LA NACION

Cristina sí que conoce el protocolo del desprecio

- Carlos M. Reymundo Roberts

No hay nada que hacerle: Cristina sigue trabajando para quedar en la historia. En realidad, ya ha hecho muchísimos méritos, pero ella, por las dudas, insiste. El martes pasado, durante su alegato en el juicio oral, escribió un florido capítulo. Sentadita y golpeando el escritorio, o paradita y amenazando a grito pelado a los jueces, completó lo que un viejo periodista de este diario llamaba “la encicloped­ia del error: de la A a la Z, todo mal”.

Ayer volvió a la faena. Vi varias veces la escena en que le da la espalda a Macri cuando este, todavía en funciones, todavía presidente, llegaba a la Asamblea Legislativ­a en la que se iba a hacer el traspaso del mando. E inmediatam­ente después, cuando le estira fríamente la mano sin mirarlo. La vi varias veces porque confiaba en que, en la repetición, el VAR iba a demostrar que no había sido penal. Pero sí, fue penalazo. Burdo, grotesco. Penal de tarjeta roja.

Es cierto que el contexto tampoco la ayudó. La locutora oficial no la ayudó. Dijo: “Los argentinos recibimos al presidente saliente de la Nación, el ingeniero Mauricio Macri”. ¿Los argentinos? ¿Qué argentinos? Lean los labios de Cristina: “¿Quién le manda a esta ignota y desvergonz­ada parlanchin­a a llamarnos a recibir a Macri, eh? No la quiero ni un día más. ¡Échenla!”

Tampoco la ayudó Alberto, que se confundió en un estrecho abrazo con Macri. Alberto se confundió, habrá pensado ella: a los enemigos, al neoliberal, al ajustador, al que nos hizo perseguir por sus jueces, al que me ganó varias elecciones seguidas, ni justicia.

Tampoco la ayudó la ovación de la Asamblea Legislativ­a (el primero en aplaudir el ingreso de Macri, ostensible­mente, fue Alberto), que saludaba ese abrazo como lo que era: un momento histórico. Emocionant­e, incluso. Al menos por un instante, y perdón por la cursilería, esos dos hombres, tan distintos, tan opuestos, que no se quieren nada, fueron uno. Por un instante, entre ellos no hubo grieta.

Sigamos mirando lo de ayer en el recinto de la Cámara de Diputados con los ojos de Cristina. ¿Alberto aplaudiend­o y abrazando a Macri? Un horror. ¿El Congreso de pie para saludar ese encuentro? Un espanto. ¿Macri poniéndole la banda a Alberto? ¿Ella allí, dibujada, en segundo plano, siendo testigo, a centímetro­s, de demostraci­ones que le revolvían las entrañas? Imperdonab­le. El demonio, todos los demonios, no podrían hacerlo mejor.

Por suerte, estaba ella para poner las cosas en su lugar. Ella sí que conoce el protocolo del desprecio. Cuando entre Macri, me daré vuelta, le daré la espalda. Cuando todos aplaudan, me abanicaré. Cuando me tienda la mano, le negaré la mirada. Me lo sacaré de encima. Durante la entrega de la banda y el bastón, que quería hacer yo, pondré mi peor cara de traste.

A Cristina le gusta hablar hasta por los codos, también con los gestos. Lo gestual ha sido y sigue siendo fundamenta­l en su lenguaje de poder. Es una forma de expresión tan nítida como sus palabras. Su gesto supremo fue, el 10 de diciembre de 2015, no entregarle a Macri los atributos del mando. Nada la explica mejor. Otro gesto extraordin­aria mente simbólico fue anunciar ella que Alberto era el candidato a presidente. Otro, hacerlo ir a Alberto a su casa para discutir –perdón, señora, no sé si discutir es el verbo más apropiado– la conformaci­ón del gabinete. Fijó sede. Y Alberto cede, acaso porque no tiene más remedio.

Toda su carrera, su vida, está llena de actuacione­s, de puestas en escena. Ya drama, ya comedia, necesita crear el marco adecuado, siempre de la mano del histrionis­mo. ¿La vieron ayer, relojeando, espiando el texto que leía Alberto? Lo hizo todo el tiempo, de forma explícita y sostenida. No me caben dudas de que con esa tortícolis algo nos quería decir, o algo le quería mostrar a Alberto, pero no sé bien qué es. Desecho que la explicació­n venga por el lado de la curiosidad: no creo que se haya enterado ahí del contenido del discurso. ¿Corroborab­a que se habían introducid­o cambios que ella había ordenado? ¿Estaba incómoda en ese segundo plano y recontrain­cómoda por no ser la que hablaba, y de alguna forma tenía que hacer sentir su presencia, su vigilancia? Quizá lo sepamos en algún momento. O quizá no. La cristinolo­gía deriva, a veces, hacia las penumbras de una ciencia oculta.

Para su tropa, para sus leales, el repertorio más cruel de Cristina hacia Macri es bienvenido y festejado. Cuanto más desagradab­le y menos republican­a se muestre, mejor. Pero la vicepresid­enta tiene un problema. Alberto prometió ayer, con la fuerza de un juramento, de viva voz, respetar al otro, proteger al que piensa distinto, y llamó a la unidad de todos los argentinos, a superar la fractura que vive el país.

Pobre Cristina, haber tenido que escuchar eso desde tan cerca.

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