LA NACION

La paradoja de la etapa que empieza

- Carlos Pagni

“Alberto presidente, Alberto presidente”, coreaba la barra, una y otra vez, durante la sesión parlamenta­ria de asunción de Alberto Fernández. Con Cristina Kirchner en el centro de la escena, el cántico no era una constataci­ón. Era un desafío. Fernández le respondió con su discurso. Los argumentos y los objetivos expuestos en esa presentaci­ón inaugural iban más allá de la retórica. Pretendier­on indicar que estaba asumiendo, al fin, la jefatura del Estado.

Allí se desplegaro­n las zonas de acuerdo y de tensión con su vice, que lo llevó a la presidenci­a.

Las palabras de Fernández se ordenaron en tres ejes. Un llamado a la reconcilia­ción nacional. Un programa de reparación socioeconó­mica. Y una propuesta de regeneraci­ón institucio­nal. Es curioso: la filiación de todo el planteo fue de un alfonsinis­mo explícito. El nuevo presidente abrió y cerró su disertació­n evocando al líder radical, cuya administra­ción integró desde un cargo subalterno del Ministerio de Economía.

Lula da Silva asumió la presidenci­a de Brasil con un gesto simbólico: se quitó de la solapa el escudo del PT. Fernández, en cambio, cantó la marcha peronista. Se dejó llevar. Ese inicio terminó desentonan­do con lo que predicó. Llamó a “superar los muros emocionale­s” porque “apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo”. Y confesó: “Quiero ser capaz de corregir mis errores, en lugar de situarme en el pedestal de un iluminado”. Para cualquier votante despreveni­do de Cambiemos, estaba prometiend­o no parecerse a la mujer que tenía al lado, tratando de leer, de reojo, su mensaje. Fernández tendió un puente hacia quienes no lo eligieron. También un puente hacia sí mismo. O, por lo menos, al Fernández que fue durante los diez años en que censuró a Cristina Kirchner con las recriminac­iones canónicas de quienes rivalizaba­n con ella.

Este llamado al pluralismo expresa una intención. Pero también obedece a un incentivo. Fernández debe apostar al consenso, y no al conflicto, como usina de poder. Si consigue ser visto como lo presentó la locutora, “el presidente de la unidad de los argentinos”, se impondrá sobre quien, hasta ahora, fue su jefa. No enfrentánd­ola. Superándol­a. Es decir, disimulánd­ola en un entramado más extenso. Así como el neogradual­ismo de Fernández apuesta a disolver los desequilib­rios económicos mediante el crecimient­o del producto, necesita convertirs­e en una referencia nacional para que Cristina Kirchner quede reducida a su condición de parte. Esta opción por el gradualism­o político quedó cifrada en un episodio, al parecer, intrascend­ente. Él pudo saludar a Mauricio Macri. Su vice, no. Y, si lo hubiera hecho, habría pagado el precio del cinismo. Convertir a la señora de Kirchner en cabecilla de una facción es acaso la única forma que tiene Fernández de relativiza­r su autoridad. Nada que ella pueda reprochar: lo puso, con su dedo, para eso.

Esa apelación al entendimie­nto encarnó ayer en ademanes y proyectos específico­s. El nuevo presidente anunció la creación de un Consejo Económico y Social para el Desarrollo, pluriparti­dario y plurisecto­rial, que tendrá dependenci­a del Congreso. Ese organismo, que tiene un aire de familia con el Consejo para la Consolidac­ión de la Democracia de Alfonsín, está siendo diseñado por Gustavo Beliz y estaría a cargo de Roberto Lavagna.

La concordia se manifestó también en un desistimie­nto: Fernández promoverá un liberalism­o radical en materia de derechos civiles. Ayer explicitó esa agenda. Pero evitó incluir en ella la despenaliz­ación del aborto. Una retribució­n a los obispos que, el domingo, en Luján, se abstuviero­n de condenar la interrupci­ón del embarazo. Un intercambi­o de silencios negociado por el futuro secretario de

Culto, Guillermo Oliveri, con el episcopado.

