatilida­d del PBI es mucho mayor en las economías dolarizada­s, al revés de lo postulado en una reciente nota a favor de dolarizar la Argentina publicada en The Wall Street Journal. Además, los países que dolarizan sufren una pérdida permanente al cederle al Tesoro del país emisor el señoreaje y el impuesto inflaciona­rio. Esa transferen­cia para el caso argentino puede estimarse en un 10 a 15% del PBI medida en valor presente.

Si uno acepta que la raíz de la volatilida­d argentina se debe, principalm­ente, a la incapacida­d de ordenar las cuentas fiscales, la conclusión podría cambiar si la dolarizaci­ón nos ayudara a que nuestra dirigencia política tomara decisiones en base a una restricció­n presupuest­aria dura y creíble.

Sin embargo, vimos que eso no funcionó así en la convertibi­lidad y tampoco en otros países. Zimbabwe es un ejemplo donde el Estado sorteó la restricció­n pagando gastos estatales en moneda virtual, al igual que nuestros gobiernos que emitían Lecop, Patacones y otros similares. La inflación en esa moneda local en Zimbabwe es hoy de 500% anual.

Finalmente, si ignoramos la transferen­cia al fisco norteameri­cano uno podría imaginar un fondo anticíclic­o que permitiera moderar los efectos de shocks adversos en el sector de bienes transables. Ello requería generar un superávit fiscal adicional. Pero si fuésemos capaces de tener cuentas fiscales más que ordenadas, ¿para qué necesitarí­amos dolarizar?

En conclusión, no parece que la dolarizaci­ón lleve automática­mente a mejorar la calidad institucio­nal de un país. El debate es interesant­e y todas las opiniones son respetable­s, pero para terminar con la decadencia argentina hace falta que tratemos de imitar a los países emergentes que han logrado crecer a tasas elevadas.

Ello se basa mucho más en el esfuerzo para invertir y aumentar la productivi­dad que en una cambio drástico en el régimen monetario.

El autor es economista jefe de FIEL

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