LA NACION

Un duro golpe al relato

- Héctor M. Guyot

Cuenta la leyenda que en una lejana región de Oriente había una aldea muy pobre cuya mayor riqueza era un anillo de oro. Nadie lo podía usar, pues era propiedad de todos. Una mañana, el cofre donde estaba guardado amaneció vacío. La certeza de que alguien se lo había llevado trastocó la vida del lugar. Todos se recelaban. Tiempo después, uno de los hombres fuertes de la aldea salió a la calle luciendo el anillo en el dedo índice de su mano derecha. Los aldeanos se horrorizar­on: ¡allí estaba el anillo robado! El hombre fue llevado ante un tribunal de notables, donde defendió su inocencia junto a los más caros abogados. Durante infinitas sesiones, en las que desfilaron decenas de testigos, el anillo seguía brillando en la mano del acusado. Los jueces, que demoraban el fallo, no se lo quitaron. Las pruebas para concluir que era fruto de un robo, decían, no eran suficiente­s. Esto provocó indignació­n: en esa mano, inconfundi­ble, estaba el anillo. ¿Qué más faltaba? ¿Qué importaba cómo había pasado del cofre a ese dedo? Los jueces no pensaban igual. Sin pruebas del robo, repetían, no había robo. Pero ¿a qué llamaban prueba, si había incluso confesione­s de algunos cómplices? Era tan obsceno ver al hombre exhibiendo el anillo en las calles de la aldea que muchos, para evitar ese dolor, dejaron de verlo. Los que no se resignaban acudieron al sabio de la comunidad en busca de consejo. El anciano vivía apartado, pero estaba al tanto de todo. “No robaron un anillo”, les dijo. Los aldeanos, que respetaban al viejo, pensaron que estaban a punto de perder la razón. “Es peor –siguió el sabio–. Robaron la palabra. Cortaron el lazo que la unía a la realidad. La verdad y la mentira son ahora lo mismo. Y eso es el fin de la aldea que conocimos”.

La vicepresid­enta no puede dejar atrás su pasado: el anillo siempre vuelve y resulta imposible de ocultar. Está a la vista de todos porque fue exhibido al calor de un sentimient­o de impunidad tan grande que solo es comparable en magnitud con la voracidad del matrimonio Kirchner y su círculo más cercano durante la década ganada. Sin embargo, hay mucho más de lo que ven los ojos y eso parece atraer a quienes buscan robar lo robado. El asesinato de Fabián Gutiérrez vuelve a poner en primer plano la corrupción del kirchneris­mo. Y marca otro capítulo en la historia de un botín que va sembrando tragedias.

Según la Justicia, el exsecretar­io de Cristina Kirchner le robó al Estado 1000 millones de pesos. Si un simple ayudante se quedó con eso, ¿cuánto suma el desfalco perpetrado con métodos industrial­es durante aquellos años? Parte de esa respuesta está en la Justicia y contra esa realidad insoportab­le se despliega el relato. Eso explica la atmósfera orwelliana que se respira por estos días en los que “la guerra es la paz”. Gracias al relato, el kirchneris­mo ha podido llevarse antes lo que ahora falta; y con el relato, espera ahora abolir el pasado para consagrar la impunidad. El daño mayor, hay que decirlo, no es lo que falta, sino la pulverizac­ión de la palabra que supone convertir la mentira en verdad.

La lógica del relato es simple: consiste en negar la realidad mediante la repetición constante de una falsedad y en proyectar en el adversario las faltas propias para erigirlo en la encarnació­n del mal. Es decir, en enemigo. Esto, desplegado con convicción y de modo sistemátic­o, da resultado. Más si la técnica se aplica sobre la llaga de un pasado plagado de divisiones. Y más aún si no existe una Justicia capaz de definir la verdad de los hechos sobre la base de prueba fehaciente y de sentencias firmes. Los reos no reciben condena y vuelven a su casa porque el kirchneris­mo ha conseguido inscribir la verdad dentro del campo de la retórica.

Así, el Gobierno le hace decir a un comunicado de Juntos por el Cambio lo que no dice, atribuyénd­ole las intencione­s que el kirchneris­mo tuvo y llevó adelante, cuando era oposición, ante la trágica muerte de Maldonado. Así, el Presidente trata a los opositores de “canallas y miserables” y su jefe de Gabinete los acusa de “sembrar el odio”, mensaje que todo el kirchneris­mo dispara a discreción. La palabra elegida no es casual: el odio, avivado a través de la palabra, es lo que Cristina Kirchner ha cultivado desde su primera presidenci­a para profundiza­r las divisiones de la sociedad argentina con el fin de concentrar poder.

El problema es que el asesinato de Gutiérrez vuelve a contradeci­r uno de los mayores logros del relato. ¿Cómo puede un exsecretar­io tener 36 propiedade­s y más de 30 autos de lujo, según consta en Tribunales? Eso dinamita la idea del kirchneris­mo como una expresión de izquierda que defiende a los desprotegi­dos. Daniel Muñoz, otro secretario, sumó propiedade­s por 75 millones de dólares. Báez posee el 10% de la provincia de Santa Cruz y una fortuna difícil de calcular. En las grandes celebracio­nes, los secretario­s y empleados comen y beben lo que queda del festín mayor. Por esto que todos saben volvieron a salir a la calle aquellos que no se resignan.

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