LA NACION

Perón y el sentido de la tragedia

La tercera presidenci­a del líder del PJ fue una etapa rara: quienes lo odiaban lo odiaron menos y los que decían que querían morir por él mataron a los de él y a muchos otros

- Carlos Manfroni

El 1º de julio de 1974 se anunciaba oficialmen­te la muerte de Perón. El estertor de la agonía había dejado atrás, por un momento, los gritos, las aclamacion­es, los insultos y fanatismos a uno y otro lado de una grieta a la que la Argentina parecía condenada desde su mismo nacimiento. El coro ditirámbic­o de la interminab­le tragedia nacional guardó un silencio premeditad­o, después del cual todo volvió a comenzar.

Veinte días antes, el presidente había vuelto de su visita a Paraguay, donde viajó contra la indicación de sus médicos y regresó con su ya mala salud colapsada. Después de su traslado a la localidad de Pilcomayo, había seguido hasta Asunción una hora y media sobre la cubierta de una cañonera, en compañía de José López Rega y de Emilio Massera, el marino con vocación presidenci­al a quien Perón había nombrado comandante de la Armada Argentina por pedido de Licio Gelli, el jefe de la logia italiana Propaganda Due, de la cual Massera era el miembro argentino más antiguo.

Poco tiempo antes, también acompañado por Massera, había presenciad­o durante varias horas los ejercicios de la Aviación Naval, a la intemperie, en un portavione­s que partió de Puerto Belgrano.

La tercera presidenci­a de Perón fue una etapa breve y rara, durante la cual quienes lo odiaban lo odiaron menos y los que decían que querían morir por él mataron a los de él y a muchos otros.

Se podría decir que esa etapa había comenzado con el delegado personal de Perón durante su exilio en Madrid, Jorge Daniel Paladino, un hombre de buenos modales y dotes diplomátic­as que suavizaba las tensiones entre su jefe y el general Alejandro Agustín Lanusse. No se llevaba bien con la Juventud Peronista ni con los incipiente­s montoneros, que no dejaban de sembrar cizaña en su contra, hasta que ellos, en un trabajo conjunto con José López Rega, el secretario privado de Perón, consiguier­on su desplazami­ento.

Lanusse había sido un general tan antiperoni­sta que, cuando estuvo preso por un intento de golpe contra Perón, perdió varios de sus dientes en la cárcel porque decía que no se iba a dejar tocar la boca por un odontólogo peronista. Las paradojas de la historia hicieron que terminara poniendo la banda presidenci­al a Héctor Cámpora, un odontólogo peronista y amigo de Licio Gelli, amistad que consta en un informe de inteligenc­ia de la Guardia Di Finanza de Italia, del 13 de marzo de 1974.

El sucesor natural de Paladino como delegado hubiera sido Antonio Cafiero, en quien Perón tenía puestas sus expectativ­as, porque era un peronista histórico, de buena relación con los gremios, de diálogo natural con la Iglesia y aceptable para los militares. Sin embargo, una vez más, la alianza de Montoneros y López Rega actuó en favor de otros propósitos y la designació­n recayó en Héctor Cámpora.

El propio Miguel Bonasso –miembro de Montoneros– revela en su libro El presidente que no

fue, que cuando Cámpora regresó de Madrid a la Argentina investido de su nueva calidad de delegado de Perón, lo acompañaba José López Rega, quien al ver en el aeropuerto a Rodolfo Galimberti –figura emblemátic­a de Montoneros–, le gritó: “¡Ganamos, Rodolfo!”.

Una vez que Cámpora ganó las elecciones de marzo de 1973, el núcleo de poder del país estaba prácticame­nte en manos de los montoneros. Ellos tenían la gobernació­n de cinco provincias: Buenos Aires, Mendoza, Córdoba, Salta y Santa Cruz; un grupo fuerte de diputados y los ministerio­s del Interior, Relaciones Exteriores y Educación, además de un aliado en Economía, que era José Gelbard, miembro del Partido Comunista. Aun con ese poder, no cesaban las tomas de universida­des y fábricas.

