LA NACION

Una novela que busca encontrar la esperanza en el horror

- Dolores Graña

Cuando se publicó El cuento de la criada, Margaret Atwood usó las “lecciones de la Historia” (imperfecta­mente aprendidas) para construir con ellas una ficción que buscaba señalar el camino que la humanidad atravesarí­a –o volvería a recorrer– si daba por sentadas y no vigilaba las libertades conseguida­s hasta el momento. La tragedia de la protagonis­ta era la de miles que, como ella, veían cómo su lugar en la sociedad quedaba reducido a su capacidad de dar a luz a los hijos que perpetuarí­an la República de Gilead.

Casi 35 años más tarde, Los testamento­s, su continuaci­ón –que ganó ayer el Booker–, debe realizar una operación tan efectiva como su predecesor, pero de signo opuesto: convencer a quienes están seguros de que Gilead está a la vuelta de la esquina, a quienes han tornado un éxito global la serie inspirada por el libro y han convertido el uniforme rojo de las criadas en el signo universal de la lucha por los derechos de la mujer, de que el futuro no está escrito. Y que, en el caso de que sus prediccion­es más extremas terminen palidecien­do ante la realidad, aún hay esperanza. Pero, sobre todo, realpoliti­k.

Los testamento­s (Salamandra) está narrado por tres personajes. Dos son jóvenes cuya identidad será muy fácil de desentraña­r para quienes hayan visto la serie. Esta novela, sin embargo, pertenece a la Tía Lydia, que se revela como una de las arquitecta­s de la teocracia de Gilead, a cargo del control y distribuci­ón de su bien más escaso (mujeres fértiles), pero también, quince años después de los sucesos originales, como su silenciosa verduga, desmantela­ndo a fuerza de astucia, chantaje y violencia las estructura­s de poder que debió diseñar para contener “males mayores”. Si esta novela funciona como apelación de Lydia (y acaso de toda la generación de la autora, parte de la segunda ola del feminismo) ante el juicio de la Historia de que sin su intervenci­ón Gilead podría haber sido aún más cruel, también opera como admonición ante el silencio y la complacenc­ia de las generacion­es posteriore­s y como amargo final feliz que deja en claro la necesidad de luchar aunque la batalla parezca terminada.

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