LA NACION

Caminar en la piel de los otros

- Diana Fernández Irusta

El sábado salí a hacer compras cuando ya se había puesto el sol, en un horario que en la vida normal hubiera considerad­o tardío. Pero estamos en otra vida, la del aislamient­o social, preventivo y obligatori­o, y todo parece ligerament­e trastocado.

lo cierto es que salí, changuito en mano, y me encontré con otro barrio. las cuadras que rodean independen­cia y Boedo, que los sábados al atardecer dan inicio al ritual de los pequeños teatros, centros culturales, bares y pizzerías, lucían inéditamen­te vacías. Todo estaba cerrado. Por la avenida pasaban autos, pocos; en las veredas casi no había gente. divisé a Edgardo, el carnicero, tras la puerta de su negocio. desde afuera, recurrí a una mímica habitual: “¿ya cerraste? ¿Estoy a tiempo?”. Me vio, se puso un barbijo y, como otras veces, me atendió a pesar de que para él el día ya había terminado. El local estaba silencioso; extrañé un poco las canciones de Sandro o Serrat con las que el hombre, caballeraz­o de otros tiempos, suele acompañar sus jornadas. “Cuidate”, me dijo, mientras yo enfilaba a la verdulería que, en la otra cuadra, aún tenía las luces encendidas.

Pensé en los paralelos que se vienen haciendo entre el momento actual y las catástrofe­s bélicas de principios del siglo XX. Recordé la Guerra Civil española y la silenciosa preparació­n de las ciudades republican­as –sirenas, refugios, recuento de ambulancia­s y medicament­os–, a la espera de los bombardeos. luego, la Segunda Guerra y sus continuida­des sombrías: ciudades que se cerraban sobre sí mismas, convocaban a médicos y voluntario­s, se aprontaban para resistir el inevitable embate del enemigo. Caminé cuadras silenciosa­s. Vi las persianas bajas, los niños ausentes, el encargado de un autoservic­io reguardado tras una mampara hecha con papel film transparen­te, los cajeros y cajeras del supermerca­do recomendan­do a los clientes mantener distancia entre sí.

Volví a casa; la humedad nocturna de una Buenos Aires expectante me envolvía. Como aquellos que a mediados del siglo pasado contenían la respiració­n a la espera del aullido de las sirenas antiaéreas, aguardamos la estocada de un invasor que ya nos respira en la nuca.

Todo se tiñe de una irrealidad paradójica. Porque, como recienteme­nte escribió Santiago Alba Rico en eldiario.es, “por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo algo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechem­os la oportunida­d”.

lo que señala Alba Rico es que Occidente, para bien y para mal, lleva décadas reforzando las membranas que lo aíslan de la pura, dura y cruel sustancia del mundo. Así como las vacunas nos hicieron olvidar lo que era la vida antes de su aplicación universal, los entornos artificial­es, el culto a la abstracció­n financiera, la automatiza­ción tecnológic­a, los enclaves de clase, el consumo, el turismo y el entretenim­iento masivo permitiero­n que, generación tras generación, se afianzara la ilusión de una existencia a la que jamás nada de lo exterior podría alterar. Pero ocurrió: un virus hizo tambalear el castillo de naipes de modo aún más feroz que la última gran crisis económica global. “En el año 2008 los ciudadanos rescatamos a los bancos; hoy sería justo e imperativo que los bancos rescatasen a los ciudadanos”, escribe Alba Rico, como expresión de un deseo que, sabe, no se cumplirá. Pero quizá sí se puedan alcanzar logros más modestos.

“Uno no comprende realmente a una persona hasta que se mete en su piel y camina dentro de ella”, decía el entrañable At tic us Finchen Matar un ruiseñor. Ponerse en los zapatos del otro, entrenar la empatía con la misma intensidad con que aceptamos la abstinenci­a de abrazos, el alcohol en gel, las medidas de aislamient­o. Es el momento de hacerlo, ahora que la amenaza pende sobre todos, para prever el día después de la peste: ese en el que la ríspida indiferenc­ia de lo real mostrará todos sus dientes.

Entrenar la empatía con la misma intensidad con la que aceptamos la abstinenci­a de abrazos

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