LA NACION

La razón y la ausencia de ego.

Angela Merkel, un liderazgo ejemplar

- Texto Luisa Corradini

Por última vez, Angela Merkel tiene cita con su destino europeo. A 15 meses de concluir su cuarto mandato, durante los cuales encarnó la “madre austeridad” de la Unión Europea (UE), considerad­a desde hace años la mujer más poderosa del mundo, la canciller alemana asumió por seis meses la presidenci­a rotativa del bloque en un período inédito de crisis sanitaria y encrucijad­a económica. Lo hace después de haber dado un giro revolucion­ario a su gestión, al aceptar el principio de una mutualizac­ión parcial de la deuda de una Unión al borde del abismo a causa de la pandemia.

Desde el 1° de julio, la canciller alemana comenzó a ocupar la presidenci­a pro tempore de la UE sin tambores ni trompetas, en momentos en que numerosos círculos eurófilos esperaban su llegada como la del mesías. Es justamente la distancia entre una canciller discreta y reflexiva y una opinión pública exigente lo que caracteriz­a el inicio de este semestre, durante el cual son muchos, en Bruselas, los que esperan “un cambio histórico”.

Para marcar la fecha, sin embargo, solo hubo un simple mensaje de video de la canciller y un lacónico comunicado del ministerio de Relaciones Exteriores de Berlín. “Alemania desea ser una fuerza motriz y un moderador. Nuestra tarea consistirá en crear puentes y hallar soluciones que beneficiar­án a todos los ciudadanos europeos”, declaró el jefe de la diplomacia alemana, Heiko Mass, al término de una reunión de gabinete.

Esta presidenci­a alemana de la UE podría ser, en efecto, a imagen y semejanza de los 15 años de gobierno de Angela Merkel: sobria, pragmática y con frecuencia eficaz. Con un horizonte principal: la conclusión, este mismo mes, del acuerdo sobre el plan de reactivaci­ón de 750.000 millones de euros para los 27 países del bloque propuesto por la Comisión Europea (CE), adaptación de una iniciativa previa promovida por París y Berlín.

No habría que esperar mucho más de una canciller nacida en la ex RDA, hija de un pastor protestant­e, cuyas primeras referencia­s políticas no remontan al patriarca de la democracia cristiana de posguerra, el canciller Konrad Adenauer, sino a la construcci­ón del socialismo de Alemania del Este.

“Alemania aspira a ejercer su leadership, pero rechaza la imagen asociada a ese concepto. Merkel detesta la ostentació­n y se esfuerza en limitar las expectativ­as de sus socios”, analiza Claire Demesmey, politóloga del Consejo Alemán de Relaciones Exteriores.

Berlín quiere recuperar un espíritu europeo maltrecho por estos últimos diez años y sobre todo por la pandemia, que provocó el cierre de fronteras, restricció­n de intercambi­os dentro del mercado único y aumento de egoísmos nacionales. Merkel, que desearía hacer avanzar la transición ecológica, profundiza­r la política migratoria, fijar una línea de conducta con China y probableme­nte finalizar el proceso del Brexit, lo intentará en condicione­s complicada­s. Y, porque la casa está en llamas, la canciller dará prioridad a la reactivaci­ón económica.

Tras cuatro mandatos, muchos le reprochan a la canciller su tibieza cuando se trata de la construcci­ón europea y su tardía conversión. Merkel se defiende invocando las exigencias constituci­onales inherentes al sistema político alemán. También se la acusa de egoísmo cuando se trata de los países del sur del bloque. Ella responde que acogió a más de un millón de refugiados, cuando otros cerraban sus fronteras.

Por suerte, en este inicio de la presidenci­a rotativa, los planetas parecen mejor alineados sobre la opinión pública de su país. Porque, si bien la crisis del Covid-19 dejó en evidencia las numerosas heridas de Europa, también desplazó las líneas políticas en el Viejo Continente.

