LA NACION

Solo otra hermosa mañana de otoño

- Ariel Torres

Es como mínimo una lección de humildad. La pandemia, digo. El sábado (¿o fue el domingo?) me senté a observar el mundo ahí afuera. Era el mismo de siempre, siempre cambiante. Pero entonces noté algo más. Serían las siete y media de la mañana. El volátil alboroto era el usual, lo mismo que el aire sanador, fresco y diáfano. Pero ahí estaba. Un detalle tan sutil que se me escapaba de los dedos como el agua o como las horas. Las mismas gallaretas escandalos­as; los horneros, que no se sabe si son valerosos o solo estridente­s; las garzas y los biguás; las golondrina­s viajeras y las calandrias confianzud­as. Los rapaces. Las abejas en las lavandas. Mis romeros en flor. Un cielo sin mácula. Vamos, me retracté, es solo otra hermosa mañana en el umbral del otoño.

Pero no. Había algo más. El barrio, mayormente respetuoso (siempre hay un papanatas) del distanciam­iento social, era como un fantasma de pie ante el abismo. Ausente. Esa es la palabra. En la mañana límpida de marzo, estábamos ausentes y el mundo no nos prestaba atención. Un momento. Nunca nos había prestado atención. Tras una vida entera de observar y proteger la naturaleza, caí en la cuenta de que solo somos importante­s para esa angosta clase de seres a los que llamamos mascotas. En medio de la insólita quietud del barrio, intranquil­o y confinado, el planeta seguía con sus afanes como si nada.

No todos aprueban mis hábitos para con nuestros hermanos más pequeños. Pero en mis dominios se respeta la vida a cualquier costo, excepto la seguridad propia y solo en casos extremos. Somos afortunado­s en esta zona del país. Casi nada es de verdad peligroso aquí. Así que, en mi jardín, aves, arañas, hormigas, abejas y las arquitectó­nicas avispas pueden fundar sus nidos sin que nadie se horrorice y sin que nadie, válgame Dios, salga a arrasar sus ciudades translúcid­as y laberíntic­as.

Recuerdo una época en la que, a un costado de la casa, las avispas habían construido un gordo rascacielo­s de 30 centímetro­s de ancho, allá en lo alto, sujeto a la rama de una tuya. No pocas personas se pasmaron al verlo, imponente e indescifra­ble. Un conocido me sugirió diversos métodos para deshacerme de la amenaza. A lo que respondí:

–¿Cuál sería la amenaza? Está apartado, y son avispas, no abejas africaniza­das.

–bueno, pero mirá el tamaño de ese nido. ¡En tu jardín!

–¿De qué se alimentan las avispas? –quise saber.

–Ay, no sé.

–No se alimentan de personas. –Ah, vos estás totalmente loco. ¿Y si te pican?

–No soy alérgico, pero, además, ¿por qué me van a picar? –pregunté, mientras me paraba debajo del panal. A las (supuestame­nte letales) avispas les importó un bledo mi presencia y siguieron en lo suyo.

Me encanta sermonear, lo confieso, así que le expliqué que las avispas no son diferentes de las personas.

Mientras no interfiera­s con sus intereses, es muy improbable que se pongan agresivas. Replicó entonces de la forma previsible. Que qué ganaba con tener semejante nido de avispas en mi jardín. Le respondí: –No siempre se gana en esta vida. Íntimament­e, sentía que debía decirle que ganaba en diversidad, en salud ambiental. Tal vez, en karma. Que todo vuelve. Pero preferí abstenerme. No supe por qué.

De vuelta a esa mañana de marzo, declarado obligatori­o el distanciam­iento preventivo, mientras observaba el entorno plácido e impasible, se me dio por pensar que solamente nosotros sabemos que el tiempo en esta tierra es limitado. Y a la vez somos los que menos reverencia­mos la vida. La nuestra, la de los otros, la de todo lo que existe. Entendí por qué ese día, parado debajo del panal, me había callado la boca. Porque ni yo mismo podía explicarme la razón por la que dejaba en paz a esas avispas. Ahora, con la civilizaci­ón asustada y expectante, podía verlo con claridad. Había sido, simplement­e, por respeto.

Somos afortunado­s en esta zona del país. Casi nada de lo que nos rodea es de verdad peligroso

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