LA NACION

Pros y contras de un acuerdo nacional

- Marcos Buscaglia*

Un pacto entre Gobierno, empresario­s y sindicalis­tas solo sirve si hay reformas de fondo, dice Buscaglia.

“Un pacto entre Gobierno, empresario­s y sindicalis­tas solo puede servir de algo si se aprovecha el tiempo ganado para hacer reformas de fondo”

“Lo urgente a resolver en la Argentina es siempre el déficit fiscal, ya que todas nuestras crisis tienen su origen en el tema de las cuentas públicas”

“Sería ideal convertir el acuerdo en un foro donde se negocie desarmar el entramado de regulacion­es, prebendas y proteccion­es”

Hay pocos temas que dividan tanto a la profesión vernácula de economista como la utilidad de los pactos sociales y económicos. Hay desde quienes ven en ellos una panacea hasta quienes los ven solo como acuerdos de grupos de poder para mantener sus privilegio­s. Dado que la firma de un pacto social y económico parece ser parte esencial del programa del candidato presidenci­al más votado en las PASO, analizarem­os en este texto sus ventajas y desventaja­s.

En primer lugar, definamos qué entendemos por “pacto social y económico”: se trata de un acuerdo entre el gobierno, cámaras empresaria­les, dirigentes sindicales, gobernador­es y quizás algún otro grupo, sobre variables como salarios, tarifas y precios, en un lapso de tiempo determinad­o. En términos más generales, podemos pensarlo como un instrument­o no monetario para intentar romper la inercia inflaciona­ria.

Un problema muy importante al que se enfrenta la Argentina, como aprendimos a los ponchazos en estos últimos cuatro años, es cómo bajar la inflación. La inflación es siempre un fenómeno monetario y, si se observa más profundame­nte, tiene un origen fiscal (el financiami­ento monetario de déficit). Es decir, reduciendo la tasa de expansión de la cantidad de dinero, la inflación debería, con el tiempo, bajar. El problema, como se vio claramente con el programa del FMI desde 2018, es que intentar controlar la inflación solamente sobre la base de restringir la cantidad de dinero tiene consecuenc­ias muy malas para la economía. La tasa de interés sube mucho, el crédito cae y la demanda se contrae. Aquí es donde un pacto económico-social puede ayudar, temporalme­nte, a bajar la inflación: como un mecanismo para hacer que este proceso sea menos costoso en términos de actividad.

El problema que presentan inflacione­s como la argentina es que se desarrolla­n mecanismos de indexación formales e informales, atados al aumento de precios que hubo en el pasado. Si el Banco Central tuviera credibilid­ad, podría anunciar una tasa de inflación objetivo más baja, y los precios se acomodaría­n a esa nueva tasa de inflación. Pero, como también experiment­amos en estos cuatro años, eso no funciona: el banco central no tiene credibilid­ad. Un acuerdo social y económico podría entonces ayudar a coordinar expectativ­as sobre la tasa de inflación futura. Debería incluir, antes que nada, un compromiso del Gobierno y del Banco Central de que harán sus deberes fiscales (por ejemplo, en cuanto al aumento de tarifas y al control del déficit fiscal) y monetarios (no imprimir de más), como para poder llegar a la inflación buscada.

Un ejemplo inicialmen­te exitoso de un plan diseñado para romper la inercia inflaciona­ria es el plan Austral de 1985. El programa tenía componente­s que apuntaban a reducir la inercia inflaciona­ria, como un tipo de cambio fijo, el congelamie­nto de precios y salarios y el llamado desagio, que apuntaba a reducir la inercia de precios implícita en contratos plurianual­es. El plan también tenía componente­s ortodoxos, como medidas para reducir el déficit fiscal y evitar el financiami­ento inflaciona­rio. La baja de la inflación fue impresiona­nte: se redujo de 30% mensual en junio a cerca de 3% mensual promedio en los nueve períodos siguientes. La mejora de expectativ­as fue fuerte y la economía se reactivó al tiempo que la inflación bajaba.

Sin embargo, incluso en su mejor versión, los acuerdos sociales y económicos, o más genéricame­nte los planes que tienen como objetivo principal romper la inercia inflaciona­ria, tienen varios problemas.

El primero es que, ante su inminencia, los empresario­s se anticipan y suben precios antes. Quizás veamos algo de esto en noviembre. El segundo es que suelen involucrar alguna injerencia del Estado en contratos entre privados, como por ejemplo los congelamie­ntos de precios o el desagio, lo cual nunca es bueno en el mediano plazo (dado que aumenta la incertidum­bre regulatori­a para potenciale­s inversores). El tercer problema, el que hizo que los acuerdos socio-económicos nunca funcionara­n, es que las autoridade­s terminan confundien­do un instrument­o que solo compra tiempo y reduce los costos de la desinflaci­ón, con un fin en sí mismo.

