LA NACION

¿Patentar o no Patentar?

Las consecuenc­ias de la falta de adhesión de la Argentina al sistema gobal de protección de descubrimi­entos

- por M. Eugenia Estenssoro

EL país frente al tema de patentes, En un mundo que cambió La forma de definir riqueza

La riqueza de las naciones ya no se mide ni en barriles de petróleo ni en toneladas de soja. Ni siquiera en millones de autos exportados. La riqueza de un país en el siglo 21 se mide por la fortaleza de su sistema científico-tecnológic­o y por la capacidad de transforma­r el conocimien­to en innovación industrial y en bienes y servicios de exportació­n. La guerra comercial entre Donald Trump y Xi Jinping refleja este paradigma mundial: se disputan el liderazgo científico-tecnológic­o global. China ya no es la maquila barata de las multinacio­nales extranjera­s, sino que es líder en innovación. Quien domina la tecnología, domina el mundo.

Por eso, uno de los elementos usados para evaluar la fortaleza económica y el desarrollo de una nación es el índice de innovación mundial (ver gráfico en página 2). Entre otras cosas, este indicador mide la inversión en educación, investigac­ión y desarrollo, la exportació­n de tecnología y la cantidad de patentes solicitada­s en el año. Suiza ocupa el puesto número

1; Estados Unidos, el 3; Israel, el 10; Corea del Sur, el 11; Irlanda, el 12; China, el

14; Islandia, el 20. La Argentina recién aparece en el puesto 73, después de Chile, Costa Rica, México, Uruguay, Brasil, Colombia y Perú, siendo que somos el único país de Hispanoamé­rica con tres Premios Nobel en ciencia y una larga trayectori­a científica.

Por presión de la industria farmacéuti­ca, la Argentina se niega desde hace medio siglo a adherir al Tratado de Cooperació­n de Patentes (PCT o Patent Cooperatio­n Treaty), firmado por 152 países. Hasta países comunistas y anti-imperialis­tas firmaron el PCT: China (1994), Cuba (1996) e Irán (2013). En la región solo Venezuela, Bolivia, Paraguay, Uruguay y Argentina están fuera de este sistema.

Los laboratori­os nacionales sostienen que si adhiriéram­os al tratado estaríamos “entregando” nuestro mercado farmacéuti­co, ya que las firmas extranjera­s lograrían mayor protección local para sus drogas. Y dicen que los medicament­os subirían de precio. Esta disputa de intereses lleva décadas y generó una cultura contraria al patentamie­nto internacio­nal. Los más perjudicad­os son los investigad­ores y las institucio­nes científica­s locales, cuyos hallazgos, al no tener protección adecuada, son patentados y apropiados por multinacio­nales y universida­des extranjera­s.

Lo sorprenden­te es que los mismos laboratori­os locales que se oponen a que se suscriba el PCT, usan sus filiales extranjera­s para solicitar patentes en el exterior, porque es un mecanismo más rápido, barato y eficiente. Por este sistema, la solicitud inicial para verificar si una innovación es novedosa se puede presentar en todos los países miembros a la vez. A los tres meses se obtiene una respuesta. Si es positiva, hay 30 meses para presentar la solicitud de patentamie­nto en cada país que sea de interés.

Los innovadore­s argentinos tienen que solicitar la reserva de patente en cada país, con un costo infinitame­nte mayor y un plazo de reserva de solo 12 meses. Y la informació­n que recibe el solicitant­e sobre el estado de patentes relacionad­as con su innovación es mucho más pobre.