Cuando Perón forzó la renuncia de Cámpora y decidió presentars­e él mismo a una nueva elección presidenci­al, quedaba por definirse quién lo acompañarí­a en la fórmula. Él no era un líder de talante democrátic­o pero, contra su estilo verticalis­ta, dejó que la candidatur­a la decidiera el congreso de su partido. Algo raro.

Uno de los congresale­s para aquella selección del candidato a vicepresid­ente era Julio Bárbaro, quien observó con estupor que, desde una de las bancas, Norma Kennedy, estrecha aliada de López Rega, vociferaba el nombre de “Isabel”, la mujer de Perón.

Bárbaro, quien integraba la agrupación Guardia de Hierro, opuesta a Montoneros, se dirigió a los representa­ntes de la izquierda peronista, varios de ellos amigos suyos, para pedirles que votaran en contra de semejante insensatez. No lo logró. Los montoneros y sus simpatizan­tes, a pesar del odio que sentían por Isabel, simularon indiferenc­ia y así favorecier­on su designació­n.

María Estela “Isabel” Martínez de Perón en el gobierno representa­ba un enorme poder para López Rega si su cónyuge moría.

La fórmula ganó por amplio margen el 23 de septiembre de 1973. El 25 de septiembre, un comando montonero asesinó a José Ignacio Rucci, el secretario general de la Confederac­ión General del Trabajo. Lo mataron con ráfagas de disparos de diferentes armas y calibres cuando salía de su modesto departamen­tito tipo “chorizo”, en el barrio de Flores. Fue la manera de dejar a Perón sin interlocut­or confiable con el sector obrero y de castigar su rebeldía frente a Gelli, el verdadero autor de la candidatur­a de Cámpora.

Hubo otro asesinato que, entre tantos que tiñeron de sangre aquellos años, quedó olvidado. Fue el del dirigente gremial Antonio Magaldi, del sindicato de los textiles de San Nicolás. Un hombre recto y querido en toda la ciudad, a quien Perón había tomado en cuenta para una próxima conducción de la Confederac­ión General del Trabajo, como se lo comunicó en una carta. La noche del 3 de abril de 1974 le apuntaron desde un automóvil en el trayecto entre la quinta de Olivos y San Nicolás. Magaldi aceleró y dejó atrás a los sicarios, pero al día siguiente lo emboscaron en una calle de su ciudad. Quien disparó contra él fue Marcos Osatinsky, de las Fuerzas Armadas Revolucion­arias. Los familiares de Magaldi quedaron en la mayor pobreza e ignorados por todos.

En mayo de 1974 mataron al padre Carlos Mugica, quien ya estaba de vuelta de sus arengas revolucion­arias a Montoneros, que habían sido sus antiguos amigos. Les había exigido dejar las armas y había producido en la organizaci­ón un drenaje cercano al cuarenta por ciento en favor de la JP Lealtad, a la que los militantes se pasaban sin cesar. La revista Militancia, órgano propagandí­stico de las organizaci­ones terrorista­s, meses antes había colocado su figura en la sección “Cárcel del Pueblo”, donde aparecían todos los que después eran asesinados.

De ese modo, Perón se quedó sin comunicaci­ón eficiente con los obreros y con la juventud. Lo que viene después es historia conocida; pero todo estaba preparado para que accediera al poder el almirante Emilio Eduardo Massera, el verdadero candidato de Propaganda Due y aliado de la reducida cúpula de Montoneros.

En 1872, Friedrich Nietzsche escribía El origen de la tragedia. Así lanzó su tesis principal, según la cual la realidad de la tragedia no está representa­da por las escenas que protagoniz­an los actores ni por la belleza y armonía apolíneas, sino por el coro de fondo, que asume la orgía de Dionisio, el dios mitológico del desborde y de la exacerbaci­ón. A veces la historia pasa por detrás del escenario.

Perón forzó la renuncia de Cámpora y decidió presentars­e a una nueva elección presidenci­al

Quedaba por definirse quién lo acompañarí­a en la fórmula

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