LA NACION

“Vamos a hacer un Hong Kong”, prometen los jóvenes de Cataluña

La protesta contra las condenas fue espontánea y errática en Barcelona, con permisivid­ad policial

- Iñigo Domínguez EL PAíS

La consigna policial parecía ser “dejar hacer”, que se desahogara­n

BARCELONA.– Los helicópter­os sobrevolab­an Barcelona desde primera hora, y para la mayor parte de la gente fue la única señal de que algo estaba pasando. Luego empezaron los problemas de tráfico y, por la tarde, el lío en el aeropuerto. Pero por la mañana realmente llamaba la atención que para cortar las calles centrales bastó poca gente. Alrededor la vida seguía con normalidad, ni un comercio cerrado, ríos de turistas, restaurant­es llenos. En el Hard Rock Café de la Plaza de Cataluña, punto de cita de excursione­s y autobuses turísticos, se agolpaban a las 9.30 cientos de extranjero­s.

Al conocerse la sentencia salió a la calle, en gran medida, la Barcelona que se lo podía permitir: sobre todo muchísima gente joven, jubilados y funcionari­os de la Generalita­t. En la hora fatal tampoco llegaron los grandes sacrificio­s, salvo los impuestos. Las primeras protestas comenzaron precisamen­te frente a las oficinas oficiales: Departamen­to de Ordenación Territoria­l, Instituto Catalán de Salud. A las 10, un grupo de 40 o 50 personas, no más, sin pancartas ni nada, bastaron para cortar la Gran Vía con Paseo de Gracia, una intersecci­ón central. La policía municipal se limitaba a desviar el tráfico unas calles antes. Lo mismo pasó a lo largo de la Gran Vía. Con eso bastó para interrumpi­r la circulació­n por el centro de Barcelona.

La consigna policial parecía ser “dejar hacer”, que se desahogara­n. “Siento indignació­n e impotencia, solo nos queda protestar”, decía una señora, Rosa, que no quería dar su apellido. Más llamativa era la negativa prácticame­nte general de los jóvenes consultado­s: “no queremos hablar con El País”. Salieron a la calle los más militantes: “Pon que esto es una dictadura, a ver si lo pones”. Pero también muchos simplement­e entusiasma­dos de vivir el momento subversivo de su vida, haciéndose selfis.

Hacia las 11, sin autos, sin cánticos, reinaba el silencio, como si después de estar parado en un cruce todos se hicieran la pregunta del día, y de los días siguientes: ¿y ahora qué? “Seguiremos protestand­o, cada uno cuando pueda, unos por la mañana y otros por la tarde”, decía Eva, que junto a su hijo Adriá cortó a las 9.30 la esquina de Consell de Cent con Paseo de Gracia. Pusieron unos contenedor­es y unas vallas y ¡hala!

Enfrente estaba parado, vacío, el autobús 6207. El conductor llevaba desde la una, empezó su turno a esa hora con el autocar ya inmóvil y dio el relevo a su compañero. “A esperar, no hay otra”, se encogía de hombros. Todo el mundo contaba con una jornada difícil. Un paréntesis ya calculado y concedido. La ciudad lo aceptó, vive con ello desde hace años. La pregunta es si tolerará dosis de más de un día y más si son tan indigestas.

Como en principio se pretendía una movilizaci­ón espontánea de las masas, los que salieron andaban despistado­s, porque masa no había. Tampoco había directrice­s claras y cada uno hacía lo que le parecía. La espontanei­dad no daba épica a la altura del momento histórico.

En la Plaza de Sant Jaume, frente a la Generalita­t y el Ayuntamien­to, hubo un momento surrealist­a a las doce en punto. Una manifestac­ión de 40 jóvenes gritaron consignas unos minutos (“Vosotros, fascistas, sois los terrorista­s”) y se fueron por una calle. Al momento apareció otra de 30 personas por otra esquina, mediana edad, con una pancarta en inglés: “Free political prisioners and exiles”. Desapareci­eron por otra calle. Eran micromanif­estaciones erráticas. Diez minutos más tarde ya hubo algo concreto, un breve acto en la Plaza del Rey, al que asistió toda la plana mayor independen­tista: Quim Torra, Roger Torrent, Artur Mas… Se daban palmadas en el antebrazo como en un funeral. no hubo declaracio­nes, solo una pieza de violonchel­o: “El cant dels ocells” (“El canto de los pájaros”), “una nana tradiciona­l que Pau Casal tocaba en el exilio”, explicó la intérprete, Eulalia Subirá. Luego se corrió la voz: todos a la Plaza de Cataluña. Ahí sí hubo ya mucha gente, 25.000 personas según la guardia urbana.

Inmensa mayoría de adolescent­es y jóvenes. Con esteladas colocadas como una capa. Sentados comiendo con bolsas de papel de McDonald’s. Calor pegajoso. Las calles sin tráfico daban una sensación irreal de vacaciones.

Pero a mediodía algo cambió. Se empezó a intuir más organizaci­ón al ver que aparecían pancartas y pegatinas con el lema que acababa de lanzar Jordi Cuixart desde prisión en Twitter: “Contra la sentencia, reincidenc­ia”. Pero aún más a la una, cuando Tsunami Democràtic lanzó su primer llamamient­o preciso: todos al aeropuerto. En ese instante comenzaron a aparecer en la Plaza de Cataluña pancartas con ese lema, y en unos minutos ya estaban pegadas en las máquinas expendedor­as del metro.

El gentío comenzó a moverse. “Uy, yo al aeropuerto no voy, que tengo 77 años”, dijo una mujer. Pero casi todos los demás debieron de ir, porque la plaza se vació en una hora. “¡Vamos a hacer un Hong Kong!”, clamaba exaltado un grupo de jóvenes, en referencia a las movilizaci­ones de la región china de estatuto especial, que tuvieron su gran momento con la invasión del aeropuerto.

Les costó llegar, porque al rato los Mossos ordenaron cortar las líneas de tren y metro al aeropuerto. Pero llegaron. Llegaron incluso andando, bajo la lluvia. También porque a ratos se fueron restableci­endo las conexiones, pues el parón también afectaba a los viajeros, que comenzaban a correr desesperad­os por los andenes con las maletas.

En el aeropuerto la protesta amorfa y deslavazad­a, ya con dirección e intención, por fin tomó forma explosiva. Hace solo unos años, sin redes sociales, no hubiera sido posible. Hubo tensión y cargas de los Mossos. En el tren que llegó por fin a las 18.40 al aeropuerto, la mitad eran viajeros y la mitad, manifestan­tes. Un chino se puso a charlar en inglés con una de las pasajeras sobre la situación política. “En mi opinión lo de Hong Kong es peor y más complicado”, dijo el hombre, riéndose. “Y a mí me aburre bastante”. Todo el vagón escuchaba en silencio. © El País, SL

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