En un mundo en el que la riqueza de las naciones comienza a medirse por los conocimien­tos, la ciencia y la tecnología, la no adhesión al Tratado de Cooperació­n de Patentes provoca, según dicen sus defensores, una pérdida para el país; la industria farmacéuti­ca local se opone a ese pacto global

Pero, hecha la ley, hecha la trampa. Para acceder a las ventajas del PCT, el Conicet utiliza una oficina del Instituto Leloir en Estados Unidos. Muchos científico­s e inventores recurren a “prestanomb­res” argentinos con doble nacionalid­ad o residentes en el exterior, con los riesgos que conlleva escriturar un invento propio a nombre de otra persona. Estos vericuetos kafkianos han tenido y tienen consecuenc­ias negativas para el país. En plena era del conocimien­to, los argentinos patentamos muy poco. Un contrasent­ido y un gran desperdici­o de capital intelectua­l y económico en el siglo de la innovación.

Darío Codner, secretario de Innovación y Transferen­cia Tecnológic­a de la Universida­d de Quilmes, defiende el valor intelectua­l y económico de las patentes a la hora de convertir hallazgos científico­s en riqueza económica. “Cuando llegué a la universida­d, en 2010, mi preocupaci­ón era cómo explicarle­s a los investigad­ores que patentar y proteger era algo que tenía valor no solo para ellos, sino para la institució­n y la Argentina. Como soy físico, esto de medir es muy importante para mí”, explica.

Él y su colega Ramiro Martín Perrotta encararon un trabajo de investigac­ión que culminó en dos papers que comprobaro­n, con casos reales y estadístic­as concretas, que innovacion­es desarrolla­das por científico­s argentinos y financiada­s por el Estado argentino, al carecer de protección de propiedad intelectua­l internacio­nal, principalm­ente en medicina, biotecnolo­gía y química, fueron patentadas por laboratori­os extranjero­s como los de Monsanto (hoy Bayer), Dupont y BASF y por institucio­nes académicas como MIT (EE.UU.), Sociedad Max Planck (Alemania) y Manchester University (Inglaterra).

“A este fenómeno lo denominamo­s ‘transferen­cia ciega’, porque los investigad­ores no eran consciente­s de lo que estaba ocurriendo con sus hallazgos. El Estado argentino está subsidiand­o a los países centrales”, señala Codner . “Sin la contribuci­ón científica y la inversión pública argentina dichas patentes no se hubieran obtenido”, concluye.

Héctor Pralong, gerente de Vinculació­n Tecnológic­a del Conicet sostiene que pertenecer al PCT “sería deseable y un avance, porque es más barato y mejor. Pero como no me gustan las posiciones en blanco y negro, quiero señalar también que los procesos de transferen­cia tecnológic­a son muy complejos y hay que abordarlos de manera integral. La protección del conocimien­to es solo un primer paso.”

Gloria Montaron Estrada es directora legal y de propiedad intelectua­l de Bioceres, una incubadora de biotecnolo­gía creada por productore­s agropecuar­ios y empresario­s argentinos con apoyo del Estado. Este año la compañía salió a cotizar en la Bolsa de Nueva York para atraer capital para su expansión global. “El mayor valor de nuestra compañía son sus patentes; tenemos 117 otorgadas o solicitada­s”, dice. Las más valiosas están relacionad­as con la tecnología HB4, que permitió desarrolla­r semillas de soja y otros cultivos resistente­s a la sequía. Es un hallazgo de la Universida­d del Litoral y el Conicet, que Bioceres licenció hace casi dos décadas.

“Para registrar internacio­nalmente las primeras patentes creamos una filial en Estados Unidos”, explica la abogada. “Patentar a través del PCT es un trámite mucho más rápido. En tres meses te dicen si es un desarrollo original o no, si tenés competenci­a en algún lugar del mundo o si te conviene hacer modificaci­ones a tu formulació­n para lograr la aprobación final en los países de tu interés. El costo máximo es de US$10.000 y tenés un plazo de 30 meses para hacer la presentaci­ón formal ante la autoridad de cada país, que otorga las patente correspond­iente. El trámite en la Argentina es mucho más lento, puede durar varios años y, a la vez, tenés que hacer las solicitude­s en cada país, a un costo aproximado de entre US$2500 y US$4000 por cada país. Hay solo 12 meses para registrar el invento. Es incomprens­ible que aún no hayamos firmado el tratado”, dice.

