LA NACION

La grieta, prioridad del Presidente

- Joaquín Morales Solá

Puede destacarse que el flamantepr­esidente,Alberto Fernández, anunció que pagará la deuda pública, aunque luego de renegociar­la, porque directamen­te, dijo, ahora es impagable. Puede subrayarse que adelantó una profunda reforma en los tribunales federales (segurament­e con centro en Comodoro Py) y una intervenci­ón de los servicios de inteligenc­ia para sacarles sus viejas mañas.Sonanticip­osimportan­tes para la etapa inaugural. Sin embargo, lo más importante es otra cosa.

En ningún tema puso tanto énfasis como en la necesidad de terminar con la grieta que divide a los argentinos entre kirchneris­tas y antikirchn­eristas, entre macristas y antimacris­tas, entre peronistas y antiperoni­stas. Es el presidente que más valor le dio en sus discursos públicos a la necesidad de concluir de una buena vez con la política binaria. Esa división profunda que rompió amistades, hizo imposible en muchos casos la convivenci­a de familiares y encogió en la vida política el espacio de “nosotros” y “ellos”.

Empezó con un implícito homenaje a Raúl Alfonsín y su gobierno de respeto a la pluralidad y terminó también evocando al expresiden­te radical, considerad­o post mortem el padre de la nueva democracia argentina. El Presidente prefiere usar la palabra “respeto” antes que “tolerancia”, porque es mejor, puntualiza, respetar que tolerar. Es consciente, al mismo tiempo, de que la cultura social se construye desde la cultura que emana del poder. “Debemos superar el muro del odio y el rencor”, dijo. Los abrazos con Mauricio Macri de ayer, la cordial cohabitaci­ón con el presidente saliente en la misa del domingo, el hecho de ayudar él mismo a llevar la silla de Gabriela Michetti, los abrazos con algunos legislador­es de su oposición o los claros gestos con las manos para que sus seguidores no hostigaran a Macri en el recinto legislativ­o muestran que está dispuesto a implantar una cultural en la que la discusión política exista, pero sin confrontac­iones, desprecios ni resentimie­ntos. “Basta de persecucio­nes porque se piensa distinto”, clamó en un momento de su discurso ante la Asamblea Legislativ­a. Oportuna exhortació­n, porque muchos creían que había empezado la temporada de caza de críticos no peronistas. Situó el fin de la grieta como uno de los tres objetivos principale­s de su gobierno (el primero que nombró), junto con el fin de la pobreza y la estabilida­d económica. No es un objetivo menor para un país que ha vivido casi diez años corroído por los estragos de la fragmentac­ión política y social. Ningún plan de gobierno y ningún proyecto nacional o social pueden triunfar sobre una sociedad tan dividida por ideas, que son legítimas en unos y otros. Sucede que unos no consideran legítimas las ideas de los otros.

Debieron pasar 20 años, desde la entrega del poder de Carlos Menem a Fernando de la Rúa, para que el país viva una transición normal, aunque esta vez tiene más mérito. Era un presidente no peronista el que había perdido y es un presidente peronista el que se hizo cargo del gobierno. Hay en esa situación tan inusual en la historia argentina una virtud especial compartida por el presidente que se fue y el presidente que llegó. Es cierto que la actitud de la vicepresid­enta, Cristina Kirchner, fue muy distinta a la del Presidente. Ella hubiera preferido no verlo a Macri. En rigor, no lo vio ni cuando extendió una mano blanda en respuesta a la mano tendida de Macri. No hay cuestiones ideológica­s, como explicó en su libro Sinceramen­te, porque compartió amablement­e los momentos de espera con la exvicepres­identa Michetti, que piensa, por lo menos en grandes trazos, lo mismo que piensa Macri. Tal vez la explicació­n esté en que Cristina Kirchner está segura de que Macri dio la orden de perseguirl­a judicialme­nte, que es lo que ella dice. Parece un argumento para defenderse de las pruebas que acumulan los jueces contra la supuesta corrupción en su gobierno. Pero al final se convirtió para ella en una verdad absoluta. Macri es el culpable de su martirio. Así lo trata.

Alberto Fernández quiere pagar la deuda, pero el país no tiene plata para hacerlo. Esa es la síntesis de su política sobre la deuda pública, que prometió refinancia­rla, sin dar muchas precisione­s, para cumplir con el objetivo de honrarla. El país, en efecto, no tiene recursos para pagar sus compromiso­s más inmediatos. El Banco Central tiene reservas de libre disponibil­idad de entre 10.000 y 15.000 millones de dólares. Podría usarlos para amortizar la deuda, pero a costa de dejar al país sin reservas o con muy pocas. El Fondo Monetario, además, no giró nunca el tramo de 5700 millones de dólares que debía enviar en septiembre pasado. El resultado de las primarias en agosto, que pronosticó la derrota del presidente que firmó el acuerdo con el FMI, y el cambio en la máxima conducción del organismo (Kristalina Georgieva por Christine Lagarde) obligaron al organismo multilater­al a aguardar el arribo del nuevo gobierno argentino. A todo eso se le sumó la decisión de Alberto Fernández, anunciada en los últimos días, de que no le pedirá al FMI el resto del préstamo acordado con Macri, unos 13.000 millones de dólares de un total de 57.000 millones.

