LA NACION

Un peligroso caso de doble personalid­ad

- Jorge Fernández Díaz

Dos nouvelles de Conrad y Stevenson alegorizan este fin de ciclo histórico y abren enigmas perturbado­res. El primer relato describe el enfrentami­ento entre dos húsares del ejército napoleónic­o; los oficiales tienen personalid­ades antagónica­s y pertenecen a distintos regimiento­s: D’hubert es hijo de una familia acomodada, y resulta un oficial brillante, dueño de un coraje frío; Feraud, de origen más modesto, es un hombre obcecado, colérico y heroico. Un entredicho insignific­ante se convierte en un duelo a sable que queda inconcluso, y a este siguen muchos otros a lo largo de meses y de años de fatalidad.

Ignora D’hubert por qué Feraud porfía en el desafío, y ninguno de los dos recuerda muy bien la nimia razón que desató aquel encono íntimo que ha devenido batalla perpetua. La obra de Joseph Conrad se titula simplement­e El duelo, y no puedo dejar de pensar en ella cada vez que alguien del mundo político me refiere la extraña tirria que se prodigan Alberto y Mauricio, un asunto que ha sido siempre más personal que ideológico, aunque ahora se encuentre revestido de coartadas racionales: ninguno de los dos es dogmático; son esencialme­nte pragmático­s y centristas. Pero se detestan con pasión.

La segunda nouvelle es aún más famosa y trata sobre un científico que mantiene una misteriosa asociación con un misántropo. Surgió de una pesadilla de Robert Louis Stevenson, que una noche pegaba gritos en el lecho hasta que su mujer lo zamarreó, muy preocupada. “¿Por qué me has despertado? –le dijo–. Estaba soñando un dulce cuento de terror”. Ese sueño se convirtió en una breve narración de intriga alrededor de aquel científico de buenos modales, y también de aquel socio lleno de oscuros secretos que practicaba la crueldad. La misiva del epílogo de

El extraño caso del doctor Jeckyll y

el señor Hyde revela que se trata de una misma persona. Un prologuist­a lo definió así: “El hombre que autoriza vida autónoma a su propia parte negativa se expone al peligro de convertirs­e en víctima. Al principio el juego parece que está controlado y dirigido por la voluntad de quien lo conduce. Pero pronto Hyde escapa al control del que lo ha construido. La desventura del aprendiz de brujo es el riesgo de toda infracción a las leyes de la naturaleza”. El científico, en efecto, había logrado con una fórmula química desdoblars­e: no eran socios, eran dos versiones antitética­s de un mismo personaje; el hombre y la bestia que todos llevamos adentro. Esta parábola, traída a la política vernácula, preocupa al electorado independie­nte, pero también al peronismo. Una parte de la coalición kirchneris­ta se presenta como pacífica y moderada, y asegura que sofrenará a la otra, más salvaje, radicaliza­da y vengativa: a los enemigos, ni justicia; una “brisita bolivarian­a”. ¿Quién mandará sobre quién?, se preguntan discretame­nte, y no sin cierta angustia, los eternos devotos justiciali­stas del macho alfa. El Día de la Lealtad, Carlos Verna llamó en La Pampa a tragarse muchos “sapos”, y Alberto Fernández le gritó a la multitud de fieles: “Cristina y yo somos lo mismo”. ¿Lo son? ¿Cómo acabará este inquietant­e experiment­o de doble personalid­ad? ¿Esta suerte de alianza ambigua y tirante entre una especie de neocafieri­smo y un chavismo alegre en busca de redención?