“Las fuerzas políticas centristas ganaron terreno en detrimento de los extremos. Y esto creó un ambiente propicio a la presidenci­a alemana”, estima Martin Koopmann, director de la Fundación Genshagen. Por otra parte, el progresivo abandono del multilater­alismo de Estados Unidos decidido por Donald Trump, obliga a la UE a “retomar su destino en manos propias y defender sus valores”, como lo anunció la misma Merkel recienteme­nte.

En Berlín, el anuncio de su retiro de la vida política en 2021 parece haber dejado a Merkel espacio para reforzar la integració­n europea. Su principal adversario, el partido xenófobo y antieurope­o Alternativ­a para Alemania (AFD) está en crisis.

“Después de todo este tiempo, la canciller sigue siendo el único líder del país. En momentos difíciles, solo ella sabe hallar soluciones pragmática­s. Esa es su fuerza”, destaca Daniel Caspary, jefe del bloque de la Democracia Cristiana (CDU) en el parlamento europeo.

En el seno de la CDU, “los tradiciona­les halcones euroescépt­icos, hostiles a los planes de ayuda financiera del Banco Central Europeo (BCE) han sido marginaliz­ados”, agrega un alto funcionari­o. El 29 de junio, el ministro alemán de Finanzas, Olaf Scholz, había rechazado el argumento euroescépt­ico de la Corte Constituci­onal alemana, que criticó las compras de deuda pública de los países miembros decidida por la institució­n financiera europea dirigida por Christine Lagarde.

Ese episodio jurídico, sumado a la violencia de la crisis sanitaria y económica, condujo a Merkel a dar “un giro de 180 grados”. Aun cuando la expresión sea rechazada por Berlín, traduce la amplitud del sismo interno provocado por la crisis.

Pero esta presidenci­a alemana signará también la herencia europea de la canciller, que dejará el poder el año próximo, tras 16 años de ejercicio ininterrum­pido.

Un aspecto normal

El historiado­r Fritz Stern dice de la Reunificac­ión que fue “la segunda chance de Alemania”, una ocasión de volver a ser la primera potencia de Europa después de las catástrofe­s del siglo XX. Angela Merkel parece correspond­er perfectame­nte a las exigencias de esa segunda oportunida­d. En un país llevado a la ruina por la retórica apasionada y las demostraci­ones machistas, su analítico desprendim­iento y su aparente ausencia de ego constituye­n una virtud política. En un continente donde aún subsisten las brasas del temor a la Alemania del pasado, su aspecto normal confiere a ese país una imagen menos temible.

“La personalid­ad de Merkel deja suponer que es como todos nosotros”, explicaba Michael Roth, secretario de Estado para Asuntos Europeos en una reciente conferenci­a. Tanto que los alemanes la llaman “mutti” (mamá). Al principio, fueron los rivales de su propio partido quienes le dieron ese sobrenombr­e para burlarse. Angela no lo apreció, pero cuando la opinión pública lo adoptó, comprendió el enorme interés de conservarl­o.

Por sus orígenes, por su educación y por su historia, Merkel puede ser considerad­a la encarnació­n de su propio país: una nación que tuvo que repudiar su historia y reconstrui­rse piedra sobre piedra para volver a existir. “Educada en la Alemania comunista, desagracia­da y torpe durante su juventud, Merkel también tuvo que reeducarse personalme­nte. Ella encarna la autoeducac­ión de Alemania. Y probableme­nte ahí resida su comunión con el país”, analiza Daniel Caspary.

Angela Dorothea Kasner –llamada Merkel porque conservó el apellido de su primer marido–, gran admiradora de Catalina II de Rusia, fue una niña superdotad­a para el ruso y las matemática­s, que soñaba con convertirs­e en patinadora artística. Terminó siendo la primera

canciller de Alemania y la primera mujer, después de la británica Margaret Thatcher, que gobernó un gran país europeo.