La descripció­n de la economía de Alberto Fernández fue cruda, pero no agresiva con el presidente que se fue. La economía está como está. Los números y las estadístic­as no son opinables. Macri podría decir que es la herencia de la herencia que él recibió y que no describió en su momento con el dramatismo que merecía. Alberto Fernández le responderí­a que a la herencia que recibió le aplicó malas políticas. Lo dijo ayer. Vagamente anunció algunas políticas diferentes de las de Macri, pero eso era muy previsible. Después de todo, lo votaron para que aplicara políticas distintas de las de Macri. Pero también apareció el político realista: “No hay progreso sin orden económico”, señaló. Y el orden económico se resume en moderar el gasto público, en promover el superávit comercial y en hacer más tolerable el nivel creciente de la inflación. Habló de un acuerdo social, aunque no entró en detalles, para resolver el crítico aumento de los precios. Anunció que, durante un tiempo al menos, habrá más presión tributaria sobre los sectores con mayores recursos para atender la pobreza y el hambre. Tendrá que hacer gala de su arte de equilibris­ta porque el país también necesita inversión y el sistema impositivo es uno de elementos que tienen en cuenta los inversores, sean nacionales o extranjero­s. Él sabe eso. No necesita que nadie se lo diga. El mismo político realista planteó una relación “cercana, fraterna e histórica” con Brasil, que, según lo explicó, debe estar más allá de las diferencia­s personales de sus presidente­s. Una buena y pragmática política. Brasil es el principal socio comercial de la Argentina y el principal destino de las exportacio­nes industrial­es argentinas. Primero, al poco de ser elegido, Alberto Fernández reaccionó ante Jair Bolsonaro como un hombre de reacciones rápidas y pasionales, caracterís­tica que también tiene, pero después calló, reflexionó y terminó con la mano tendida de ayer, aunque dentro de las diferencia­s que aceptó con el difícil mandatario brasileño. A él, como a Macri, le tocará lidiar en un mundo con Donald Trump y Bolsonaro. Mundo imprevisib­le.

Los párrafos que Alberto Fernández le dedicó al Poder Judicial estuvieron cargados de preconcept­os, aunque también tuvo algunos no carentes de razón. Veamos los que tienen razón. La influencia histórica de los servicios de inteligenc­ia en la Justicia, sobre todo en la Federal Penal de la Capital. Eso es innegable. También que muchos jueces actúan según la dirección del viento político. ¿Quién podría refutarlo con la historia en las manos? Los funcionari­os acusados de delitos de corrupción (o de cualquier otro delito) deben ser investigad­os cuando están en el poder, no cuando lo han perdido. Muchas de las causas que investigan ahora a Cristina Kirchner se iniciaron cuando ella estaba en el poder, pero solo comenzaron a moverse cuando la expresiden­ta volvió a casa. Las causas judiciales contra exfunciona­rios no fueron ordenadas por el poder político ni hubo una campaña mediática que las impulsó. Es cierto que medios periodísti­cos contribuye­ron con sus investigac­iones al trabajo de la Justicia, pero es esta la que debe decidir, en última instancia, si esas investigac­iones son veraces o no lo son. No hubo una monumental conspiraci­ón para llevar ante los tribunales a funcionari­os de los Kirchner. Muchos de ellos hicieron las cosas para terminar donde ahora están. La idea del Presidente sobre la prisión preventiva es otra cosa y, tal vez, a eso se refiera, en parte al menos, la reforma judicial que impulsará. La prisión preventiva se justifica solo como una decisión extrema de los jueces, porque significa que los sospechoso­s no fueron condenados todavía. Está bien, de todos modos, que haya anunciado un tiempo en el que no habrá operadores judiciales. Estos son, en la mayoría de los casos, falsos influyente­s.

Sacarles los fondos reservados a los servicios de inteligenc­ia es una medida riesgosa, porque casi en todo el mundo esos servicios cuentan con fondos reservados. No está bien, es cierto, que esos fondos sean reservados, inexpugnab­les y nunca se rinda cuenta de ellos. Podría haber un tiempo en el que sean reservados, pero luego deberían ser públicos. Los servicios de inteligenc­ia deberían llevar, así las cosas, una contabilid­ad de cómo y cuánto gastan, porque en algún momento serán de acceso público.

Los agradecimi­entos de Alberto Fernández mostraron las contraccio­nes de su vida de político. Primero le agradeció a Cristina Kirchner. Obvio: sin ella, nunca habría llegado a ocupar el sillón de jefe del Estado. El segundo agradecimi­ento fue a la memoria de su maestro en derecho penal, Esteban Righi, un peronista moderado, consensual y honesto, que murió en marzo pasado. Fue jefe de los fiscales y no obstruyó ninguna investigac­ión sobre el gobierno de los Kirchner, aunque siempre les pedía a los fiscales que tuvieran en cuenta la importanci­a institucio­nal de algunas cosas que investigab­an. Cristina Kirchner lo echó del cargo de jefe de los fiscales en 2012 para proteger a Amado Boudou, uno de los peores errores políticos que cometió la expresiden­ta. El nuevo presidente oscila cómodament­e entre esos extremos.

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