Dos siglos de hermanastras y calabazas por doquier
Charles Perrault escribió La Cenicienta en 1697 y siglos después el ballet comenzó a regar de zapatitos de cristal la historia. Los inicios remiten a principios del XIX sin que existan registros coreográficos ni de un estreno en Viena en 1813 ni otro en Londres en 1822. Incluso el prolífico Marius Petipa creó la suya, junto a Lev Ivanov y Enrico Cecchetti, para el Ballet Imperial de Rusia, en 1893, sobre la música del barón Boris Fitinhof-Schell. Dicen que fue en ese contexto donde se vio por primera vez la hazaña de los 32 fouettés.
Sin embargo, el estreno de La Cenicienta con música de Prokófiev se realizó con coreografía de Rostislav Zakharov en el Teatro Bolshoi en plena Segunda Guerra Mundial. Poco después, en 1948, el británico sir Frederick Ashton retomó la partitura para crear su primer larga duración, que dejaba de lado el papel de Cenicienta eran las hermanastras, interpretadas por varones.
Además de producciones sobre Prokófiev existen otras con los valses de Strauss. En este grupo se encuentra la del italiano Renato Zanella que se bailó en el Teatro Colón en 2013. Allí la protagonista quiere ser diseñadora de modas y el padrino es el mismo Strauss que no tiene carroza, sino nube.
Stevenson mediante, una de las versiones occidentales más visitadas es la de Rudolf Nureyev, de 1986. El coreógrafo no profundiza en los aspectos psicológicos como es su sello, pero resignifica el cuento: Cenicienta quiere brillar con luz propia.
Este siglo ha dado, entre otras, dos nuevas producciones para destacar: la de Alexei Ratmansky, de 2002, se baila tanto en Rusia –su patria– como en los Estados Unidos y Australia; la de Christopher Wheeldon, que algunos definen como “antisentimental”, y que le valió el Benois de la Danse. tiene una puesta “en redondo”, montada en el Royal Albert Hall, para ser vista en 360 grados.