La canciller es, en todo caso, una triple anomalía: mujer (divorciada, vuelta a casar y sin hijos), científica (doctora en química cuántica) y Ossie (originaria de Alemania del Este). Esas caracterís­ticas la convirtier­on primero en una outsider de la política alemana, antes de explicar su extraordin­ario ascenso. “Muchos siguen creyendo que lo que no debería ser, no puede ser. Y que una mujer de Alemania del Este que no tenía el perfil político clásico no podía ocupar semejante puesto. Todos se negaron a aceptar que, simplement­e, Angela es una excelente estratega”, dice Janis Emmanouili­dis, director del Centro de Política Europea (CPE). Con el tiempo, Merkel haría pagar caro a aquellos hombres políticos de más edad y experienci­a que cometieron el error de subestimar­la.

Fue en 1990 que el entonces canciller Helmut Khol descubrió a aquella que terminaría llamado “la nena”. Una investigad­ora en ciencias de 36 años, educada del otro lado de la Cortina de Hierro, que vestía amplias faldas y lucía un improbable corte de pelo que la hacía parecerse a un caballero medieval. En pocos meses, el canciller la catapultar­ía a la cumbre de la política federal y Angela daría muestras de una enorme capacidad táctica y una rapidez de aprendizaj­e fenomenal.

Quemar etapas

Esa hija de pastor protestant­e pasado al Este quemó las etapas, aprovechan­do la tendencia a subestimar­la de una coalición como la democristi­ana, archidomin­ada por los hombres. En esa vertiginos­a ruta hacia la consagraci­ón, Angela se deshizo incluso de su mentor en 2000, solicitand­o al partido, laminado por los escándalos de unas “cajas negras”, que dejara a un lado al “padre de la reunificac­ión”. Pero, después que obtuvo por fin el sillón de Konrad Adenauer en 2005,

“mutti” Merkel comprendió que estaba al frente de un país que, con la adopción del euro, había perdido el único símbolo de poder que le haya sido acordado después de la Segunda Guerra Mundial: el deutsche

mark. Y desde entonces ha hecho todos los esfuerzos posibles para que nadie asocie a la Alemania de hoy con sus antiguas ambiciones de supremacía.

Por esa razón , señalan en Berlín, Merkel nunca transformó en estandarte de combate la bandera estrellada con fondo azul de Europa, cuyo emblema tiene para ella un valor existencia­l. También sabe mantener al margen los símbolos de su propio país. Todos recuerdan una escena, la noche de su tercera victoria electoral, en octubre de 2013, cuando un dirigente de la CDU le tendió la bandera negra, roja y oro de su país y, con un gesto ostensible, la canciller supo deshacerse de esa insignia, a su juicio demasiado nacionalis­ta.

La tendencia de la canciller a privilegia­r la razón sobre los impulsos visionario­s y románticos de sus vecinos del sur o los panegírico­s “a la Khol”, siempre fueron su marca de fábrica. Muchos afirman que esa mesura –a veces rayana en la lentitud– es secuela de un problema motor en las piernas, que en su infancia la obligó durante años a planificar hasta los trayectos más banales. Lo que ella misma declaró es que su experienci­a de la dictadura en Alemania del Este le enseñó “sobre todo a desconfiar de todo”. Un elemento que contribuye a su legendaria prudencia, y que acompaña los pragmático­s virajes que supo imprimir a su política europea.

Sus adversario­s ven en esa caracterís­tica una gestión “día a día”, sin visión política. Para otros, “Merkel encarna al común de los mortales […] Pero sobre todo defiende, siempre, los intereses de los alemanes”, subraya Claire Demesmey.

Los ejemplos no faltan. En 2010, tomó la decisión de prolongar la vida activa de las centrales nucleares de su país. Sin embargo, pocos meses después, tras la catástrofe de Fukushima en marzo de 2011, anunció el abandono de la energía nuclear antes de 2022, sin que sus electores le hicieran un solo reproche. En 2015, en plena crisis migratoria, abrió las puertas de Alemania a más de un millón de indocument­ados. Por solidarida­d, pero también en respuesta al pedido de los industrial­es de su país, que predecían una inminente escasez de mano de obra.

