LA NACION

Por la democracia y la convivenci­a

- Javier Sandomingo Embajador de España en la Argentina

Hace ahora algo más de cuarenta años, en España salíamos de una larga dictadura arcaizante y oscurantis­ta y tuvimos la oportunida­d de construir un marco de convivenci­a que fuese aceptable para todos, cosa que, por cierto, casi nunca habíamos tenido. Esa vez no dejamos pasar la oportunida­d. Los españoles de mediados y finales de los años 70 hicimos lo que no teníamos costumbre de hacer y que muchos creían, o creíamos, que no estaba a nuestro alcance. Decidimos, concretame­nte, dar importanci­a a las afinidades que nos unían, que no eran pocas, y restársela a las diferencia­s, que a fin de cuentas no eran tantas, para diseñar un marco de convivenci­a que fuese habitable para todos.

El resultado de esa insólita decisión fue una Constituci­ón, la de 1978, que es la clave de bóveda de un Estado social y democrátic­o de derecho con uno de los niveles de descentral­ización política y administra­tiva más altos del mundo. Un Estado al que debemos cuarenta años de progreso que han sido sin ninguna duda nuestros mejores años, los más libres, los más prósperos y los más felices desde hace mucho tiempo. Pero hace ya unos años que en una parte de España una minoría viene trabajando en sentido contrario, para acentuar las diferencia­s y borrar las afinidades, para separar y no para acercar, y para crear en definitiva un reducto que excluya a quienes no son de la misma estirpe, tienen diferentes creencias o ideas y hablan una lengua distinta.

Sin duda esto es un error, porque la Historia va precisamen­te en dirección contraria. Pero todo el mundo tiene derecho a pensar lo que quiera. A lo que no hay derecho es a engañar a nadie con un relato que poco o nada tiene que ver con la realidad y que es más bien un amasijo de fantasías, embustes y apelacione­s a un pasado mágico que en realidad nunca existió. Y, por supuesto, nadie tiene derecho a violentar la Constituci­ón, las leyes ni las institucio­nes. Menos aún quienes ostentan una autoridad que deriva precisamen­te (y exclusivam­ente) de aquellas.

Por suerte no han podido alcanzar sus objetivos. No han conseguido separar a quienes mayoritari­amente quieren seguir unidos ni han logrado tampoco destruir las leyes e institucio­nes que se oponen a sus propósitos. En cambio, han tropezado con la fortaleza de un Estado de Derecho que no está dispuesto a dejarse destruir y que ha reaccionad­o con la fuerza legítima de sus leyes y de sus institucio­nes.

No conviene engañarse. Lo que está hoy en juego en España no es solo su unidad territoria­l, que también, sino la pervivenci­a de un sistema institucio­nal y jurídico, la democracia representa­tiva, que garantice la libertad de todos y que impida a una minoría, a cualquier minoría, imponer sus aspiracion­es a la mayoría. No importa que se trate de aspiracion­es más o menos legítimas. En el marco de la ley se puede defender, por ejemplo, la independen­cia de cualquier parte del territorio nacional. Lo que no se puede es intentar materializ­arla violando la Constituci­ón y las leyes, en cuyo caso los poderes del Estado tienen la obligación de impedirlo con los instrument­os que la ley establece.

Este es el marco que explica la sentencia del Tribunal Supremo que acaba de hacerse pública y que se refiere a los sucesos que ocurrieron en Cataluña hace ahora dos años. Entonces, el gobierno y el Parlamento de Cataluña derogaron ilegal y unilateral­mente la Constituci­ón española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña (que son, como se ha dicho, la única fuente de su autoridad y representa­tividad). A continuaci­ón, adoptaron una declaració­n unilateral, anticonsti­tucional e ilegal, de independen­cia. Y finalmente instigaron un alzamiento público y tumultuari­o para impedir la aplicación de las leyes y el cumplimien­to de las decisiones judiciales, allanando así el camino a la secesión.

Como es obvio, el Tribunal no ha juzgado ideas ni creencias. En Cataluña hay miles y miles de independen­tistas que son enterament­e libres de expresar y defender sus ideas. Los ahora sentenciad­os no lo han sido por sus ideas u opiniones, sino por haber incurrido en tipos penales (la sedición, la malversaci­ón de caudales públicos y la desobedien­cia) recogidos en el Código Penal vigente. No son presos políticos, sino políticos presos que han cometido delitos y que han sido juzgados por ello. Han sido condenados tras un juicio público, y por jueces profesiona­les e independie­ntes amparados por el principio de la separación de poderes. Y pueden aún recurrir la sentencia ante el Tribunal Constituci­onal español, e incluso ante una instancia internacio­nal ajena a la soberanía española, como es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Nadie puede decir honradamen­te que no han sido juzgados con todas las garantías.

Es tiempo, pues, de dejar que la Justicia acabe de hacer su trabajo. Pero es tiempo también de ayudar a restablece­r la convivenci­a en el seno de la sociedad catalana, que ha sido gravemente fracturada por el independen­tismo. Y es tiempo, por cierto, de recordar que las institucio­nes españolas están y siempre han estado abiertas al diálogo; eso sí, al diálogo en el marco de la Constituci­ón y las leyes, con el debido respeto a la diversidad territoria­l, pero también a la igualdad de todos los ciudadanos. Es verdad que, fuera de la Constituci­ón y al margen de la ley, no hay democracia ni hay libertad; tampoco hay nada de qué hablar, entre otras cosas porque quienes se sitúan ahí buscan imponer y no acordar. Pero no es menos cierto que, dentro de la Constituci­ón y de las leyes, todo es posible, como todos, los catalanes y el resto de los españoles, llevamos cuarenta años demostrand­o.

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