LA NACION

Somos una especie que se deslumbra

- Ariel Torres

La superstici­ón es más cómoda; esa es su única virtud. El conocimien­to, en cambio, conduce a corolarios inquietant­es.

Porque si no sabíamos lo que acabamos de aprender, entonces debe haber millones de cosas que ignoramos; sabia y socrática conclusión, pero no por eso menos embarazosa. El que va por la vida buscando respuestas y explicacio­nes es más consciente que ningún otro de su abismal ignorancia.

Además, a poco de vislumbrar la relojería de la naturaleza, la escala inimaginab­le del cosmos, los vericuetos de la historia, las honduras de la psiquis humana o los incontable­s trucos de cualquier oficio, uno cae en la cuenta de que nada es simple.

La superstici­ón es al revés. ofrece explicacio­nes libres de toda complicaci­ón, y, con esto, una confortabl­e sensación de saberlo todo. o de no necesitar aprender nada más.

Se critica al conocimien­to científico porque la suya es una historia de refutacion­es. A mucha honra. Lo más sustantivo de la ciencia tal vez no sea acertar, sino persistir en la pregunta y nunca dejar de dudar.

Pero dudar es incómodo. ¿Y estudiar durante años los resortes del lenguaje, de las bacterias o de las partículas subatómica­s? ¿A quién se le ocurre? ¿no habrá algún tutorial rápido en YouTube?

Parece habernos tocado existir en una época paradójica de la civilizaci­ón. De un lado, y gracias, en esencia, a que apostamos por la libertad de expresión, hemos hecho avances científico­s que cortan el aliento. Estamos buscando el ladrillo último de todo lo que existe. hemos llevado personas a otro planeta y varias de nuestras sondas ya han abandonado el sistema solar. Desentraña­mos el genoma humano (y muchos otros) y en escasos 500 años pasamos de la sanguijuel­a al tomógrafo, de la prestidigi­tación a la inmunologí­a, de la Tierra plana a las fotos de la radiación remanente del big bang.

Pero al mismo tiempo tenemos movimiento­s que se oponen a la vacunación; que es algo así como oponerse a la Tabla Periódica de los Elementos. Uno piensa en el pobre Edward Jenner, que invirtió años de lucha para que la sociedad inglesa aceptara un descubrimi­ento que en el porvenir salvaría miles de millones de vidas, y de pronto, de nuevo, como en un déjà-vu trágico, regresan enfermedad­es que hace rato habíamos doblegado. Y hasta el mejor pintado mira cada tanto, aunque sea por el rabillo del ojo, lo que le anticipa hoy su horóscopo.

El problema es que al mundo no le importan tus creencias. Por eso la ciencia no cree, sino que comprueba y duda. Tropieza a menudo o toma una foto sesgada; nadie lo expresó mejor que el gran niels bohr: “Es un error pensar que la tarea de la física es descubrir cómo es la naturaleza. La física se ocupa de lo que podemos decir acerca de la naturaleza”. (Entiendo que las itálicas son suyas.) Esta humildad está ausente del pensamient­o mágico, que no admite disenso, ni mucho menos las sutilezas epistemoló­gicas que bohr debatía con Einstein. Además, de momento, las ecuaciones funcionan, y eso es lo que vale.

De todos los sofismas, el más aberrante sostiene que nuestros jóvenes son los que se resisten a explorar la abrumadora complejida­d del universo. no es cierto. Le dedico la primera media hora de un taller que dicto en la universida­d a hablar de biología, astronomía, física y otras disciplina­s de ese tipo. Lo llamo, un poco en broma, un poco en serio, el capítulo cultural de la asignatura. El otro día ocurrió algo esclareced­or. Anuncié que, como me tenía que ir antes, pasábamos directamen­te a los ejercicios. hice un silencio, mientras borraba el pizarrón, y entonces un alumno levantó la mano y dijo:

–Profe, ¿en serio hoy no hay capítulo cultural?

Así que todas esas cuestiones –que se tienen por áridas o aburridas– los habían cautivado. Sonriendo, antes de darme vuelta y preguntarl­es de qué les gustaría hablar ese día, pensé: “Por fortuna, seguimos siendo una especie que se deslumbra”.

Basta asomarse una vez a la complejida­d del cosmos para que se encienda ese faro llamado curiosidad

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