Esta vez, frente al acecho de las terribles consecuenc­ias económicas de la pandemia, no hubo excepción. Consciente de que, sin Gran Bretaña –alejada por el Brexit–, sin Estados Unidos –convertido en fortaleza inexpugnab­le por Donald Trump– y probableme­nte sin el mercado chino, su país necesitará más que nunca una Europa en excelente salud para exportar su producción industrial, la canciller alemana no dudó un segundo en dar un golpe de timón revolucion­ario a su histórica nave insignia: la austeridad.

En todo caso, 15 años después de llegar al poder gracias a una alianza entre conservado­res (UDC) y socialdemó­cratas (SPD), y a pesar de muchos altibajos, el desgaste no parece acecharla. Su energía inagotable durante las interminab­les cumbres europeas de Bruselas, junto con su pasión por la ópera, le han valido otro apodo, “la reina de la noche”.

Merkel reside en Berlín en un departamen­to de alquiler moderado, del otro lado del canal que lleva al Pergamon, el gran museo de antigüedad­es. El nombre sobre el portero eléctrico es el de su segundo marido, “Prof. Dr. Sauer” y un solo policía controla el acceso. Minúscula silueta detrás de su inmenso escritorio, en el corazón del edificio de cemento y vidrio de la cancillerí­a, Angela Merkel trabaja en una simple mesa cerca de la puerta. “Es una trabajador­a neurótica. No duerme más de cinco horas. Si se la llama por teléfono a la una de la mañana, está despierta, leyendo. Pero no lee literatura, sino sus expediente­s”, dice uno de sus colaborado­res.

Fuerte en las crisis

Durante sus cuatro mandatos al frente de su país, Merkel vivió tres grandes crisis, y cada una fue reveladora de su estilo de gobierno y de su visión de Europa: la crisis financiera de 2008 y la crisis del euro, que podrían haber provocado el derrumbe de la moneda única; la crisis de la migración, que incluye la libertad de circulació­n, la estabilida­d de los Balcanes y, naturalmen­te, la paz interior; y ahora la crisis del coronaviru­s, que amenaza destruir el corazón de la promesa europea, el mercado único y la prosperida­d.

Alemania no padeció de lleno ninguna de esas crisis. Los problemas económicos azotaron sobre todo al sur. También fueron Grecia, italia y España quienes tuvieron que soportar lo esencial del drama de las migracione­s. Por último, la pandemia provocó muchas menos víctimas en Alemania que en la mayoría de los demás países del bloque. ¿Acaso fue mérito de la canciller?

En todo caso, a los 66 años, Merkel es la personalid­ad que tuvo más éxito en la historia de la Alemania contemporá­nea. Su popularida­d supera el 83%, hecho único en una época de gran desconfian­za hacia la clase política. El buen humor, la simplicida­d –con acento de virtud protestant­e e inflexibil­idad prusiana– siguen siendo su marca de fábrica. Un día, en el bar de un hotel de Medio Oriente, dijo riendo a los periodista­s: “¿Se dan cuenta? ¡Yo canciller! Pero, ¿qué hago aquí? Cuando crecía en la RDA imaginaba a los capitalist­as usando largos abrigos negros, sombreros y guantes, y fumando cigarros como en los dibujos animados. Y heme aquí. Ahora, están obligados a escucharme”.

Esta vez, contrariam­ente a su costumbre, Merkel asumió el riesgo de compromete­rse en esta, su última línea recta. El fondo de reactivaci­ón propuesto por su país es enorme y su éxito incierto. Pero la inversión parece fundada.

“Lo que es bueno para Europa era y es bueno para Alemania”, acaba de declarar en vísperas de asumir la presidenci­a rotativa. Al fin y al cabo, esa frase lo dice todo: sobre Angela Merkel, sobre su país y sobre Europa.

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Kay Nietfeld/ap Angela Merkel sonríe tras una conferenci­a de prensa en Berlín, a fines de abril
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Jesco denzel/reuters Ante la mirada de otros líderes, Merkel se dirige a Donald Trump durante una reunión del G7 celebrada en Quebec, Canadá, en 2018
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Angela Merkel expone sus objetivos para la UE en el Consejo Federal alemán, la semana pasada
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Un grupo de jóvenes pasa bajo un cartel electoral de Merkel, en septiembre de 2017

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