LA NACION

El conflicto que viene no es ideológico

- Andrés Malamud.

El mapa de una Argentina dividida entre Peronia y Chetoslova­quia es ingenioso y mentiroso a la vez. Es cierto que Córdoba es muy macrista y Formosa muy kirchneris­ta, pero en la mayoría del país las dos hinchadas coexisten. Las últimas elecciones fueron las más nacionaliz­adas desde los años 80: los resultados de cada partido fueron homogéneos en todo el territorio. El Frente de Todos metió legislador­es en todos los distritos; Juntos por el Cambio, en casi todos; Consenso Federal, en casi ninguno. La grieta unificó al país.

La grieta también unificó a los partidos. Cuando una competenci­a es pareja, el que se divide pierde. La creación de Cambiemos fue la respuesta inteligent­e ante la fortaleza kirchneris­ta; la unidad del peronismo fue la respuesta inteligent­e ante la fortaleza cambiemita. Los aciertos del rival nos fuerzan a ser mejores. El renacido bipartidis­mo argentino es producto de las PASO y del aprendizaj­e democrátic­o, no de la casualidad.

Pero el bipartidis­mo vive en el electorado, no en la dirigencia. Ante el ciudadano se presentan dos boletas, pero esas boletas agrupan partidos o facciones muy diversas. El Frente de Todos junta al mundo del salario, representa­do por los sindicatos, con el mundo del subsidio, representa­do por las organizaci­ones sociales. Juntos por el Cambio amontona a quienes rechazan al peronismo por su componente autoritari­o con quienes lo rechazan por su componente popular. La estabilida­d de cada alianza dependerá de la habilidad propia y de la sobreviven­cia ajena.

A nivel institucio­nal, todo presidente enfrenta cuatro potenciale­s conflictos: con el vicepresid­ente, con el Congreso, con la Corte y con los gobernador­es. En la Argentina las miradas están puestas en el primer foco, lo que el politólogo Luis Tonelli definió jocosament­e como hiperv ice presidenci­alismo. El concepto hace referencia al peso electoral de Cristina y a su control sobre el Congreso. Pero sin quererlo, también ridiculiza la noción de hiper presidenci­alismo. De hecho, los presidente­s argentinos solo son poderosos cuando lideran su partido o controlan el Congreso; en caso contrario son De la Rúa.

Los voceros de la república, que aborrecían al Congreso como escribanía del Ejecutivo, temen ahora que el Ejecutivo se convierta en escribanía del Congreso. Es más probable que se implemente una división del trabajo. La Corte tampoco debería ser, en el corto plazo, un obstáculo: son pocos y se conocen mucho. Con uno de los supremos Fernández hasta compartió Gabinete. El punto frágil de las relaciones institucio­nales será entonces con las provincias, porque la manta fiscal es siempre corta. El Presidente, que no es un líder carismátic­o sino un negociador, podrá adoptar una estrategia bífida: una para los gobernador­es del interior, otra para la provincia de Buenos Aires.

Con el interior practicará lo que en relaciones internacio­nales se llama “juego de doble nivel”: un diplomátic­o negocia con otro ofreciendo las menores concesione­s posibles, porque de lo contrario no lograría la ratificaci­ón doméstica. Así, su debilidad juega a su favor. Fernández, que había prometido gobernar con los líderes provincial­es pero no les convidó ni un vaso de agua, podrá decirles: “Yo quiero darte, Cristina no me deja”. Policía bueno, policía malo: gran fórmula para el ajuste. Pero con Kicillof, el protegido del policía malo, esta táctica no es aplicable.

Las relaciones del gobierno federal con la provincia de Buenos Aires fueron históricam­ente conflictiv­as. Hasta 1880, cada elección presidenci­al implicaba un levantamie­nto bonaerense. El problema se resolvió descabezan­do la provincia y desterrand­o a su gobernador: La Plata fue Siberia. El mismísimo “corazón de Perón”, Domingo Mercante, fue obligado a renunciar a la reelección y luego expulsado del partido en 1953.

Alfonsín aprovechó su amistad con Alejandro Armendáriz para reducirle la coparticip­ación, y lo mismo hizo Macri con Vidal. Y así como Menem boicoteó a Duhalde, Cristina humilló a Scioli. El gobernador siempre pierde, pero a veces la provincia se venga: Alfonsín y De la Rúa cayeron cuando La Plata se les puso en contra.

Todo candidato presidenci­al tiene incentivos para priorizar a Buenos Aires, porque alberga al 37% del electorado. Pero todo presidente tiene incentivos para relegarla, porque solo controla el 27% de los diputados y el 4% del Senado. Imprescind­ible en la campaña y dispensabl­e en el gobierno, la provincia está condenada al abandono federal: recibe por coparticip­ación la mitad de lo que le correspond­ería por población, producto bruto o necesidade­s básicas insatisfec­has. Compárese con provincias normales como Córdoba o Mendoza, donde la identidad colectiva convive con una percepción de progreso más allá de los gobiernos. En Buenos Aires, todos los indicadore­s empeoran desde la recuperaci­ón democrátic­a.

El problema no se limita al conurbano. La Plata constituye un monumento a la decadencia, y Mar del Plata no sabe vivir sin déficit fiscal o emergencia social. La Legislatur­a provincial es, al decir de Carlos Pagni, “el lugar más opaco de la institucio­nalidad de La Plata después de la policía bonaerense”. Pero el Poder Judicial no le va en zaga, combinando opacidad con ineficienc­ia. La dirigencia política bonaerense es precámbric­a y no tiene incentivos para cambiar. La prueba es el gabinete de Kicillof, un rejunte de jóvenes allegados con los elementos más retardatar­ios del kirchneris­mo. La innovación, modernidad y audacia que asoman tímidament­e en el gabinete de Fernández no se replican en La Plata.

Una provincia degradada y diseñada para no funcionar se cierne sobre el Presidente. Todos los gobernador­es pensaron que conseguirí­an domarla y todos fracasaron. No será la lucha ideológica, sino la ciénaga bonaerense la que podrá hundir a la fórmula presidenci­al.

Politólogo, Universida­d de Lisboa

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