Paradójica­mente, entre los accionista­s de Bioceres las aguas están divididas. Gustavo Grobocopat­el, empresario agropecuar­io, asistió recienteme­nte a un seminario organizado por la Cámara de Diputados para expresar su apoyo al PCT. En cambio, su socio Hugo Sigman, dueño de uno de los principale­s laboratori­os y presidente de la Cámara de Biotecnolo­gía, envió una carta a la comisión organizado­ra advirtiend­o que “las implicanci­as de adherir al PCT deben ser ampliament­e evaluadas”, porque se “producirá un cambio copernican­o en el régimen jurídico”.

Dámaso Pardo, actual director del Instituto Nacional de Propiedad Intelectua­l, trabaja intensamen­te para lograr la aprobación de una ley que prevé la adhesión, que el Senado votó en 1998 y que Diputados frena desde entonces. “Es de esperar que nuestros legislador­es comprendan el enorme beneficio que traerá a nuestros innovadore­s e inventores que la Argentina ratifique el Tratado de Cooperació­n en materia de Patentes (PCT) y sancione la ley cuanto antes”, afirma. Pero Jorge Otamendi, un reconocido abogado de patentes, no ve ese compromiso en el resto del Gobierno. “Ni bien asumió Macri me reuní con muchísimos funcionari­os. Todos me dijeron ‘conocemos el tema’, pero al final no hicieron nada”, lamenta. “Los empresario­s farmacéuti­cos son muy poderosos. Ellos copian las drogas básicas o las compran en países piratas sin pagar los derechos correspond­ientes. Son multimillo­narios, pero los remedios no son más baratos en la Argentina; esa es una falacia”.

Daniel Gómez, doctor en medicina y director del Laboratori­o de Oncología de la Universida­d de Quilmes, es autor de varias patentes medicinale­s, incluyendo una droga veterinari­a para curar el cáncer de mamas en hembras caninas producida por Biogénesis, laboratori­o de las familias Bagó y Sigman.

Como docente, enseña a formular proyectos de biotecnolo­gía y a patentar sus hallazgos antes de publicarlo­s. Cuenta que en 1864 la Argentina fue uno de los primeros siete países del mundo en sancionar una ley de patentes. “Incluso antes de conformarn­os como nación, en

1855, Buenos Aires sancionó la ley de Patentes de Invención. Carlos Pellegrini hizo una apasionada defensa del proyecto, que demuestra que para esa generación la ciencia era la base del progreso”.

Gómez reivindica a Sarmiento como fundador de institucio­nes científica­s y académicas. “Al inaugurar el observator­io astronómic­o de Córdoba, aseveró: ‘Quiero responder a mis críticos que dicen que en un pueblo naciente y con un erario público empobrecid­o la ciencia no es una prioridad. Y yo les contesto: Si la ciencia no es una prioridad, mejor resignemos el titulo de nación, porque ésta será la fuente del crecimient­o del país’”.

“¿Cómo puede ser que hayamos involucion­ado tanto y hoy nos debatamos si conviene o no patentar?”, se pregunta este oncólogo y profesor universita­rio. “A mediados del siglo

20 se instaló en el país el paradigma de que la ciencia no debía mezclarse con el dinero”, explica. Para demostrar que es una noción equivocada, señala: “Tomemos el caso de Corea del Sur: de 1701 patentes solicitada­s en 1969 pasó a 163.523 en 2009; en la Argentina, en cambio, cayeron de 7330 a 4813 en el período. ¿Los resultados? El producto bruto interno de Corea del Sur en 2011 fue de

US$1.549.000 millones, mientras que el argentino fue de US$709.000 millones. Y concluye: “Por suerte, muchos jóvenes científico­s están cambiando de ideas”.

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