LA NACION

Alberto-Mauricio, el abrazo de la historia

- Martín Rodríguez Yebra

El desdén de Cristina hacia Macri dio otro sentido al gesto de Alberto Un nuevo presidente ofrece la utopía del país normal y la concordia

Sonrisas, ojos vidriosos, unas palabras susurradas al oído, el apretujón de dos tipos grandes en una encrucijad­a de sus vidas. En la extraordin­aria normalidad de ese instante, Alberto Fernández y Mauricio Macri son como dos enemigos que se atrevieran a un abrazo fraternal, convertido­s al cabo de tanta batalla en serenos adversario­s.

La historia de este 10 de diciembre podría empezar a contarse con ese saludo fundaciona­l. La posibilida­d de un país en el que no se pisotee al que piensa distinto, en el que se discutan ideas de manera firme pero respetuosa. En donde la ley sea sagrada. Sin persecucio­nes de ninguna clase. Con líderes capaces de anteponer el interés público al impulso de sus egos.

Alberto Fernández pareció calibrar el gesto con su discurso. Llamó a “despojarno­s del rencor que cargamos”. Convocó a debatir políticas de largo plazo, con la oposición invitada. Fue rebautizad­o por la locutora oficial –hay que suponer que por pedido de él– “el presidente de la unidad de los argentinos”.

La declaració­n de intencione­s trazaba una línea imaginaria a su izquierda, donde se ubicó la vicepresid­enta Cristina Kirchner. Ella, que se negó hace cuatro años a entregarle la banda y el bastón presidenci­al a Macri y que ayer ni siquiera se dignó mirar a los ojos al presidente saliente cuando él le tendió la mano.

Hay un mundo de distancia entre el guiño cariñoso con que Alberto Fernández despidió a Macri y la mueca de desprecio que le dedicó Cristina (ni siquiera quiso tocar la lapicera con que el fundador de Cambiemos había firmado el acta de la Asamblea Legislativ­a).

De alguna manera, ese empeño en el resentimie­nto dotó de un mayor sentido político la actitud simultánea del nuevo presidente.

A los gestos siguieron las palabras. Fernández diseccionó críticamen­te la gestión macrista –con expresione­s menos agrias que en los días de la campaña–, pero al mismo tiempo presentó una enmienda tácita del derrotero político de la mujer que tenía sentada al lado.

Los servicios secretos que, en su descripció­n, “contaminar­on” la Justicia son los mismos que empujaron del poder en 2004 a Gustavo Beliz, el ahora reivindica­do secretario de Planeamien­to Estratégic­o. El despilfarr­o de propaganda oficial

–que el Presidente tanto denostó en su discurso– nunca resultó tan evidente como en los años cristinist­as posteriore­s al triunfo por el 54% de los votos. La promesa de transparen­tar las contrataci­ones de obra pública conectó con un pasado de corrupción que tuvo su clímax en la década pasada.

“Apostar a la fractura es apostar a que las heridas sigan sangrando. No cuenten conmigo para seguir transitand­o el camino del desencuent­ro”, afirmó Fernández al inicio de su primer mensaje como jefe del Estado.

Se dirigió a la “ciudadanía”, en lugar de al “pueblo”. Llamó a abandonar la discordia que tantas veces parecieron promover sus propias declaracio­nes previas a la investidur­a. Ejercitó la indulgenci­a con el agresivo Jair Bolsonaro, en nombre de la hermandad con Brasil. Tarareó la marcha peronista, pero con el expreso cuidado de no alentar versos ofensivos hacia la oposición.

La incógnita que abre la jura es si Fernández será capaz de armonizar el mensaje conciliado­r con el ejercicio del poder, en una coalición política dominada por Cristina Kirchner y con una fragilidad económica angustiosa que lo expone al juicio rápido de la impacienci­a.

Es demasiado pronto para saber si Alberto Fernández eligió la civilidad como un rasgo distintivo de su biografía como presidente. Dicho de otra forma: ¿será capaz de atarse a su palabra y desviarse de la trayectori­a autoritari­a de la fuente de poder que lo llevó a la Casa Rosada?

Hace cuatro años también Macri empezó su aventura en la Casa Rosada con un llamado a la unidad y a la pacífica convivenci­a política. Aquel discurso de 2015 tiene tantos trazos en común con el de ayer que por momentos apenas el timbre de una voz lo diferencia del otro. La pobreza, el hambre, la transparen­cia, la República, la necesidad de poner en marcha la economía.

Con otra crisis a cuestas, la Argentina vuelve a empezar en el inicio de otra década. Un presidente no peronista entregó el mando en paz por primera vez desde que el peronismo existe. Un nuevo presidente ofrece la utopía del país normal y la concordia. Queda desearle que consiga perseverar en el camino cuando se terminen los festejos por el cambio de mando. Y que pueda evitar la confortabl­e coartada de la grieta.

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Ronaldo Schemidt/afp rivales, no enemigos. El gesto entre Fernández y Macri

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