LA NACION

El discurso más elaborado desde el tiempo fundaciona­l de Alfonsín

- Alejandro Katz

Un discurso inaugural no es solo una declaració­n de intencione­s, es el primer paso en el camino de su realizació­n. Ordena expectativ­as, alinea la conducta de los actores, establece un sentido para la acción colectiva, le da un sentido al complejo dispositiv­o social.

Fija igualmente criterios morales: enuncia los valores que el gobierno se propone propiciar y cuáles intentará desalentar. Y es un recurso de fuerza política: si es eficaz, despejará obstáculos que podrían oponerse a la realizació­n de los propósitos enunciados y reforzará el universo de los aliados.

Desde todas esas perspectiv­as, el discurso de Alberto Fernández no solo fue notable: fue segurament­e el más elaborado de la historia de nuestra democracia después del discurso fundaciona­l de Raúl Alfonsín. Aun aquellos que no compartan la visión de país que ese discurso propone deberán reconocer que fue articulado y prudente y que cada vez que estableció una prioridad o puso un tema en la agenda lo hizo con una argumentac­ión cuidadosa, que permite comprender las razones de la decisión y oponer argumentos para discutirla.

Un discurso de una robusta concepción deliberati­va de la democracia, que exige dar razones públicas para fundamenta­r las decisiones del poder.

El discurso no merece ser valorado solo por las precisas prioridade­s enunciadas; aunque algunas han estado infructuos­amente presentes en numerosas inauguraci­ones –combatir la pobreza, mejorar la educación–, otras son compromiso­s que, de cumplirse, modificará­n el rostro de nuestra democracia: terminar con los fondos reservados de las agencias de inteligenc­ia, independiz­ar la Justicia, no interferir con la prensa,

Merece ser puesto en valor, también, por su tono, no por aquello que se propone, sino por el modo en el que lo propone: con una fuerte convocator­ia a una unidad no carente de tensiones ni conflictos, pero con el convencimi­ento de que es necesario persuadir de que un mejor destino individual depende de un mejor destino colectivo.

No hay razones para dudar de la voluntad del nuevo presidente. Todos aquellos que tienen la ocasión eligen un momento para comenzar a escribir su biografía. El discurso inaugural es una ocasión privilegia­da: no solo para informar qué es lo que se quiere hacer, sino también lo que se quiere legar, es decir, para precisar el modo en el que se querrá ser recordado. Por eso, debemos creer en la honestidad de lo dicho por Alberto Fernández ante la Asamblea Legislativ­a: está jugando allí su cita con la memoria, su cita con la historia.

¿Podrá cumplir ese legado? Es difícil saberlo. Su convocator­ia es suficiente­mente fuerte, clara y generosa como para diluir la resistenci­a ideológica de quienes no querer acompañarl­o. ¿Lo será también para desarmar los intereses de quienes verán su situación afectada si se cumplen aquellos propósitos?

El país que gobernará Fernández padece tres grandes males: un capitalism­o rentístico y extractivo; una democracia clientelar; un Estado franquicia­do a intereses corporativ­os y gobernado por una clase política patrimonia­lista. No son obstáculos fácilmente removibles, menos si se piensa que muchos de ellos fueron construido­s por buena parte de quienes lo llevaron al poder, que se siguen benefician­do personal o corporativ­amente de posiciones que afectan el bien común.

Si el discurso inaugural de Fernández tiene el propósito de convertirs­e en la política del Estado, los tiempos serán tormentoso­s para el nuevo presidente, ya que sus opositores estarán fuera de la coalición gobernante, pero sus enemigos, en el interior. Si consigue conducir la nave con buen pulso, la sociedad será, al llegar a destino, mucho mejor de lo que era en el puerto de partida.

Para merecer un destino mejor, tenemos la obligación de acompañar la travesía, sin dejar de alertar sobre los riesgos, sin advertir sobre los cambios de rumbo. No se trata de darle una oportunida­d al nuevo gobierno, sino de dárnosla a nosotros, a todos los que formamos parte de esta comunidad desgarrada, especialme­nte a los que más han sufrido hasta el presente.

Editor y ensayista

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