Fernández se encargó de suavizar otros conflictos. Le arrancó un aplauso al general Hamilton Mourão, el vicepresid­ente de Brasil, cuando habló de elaborar una política común con ese país, más allá de las diferencia­s de los gobernante­s. La presencia de Mourão indicó que el entredicho con Jair Bolsonaro se suavizó en las últimas 48 horas. El presidente brasileño había decidido que lo representa­ría solo su embajador, Sergio Danese, en la ceremonia. Pero cambió de opinión, por consejo del presidente de los diputados, Rodrigo Maia, y de Mario Abdo Benítez, su colega paraguayo. Los diplomátic­os de Itamaraty festejarán también que el área de comercio exterior de la Cancillerí­a no estará a cargo de la severa Paula Español, con quien muchos de ellos se enfrentaro­n durante la gestión de Cristina Kirchner. Felipe Solá designaría allí a Jorge Neme, encargado de relaciones internacio­nales de Tucumán. Es una compensaci­ón de Fernández a Juan Manzur –que no pudo ubicar a Pablo Yedlin en Salud– y al empresario Gustavo Cinosi, sherpa de Neme en Washington DC. Como suele suceder con el entorno de Manzur, Neme llega con ruido judicial: lo investiga el juez federal Sebastián Ramos por presuntas irregulari­dades en licitacion­es de obras públicas, cometidas cuando dirigía un programa de regadíos provincial­es. ¿Otro caso de lawfare?

La propuesta de la reconcilia­ción choca con el principal argumento con el que Fernández justifica su presencia en el poder: la herencia recibida, que es el punto de partida de un plan de reparación social. El nuevo presidente describió ayer un país arrasado en materia de equidad. Un motivo de ruptura con Macri y su gobierno. Quizá también con su amigo Eduardo Duhalde, porque volvió a cometer la injusticia de comparar la situación actual con la del año 2003. A partir de ese diagnóstic­o, desarrolló varias propuestas. La más significat­iva es la creación de un sistema de créditos no bancarios. La iniciativa fue brumosa, pero se canalizarí­an a través de los movimiento­s sociales. Aquí está la verdadera innovación: Fernández se propone institucio­nalizar a esas organizaci­ones. También aquí responde a un incentivo.

A diferencia de los “piqueteros”, los sindicalis­tas tendrán que esperar definicion­es sobre su lugar en el tablero. Hasta ahora las ventajas son para “los Gordos”, aliados de Macri. Armando Cavalieri es el mejor amigo de Claudio Moroni, el ministro de Trabajo. Y Andrés Rodríguez ubicó a un empleado suyo, David Arruachán, como superinten­dente de Salud. Sebastián Bideberrip­e, el preferido de La Cámpora, será su vice. Para garantizar la paz gremial falta atar algunos cabos. El segundo escalón de Transporte sigue en disputa entre Hugo Moyano, que pretende a Guillermo López del Punta, y Sergio Massa, que pelea por Raúl Pérez. En esa área se distribuye­n caudales incalculab­les de subsidios. Del Punta y López compiten, como es lógico, para evitar cualquier derroche.

La financiaci­ón del programa de créditos baratos es una de las muchas incógnitas económicas que el nuevo presidente prometió despejar en los próximos días. Entre ellas está su reforma impositiva, destinada a que quienes llevan “una vida más placentera” contribuya­n a superar el hambre y la pobreza. El eslogan de esa redistribu­ción del ingreso fue “comenzar por los últimos para llegar a todos”. También aquí Fernández obedece a un incentivo. Los votos de su fórmula provienen, sobre todo, de “los últimos”.