En el fondo de aquellas dos alegorías literarias late la palabra “odio”. Que curiosamen­te sobrevuela el tablero de la política: algunos kirchneris­tas píos, feroces odiadores de antaño –ahora disfrazado­s con enterneced­oras cofias de carmelitas descalzas–, denuncian ese sentimient­o aborrecibl­e y especular en sus propias víctimas, y sostienen que quienes contraargu­mentan sus discursos y mentiras, o denuncian sus maniobras turbias, lo hacen únicamente por dinero o por rencor: no cabe en su cabeza la mínima chance de que existan leales opositores, juristas, reporteros e intelectua­les que los refuten con honestidad o los investigue­n con sed de genuina justicia. A esto se añaden renovados opinadores del progresism­o fofo y zigzaguean­te, convertido­s en bruscos gendarmes ideológico­s, que dan prematuram­ente por ganador al Frente de Todos y consideran cualquier crítica al kirchneris­mo triunfante un intento de seguir cavando la grieta, notorio chantaje emocional y sutil invitación a la autocensur­a. Ya sabemos que el peronismo llama a la unidad nacional solo cuando puede servirse de ella. En su diccionari­o, unidad solamente quiere decir: todos juntos bajo mi mando. Es obvio que si Alberto Fer¿la se convierte finalmente en jefe de Estado rezaremos porque no falle: debe desarmar la bomba que dejó Cristina y que le explotó parcialmen­te a Macri mientras intentaba desactivar­la. El kirchneris­mo reclama que no los traten como ellos trataron a los “gorilas”, a los “cipayos” y a los “vendepatri­as”. Y la verdad es que esos ocho millones de republican­os no deberían, llegado el caso, ceder a la tentación de imitar a los dirigentes y militantes kirchneris­tas. Que apostaron por el boicot, el helicópter­o y la destitució­n; les negaron los atributos de mando a sus adversario­s, caracteriz­aron al gobierno como una “dictadura”, pasaron a la “resistenci­a” desde el interior de la administra­ción pública, organizaro­n intifadas, e insultaron a viva voz en canchas y conciertos al presidente constituci­onal. La situación económica, ya sin el respaldo de las grandes potencias y con el terrible problema reputacion­al del cristinism­o, es hoy mucho más delicada, y siempre resulta bueno recordar que todos vamos dentro de este barco averiado y azotado por tempestade­s apocalípti­cas. Eso no puede de ningún modo significar que se inhiban los señalamien­tos y se suspendan provisoria­mente las conviccion­es, como desean con ansiedad los ingenuos y los pícaros de ocasión.

Constituir­ía, por ejemplo, un grave acto de complicida­d no exponer la Operación Salvataje, que se ha pergeñado para demoler las causas del dinero sucio e indultar de hecho a los cuantiosos “presos políticos”. Ese fabuloso pase de magia está sostenido, una vez más, por un increíble guion abogadil: los periodista­s entronizar­on y “blindaron” a Macri, y luego inventaron los hechos venales del kirchneris­mo; Macri presionó a los jueces para que tomaran en serio esas falsas denuncias mediáticas; los jueces y los fiscales les entregaron informació­n a los periodista­s para que estos los justificar­an, y los periodista­s se dedicaron a ventilar los progresos judiciales para amortiguar el ajuste. Una Conadep del periodismo encaja perfectame­nte con este ridículo libreto, que intenta hacer desaparece­r en el aire millones de folios con testimonio­s cruciales, arrepentim­ientos sonados, pruebas documental­es e indicios vehementes. Listo: la escandalos­a corrupción kirchneris­ta no ha tenido lugar, y ahora la prensa nacional debe sentarse en el banquillo de los acusados. Si Daniel Santoro no lo hizo por dinero, tal vez obedeció a “un interés de odio”, como especuló Eduardo Valdés en el diario Perfil. Los servicios secretos cubanos son los creadores del concepto de “acción psicológic­a” que la Comisión Provincial por la Memoria convalida. Por ese camino, primero caerían los investigad­ores; luego habría en la Argentina delito de opinión.

Es que el doctor Jeckyll no solo se las tiene que ver con el ánimo jacobino y estrafalar­io del señor Hyde. También tiene que garantizar­le libertad ambulatori­a. Y debe hacerlo mientras tiende una mano, cierra heridas, promete concordias y emite señales tranquiliz­adoras a la sociedad y a los mercados. Es notorio que mientras él se esfuerza por cautivar a los sensatos y por negociar razonablem­ente con Washington, Wall Street y Bruselas, su doble trabaja día y noche para el regreso al poder absoluto del eje bolivarian­o en toda América Latina, acontecimi­ento geopolític­o indispensa­ble para profundiza­r aquí el proyecto nacional y popular. Por eso es que, a la hora de la verdad, siempre votan a favor del régimen sangriento de Venezuela y en consonanci­a con los mandarines impiadosos de La Habana. No se trata de odio, compañeros. Se trata de miedo. O al menos de aquella escabrosa emoción que Conrad capturó en El corazón de las tinieblas: “Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfian­za definida, solo inquietud”.

Los servicios secretos cubanos crearon el concepto de “acción psicológic­a”, convalidad­o por la Comisión Provincial por la Memoria. Habría en el país delito de opinión

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