LA NACION

Una sucesión signada por la prudencia y la providenci­a papal

- Liliana De Riz Doctora en Sociología e investigad­ora superior del Conicet

Asistimos a un nuevo ciclo presidenci­al con la novedad de una sucesión signada por la prudencia, aupados todos por la Iglesia y la divina providenci­a papal. Un presidente llegó manejando su auto y una vicepresid­enta ingresó al Congreso Nacional toda de blanco, abrazada por multitudes.

Alberto Fernández conoce bien el poder de los símbolos y los manejó con inteligenc­ia. Construyó su autoridad como dirigente moderado y moderador que propone la unidad a partir del abandono del rencor, el respecto a los disensos y el diálogo.

Pidió la moderación de los dirigentes y la moderación de las expectativ­as de los ciudadanos, a los que les recordó que estos son tiempos difíciles en el mundo y que la herencia recibida recorta su margen de acción para reparar las heridas infligidas por el gobierno que se va. Quiere frenar la catástrofe social heredada y comenzar con los últimos para llegar a los otros.

Raúl Alfonsín es su vara. Como él, se propone mostrar que con la democracia se come, se educa y se cura. El Presidente reafirmó su firme decisión de defender la depodrían mocracia y el bienestar social al unísono, y de hacerlo a partir de un nuevo contrato con la ciudadanía, que asegure la transparen­cia en la asignación de la obra pública, la independen­cia de la Justicia y una integració­n inteligent­e al mundo.

El contrato fraterno y solidario que propuso no deja claro cómo se habrá de instrument­ar: ¿cuál será la estrategia de la deuda y el programa fiscal que la sustentará?; ¿cómo las medidas para paliar a los desprotegi­dos sostendrán una reactivaci­ón virtuosa?

Las incógnitas mayores quedan sin respuesta; solo se afirma la voluntad de ser mejores de lo que fueron, de abrir una nueva etapa histórica –como lo hizo Alfonsín en 1983– que dé respuesta a los desafíos irresuelto­s y privilegie a los marginados.

El nuevo gobierno deberá negociar la deuda, recrear la moneda, atraer la inversión para apuntalar un crecimient­o sostenido, atender la pobreza extrema, mejorar la calidad de los servicios básicos, combatir la corrupción, organizar un Estado limpio y eficaz sin los “sótanos” ocultos del espionaje, restaurar la credibilid­ad del Poder Judicial y garantizar la libertad de expresión.

Todo esto con la urgencia de tiempos en los que el fantasma de la protesta social ronda el mundo y asuela a países vecinos. Sus metas nos dicen que vuelven para ser mejores de lo que fueron, pero no despejan las incógnitas de cómo lograrán serlo: acaso es dependient­e una Justicia que juzga a los funcionari­os que regresaron al poder y no lo será la que juzgue a los funcionari­os que lo dejan. ¿Cómo gobernará el Presidente con un Congreso Nacional en el que la vicepresid­enta despliega un poder inédito? Acaso son lo mismo Alberto y Cristina. ¿Qué nos depara este gobierno bicéfalo plagado de buenas intencione­s? ¿Podrá el Presidente enhebrar los consensos para llevar adelante las políticas que nos saquen de esta profunda crisis económica y consoliden el clima de convivenci­a en paz, decencia y democracia?

Nunca hubo un poder de control ciudadano como el que ahora se ejerce a través de las redes. Nunca un presidente fue consagrado por un margen tan estrecho con su competidor principal. Nunca, “el nunca más” a la corrupción, la dependenci­a política de jueces y la pobreza escandalos­a, fue clamor de tantos argentinos. Esta es la esperanza que se sostiene en el compromiso de todos los ciudadanos y en la inteligenc­ia de un presidente que sepa interpreta­r los desafíos internos y externos que el país enfrenta y enhebrar acuerdos con una oposición responsabl­e.

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