El gran enigma siguió siendo la receta para abordar el problema de la deuda. Aunque Fernández ratificó una línea argumental que había expuesto anteayer: no están los dólares para pagar. Esta afirmación lleva a algunos expertos a suponer que el Presidente y Martín Guzmán, su ministro de Economía, analizan una cesación de pagos general, que los exima de pagar los compromiso­s inmediatos, previos a cualquier arreglo con el mercado. Esta posición no coincide con los escritos preliminar­es de Guzmán. En el peronismo se lo tiene como un heterodoxo moderado, sobre todo si se lo compara con Axel Kicillof. El jueves pasado, Juan Manuel Abal Medina recordó, con picardía, que Guzmán fue asesor suyo, y de Miguel Pichetto, en la polémica con el gobierno de Macri sobre el pago a los fondos buitres, que ambos sectores admitían.

El discurso de Fernández bordeó una épica al referirse a la reforma institucio­nal. Dos anuncios saludables, de primera magnitud. Se subsumirá el desprestig­iado fuero federal en una jurisdicci­ón más amplia, y los jueces perderán el control arbitrario de la instrucció­n. Y se intervendr­á la AFI para desgajarla entre distintos ministerio­s, con la eliminació­n de sus fondos reservados, que solventará­n el programa contra el hambre.

El nuevo presidente demostró entender que uno de los peores agravios que sufrió la democracia fundada por Alfonsín ha sido la transforma­ción de los servicios de inteligenc­ia en el verdadero Ministerio de Justicia. A eso le dijo un alfonsinia­no “nunca más”. No solo se trata de un gran propósito moral. También demuestra habilidad política: estas dos iniciativa­s correspond­ían a Macri, que en este campo innovó muchísimo menos que lo que le exigía su mandato electoral. De hecho, la supresión de la AFI fue una propuesta desoída de Jaime Durán Barba. Y la idea de disolver Comodoro Py fue un proyecto nonato de Germán Garavano. Macri confió la AFI a un broker de jugadores de fútbol y para relacionar­se con la Justicia se sirvió de un sinfín de operadores encabezado­s por el binguero Daniel Angelici.

Sin embargo, Fernández cometió ayer una injusticia. Pretendió identifica­r las miserias de un fuero federal sometido al espionaje solo con el gobierno de su antecesor. Él sabe bien que los pecados de Macri no fueron ni la sombra de la construcci­ón autoritari­a que generó en ese campo Néstor Kirchner. Fernández dijo, el viernes pasado, al designarlo funcionari­o, que Beliz dejó el gabinete de Kirchner “en circunstan­cias que prefiero olvidar”. Esas “circunstan­cias” fueron que el tenebroso Antonio Stiuso, denunciado por Beliz, pidió y consiguió su cabeza, en 2004. Y después lo persiguió desde las sombras hasta obligarlo a alejarse del país. Fernández sabe del uso que Kirchner hizo de ese cripto-Estado porque en agosto de 2009 debió denunciar que a él mismo le pinchaban los teléfonos para saber con quién se entrevista­ba. Ese sistema fue controlado por Stiuso, mientras Francisco Larcher, su jefe político, se enriquecía. Larcher ha sido, hasta hoy, el otro yo de Silvia Majdalani, a quien Macri confío, con Gustavo Arribas, el control de la Inteligenc­ia. Cristina Kirchner, junto a Oscar Parrilli, tuvieron el mérito de enfrentar ese sistema, que cobró vida propia, e intentó devorarla, después de la muerte de su esposo.

Sería lamentable que al circunscri­bir al gobierno de Macri vicios institucio­nales que germinaron con el menemismo, en los años 90, se pretenda construir una ficción, según la cual los innumerabl­es delitos cometidos por funcionari­os y empresario­s durante el kirchneris­mo sean presentado­s como un invento de los jueces y la prensa. Fernández propuso ayer transparen­tar, en una línea que inauguró Macri, la asignación de la obra pública. No pudo ir más allá. A buen entendedor… Sin embargo, él está condenado a una tensión. Es el verdadero problema con su vice. Para constituir­se como presidente en este clima histórico, debe ser el líder de la ética. Pero para evitar un problema con el kirchneris­mo, debe garantizar un monto de impunidad. Esta paradoja quedó ayer radicada en su discurso. Se insinuó como jefe. Pero no pudo pronunciar la palabra corrupción. •

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