LA NACION

Lejos del hogar y sin saber cómo volver: la angustia en primera persona

- Alejandro Horvat

“Coronaviru­s, coronaviru­s”. Se invocaba a la enfermedad con tonada brasileña, argentina o en inglés. “Sí, tengo tos, pero no tengo ningún otro síntoma”, le decía con un nudo en la garganta un argentino al otro, mientras todos caminábamo­s por Ilha Grande, en Brasil, una isla de 4000 habitantes. En medio de una naturaleza asombrosa, con morros que desbordan vegetación y playas con aguas traslúcida­s, solo se hablaba de una cosa: el Covid-19.

En la isla, que vive del turismo, aún no se registró ningún caso de contagio. Los isleños ya no nos querían ahí. Si la enfermedad llegara a entrar, decían, el sistema sanitario local no podría responder. El paraíso se volvería desastre.

Entonces, decidieron cerrar la isla. Ya no podía entrar nadie sin residencia en Ilha Grande. Lugareños cerraron el puerto de Conceição de Jacareí, uno de los dos puntos desde donde salen y llegan los barcos. El otro es en Angra Dos Reis. En Conceição habían puesto chapas bloqueando la bajada al mar. Yo estaba con dos amigos, aún nos quedaban algunos días de unas vacaciones que empezaron cuando la historia sobre el virus era otra.

En la isla, me imagino que también alrededor del mundo, toser y estornudar eran casi dos insultos. El lugar quedó desierto. Nosotros decidimos irnos, primero, porque nos parecía responsabl­e hacerlo y, segundo, porque, nos íbamos a quedar varados en la isla. Eso sentíamos. Nuestro regreso tenía fecha para el domingo 22 de marzo.

En ese momento llegó el mail de Aerolíneas Argentinas: nuestro vuelo se había cancelado y no habría más servicios desde el 20 de marzo hasta el 10 de abril.

Los isleños nos decían “váyanse, váyanse”, mientras caminábamo­s con las valijas. De repente, nosotros éramos potenciale­s portadores de un virus amenazante. Todos estábamos preocupado­s por si nos alcanzaría el dinero y por las consecuenc­ias en nuestros trabajos y en nuestras familias.

Nadie nos respondió telefónica­mente en el consulado argentino en Río de Janeiro. Llenamos un formulario con la certeza de que tampoco serviría. Aerolíneas Argentinas había dispuesto un WhatsApp y un 0800 para los argentinos varados. ¿Respuestas? Ninguna.

El miércoles pasado, con una lancha privada, volvimos al continente y de ahí fuimos en un auto particular hasta el aeropuerto de Río de Janeiro. Durante el viaje de tres horas llegaba informació­n de todo tipo. Que era imposible volver, que Aerolíneas iba a poner varios ómnibus y que íbamos a tener que afrontar un viaje por tierra, de horas interminab­les y a través de rutas inseguras. La angustia crecía. Afloraban ya las discusione­s.

En el aeropuerto había una fila de varios metros. Todos eran argentinos. Nos llevó varias horas llegar al mostrador en el que atendía una sola persona. Ahí surgió la informació­n de que iban a poner vuelos de emergencia. Eso nos dio cierta esperanza, aunque seguíamos sin entender por qué Aerolíneas nos había cancelado el vuelo. El Gobierno ya había suspendido los vuelos de aerolíneas privadas y el efecto embudo empeoró.

Esa misma noche nos asignaron un vuelo de emergencia para el sábado, gracias a que los pasajeros que habían sacado boletos por Aerolíneas Argentinas teníamos prioridad. Así, alquilamos un departamen­to en Río por dos noches.

A las pocas horas tuvimos que volver al aeropuerto porque corrió la versión de que iban a cerrar las fronteras. Entre los disturbios, una mujer se desmayó y un hombre fue detenido, en medio del “caldo de cultivo” tras varias horas en el mismo lugar y con cientos de personas.

Finalmente pudimos regresar. Una tripulació­n voluntaria nos repatrió. Casi todos con barbijo. La gente no quería ni rozarse. Todo lo que se solía hacer con las manos descubiert­as, como abrir una puerta, se hacía con pañuelos o toallas de papel.

En el asiento había un formulario del Ministerio de Salud. Nos consultaba­n si tuvimos síntomas y cuál era nuestro asiento por si alguien llegara a presentar síntomas en los próximos días, entre otras preguntas. Al bajar, igual que al subir, nos tomaron la temperatur­a.

Al llegar a Ezeiza tuvimos dos opciones: tomar un taxi o un colectivo del Ministerio de Transporte. Elegimos la primera y pagamos $2300 para ir a tres direccione­s. Ahora tenemos que afrontar la cuarentena obligatori­a y pienso en los miles de argentinos que siguen varados.

El mundo cambió. Salir a caminar, volver a casa o ver a la familia ya no es tan fácil como creíamos.

“Los isleños nos decían ‘váyanse’ y caminábamo­s con las valijas”

“Estábamos preocupado­s por si nos alcanzaría el dinero”

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Gentileza El comandante Miret (derecha) y su copiloto Cristian Fernández

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