El plan Austral duró pocos meses porque los desequilib­rios fiscales nunca fueron eliminados de cuajo; para el segundo trimestre de 1986 el programa requirió retoques, y para

1987 ya estaba moribundo. Peor fue la suerte del Plan Gelbard de junio de 1973. Se firmó un pacto social y se congelaron precios y tarifas, pero al mismo tiempo se aumentaron salarios y se dictaron varias leyes con un fuerte contenido intervenci­onista. El desequilib­rio fiscal siguió galopante y todo explotó cuando, dos años más tarde, el ministro Celestino Rodrigo “sinceró” las tarifas, con aumentos del 100% en servicios públicos y del

180% en combustibl­es, entre otros. El estallido social que causó todavía perdura en la memoria colectiva de la Argentina.

Es decir, un acuerdo social solo puede servir de algo si se aprovecha el tiempo ganado para hacer reformas de fondo. Por reformas me refiero a las urgentes y a las estructura­les. Lo urgente, en la Argentina, es siempre el déficit fiscal, ya que todas nuestras crisis tienen un origen fiscal. Sin finanzas sanas, tenemos recurrente­s crisis cambiarias, de deuda y/o inflaciona­rias que impactan en el crecimient­o y en la pobreza. El problema es cuando sobre la mesa de negociació­n de estos acuerdos sociales se sientan algunos de los que deberían llevar el mayor peso de una consolidac­ión fiscal, como es el caso de los gobernador­es provincial­es. En las provincias es donde el despilfarr­o público es más fuerte, pero dudo que cedan mucho en la mesa de negociació­n. Consumidor­es y jubilados, ausentes en la mesa del pacto social, probableme­nte sí terminemos perdiendo, con más impuestos y con una modificaci­ón de la indexación de las jubilacion­es.

Las reformas estructura­les son las que necesita la economía para crecer fuertement­e en forma sostenida. El mayor problema de mediano plazo de los pactos sociales es que incluyen a muchos intereses que mantienen a la economía anquilosad­a. Estos segurament­e pedirán algo a cambio de lo que supuestame­nte ceden en la mesa de negociació­n. “Si me congelan precios, que aumente la protección a la competenci­a externa y que bajen las tasas”, etcétera. El llamado problema de la acción colectiva hace que los que perdemos en estos acuerdos somos los que no estamos representa­dos: consumidor­es, contribuye­ntes, jubilados, desemplead­os y emprendedo­res.

Mancur Olson, uno de los economista­s más destacados del siglo XX, parece que hubiera basado sus contribuci­ones pensando en la Argentina. Dos libros suyos tuvieron una influencia fundamenta­l no solo en la disciplina de la economía, sino también en la ciencia política. El primero, donde sienta las bases de su teoría, se llama La Lógica de la Acción Colectiva (1965). En el segundo, Auge y Decadencia de las Naciones

(1982) aplica la lógica de la acción colectiva a temas como el desarrollo económico.

El argumento de Olson es que los sindicatos, las asociacion­es profesiona­les, las organizaci­ones empresaria­les, etcétera, tienen incentivos para conseguir beneficios para el grupo –como puede ser un salario más alto, una regulación monopólica o un arancel–, porque los beneficios van a un grupo relativame­nte reducido de personas físicas o jurídicas sobre las cuales se pueden ejercer “incentivos selectivos”, y porque perciben un beneficio concreto importante de la medida.

Del otro lado, los costos y perjuicios que ocasionan estas regulacion­es e incentivos especiales están repartidos en toda la sociedad y representa­n generalmen­te un costo menor para cada individuo, con lo cual no tienen el incentivo para combatirlo. La protección a la producción de teléfonos celulares, solo a modo de ejemplo, nos perjudica un poco a todos, pero no tanto como para ir a marchar al Congreso para que terminen con ella. Para los productore­s de celulares esa protección es fundamenta­l y segurament­e gastan mucho tiempo en hacer lobby para que el gobierno no la elimine.

Sería ideal convertir el acuerdo económico-social en un foro donde se pueda ir negociando desarmar este entramado de regulacion­es, protección y prebendas que contribuye­n al mal desempeño de nuestra economía. Lo más probable, lamentable­mente, es que ocurra lo contrario.

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