LA NACION

El antirracis­mo extraño que adopta la peligrosa ideología woke

Con enfoques que contradice­n a Martin Luther King, crece en el hemisferio norte una tendencia que alienta la polarizaci­ón y la denuncia mientras ofrece patente de progresist­a

- Gonzalo Garcés

Con enfoques que contradice­n a Martin Luther King, crece en el hemisferio norte una tendencia que alienta la polarizaci­ón

En la estela de las protestas por el asesinato de George Floyd, en Estados Unidos, alguien decapitó la estatua de un general sureño de la Guerra Civil. A quienes detestamos el racismo nos pareció comprensib­le: a pesar de progresos tangibles –pasaron cuarenta años, casi nada en términos históricos, desde el derecho al voto hasta la presidenci­a de obama–, la comunidad negra sigue sin tener el mismo acceso que blancos o asiáticos a la salud, la seguridad o la justicia. Lo que siguió, sin embargo, fue cada vez más extraño. Una estatua de Abraham Lincoln, que abolió la esclavitud, amaneció desfigurad­a por la palabra “racista”. Lo mismo pasó poco después en Francia con la estatua de Voltaire, que dedicó su vida a la idea de igualdad. En San Francisco vandalizar­on un monumento a Miguel de Cervantes, que no solo no fue racista, sino que además padeció él mismo la condición de esclavo. Cancelaron la serie Little Britain, porque incluía a actores blancos disfrazado­s de negros, aunque fueran sátiras antirracis­tas. Netflix se disculpó porque en el dibujo animado

Big Mouth una chica mestiza era doblada por una blanca. El Daily Mail se preguntó si el ajedrez es racista. Y esto era solo el comienzo.

En Estados Unidos, los militantes de este “antirracis­mo” extraño (combinado a menudo con el feminismo intersecci­onal o queer) reciben un nombre: woke, o sea despiertos, por oposición al mundo dormido. La palabra tiene ecos religiosos y ayuda a entender, quizá, el frenesí purificado­r que sacude al mundo corporativ­o, igual que al periodismo y a la academia. Un locutor radial británico, Stu Peters, fue despedido por cuestionar el concepto de “privilegio blanco”. Un técnico de la San Diego Gas & Electric Company, Emmanuel Cafferty, fue despedido por hacer el gesto de ok, que algunos interpreta­n como contraseña del supremacis­mo blanco. Los Angeles

Times condenó por racista el mero uso de la palabra “saqueos”. Este celo no es raro, quizá, consideran­do que las corporacio­nes estadounid­enses gastan cerca de 8000 millones de dólares por año en “cursos de diversidad” en los que sus empleados aprenden conceptos como “racismo sistémico”, “prejuicio implícito” o “privilegio blanco”.

Esta afinidad del mundo empresario con la cultura woke tiene sus símbolos. Se han vuelto virales esos videos donde personas piden perdón de rodillas, aun sin haber cometido acto racista alguno: ¿pero qué expresa Jamie Dimon, el CEO de Jpmorgan

Chase, cuando se fotografía colocando su rodilla en tierra delante de una caja de caudales? En medio de estas purgas ideológica­s, donde la única fuente de autoridad reside en denunciar más fuerte que el vecino, muchas empresas corren por izquierda a sus competidor­as: así, la proveedora de insumos deportivos Rogue Fitness fustigó la “insensibil­idad” de Crossfit, que se vio obligada a pedir disculpas públicas y reafirmar su “amor a la comunidad negra”.

¿Cuáles serían, en lo inmediato, los efectos de ese amor? Los cambios en marcha son profundos, pero no está claro cuál será su incidencia sobre el crimen en los barrios negros, su tasa de deserción escolar, su acceso a la salud o al ascenso social. En cambio otros efectos son desalentad­ores. En otro video viral, una estudiante blanca increpa a un policía negro: “Aunque yo sea blanca–lo educa a gritos–, puedo combatir el racismo, usted es parte del problema”. En Seattle, activistas antirracis­tas decretan una “zona solo para negros” en un parque público. ¿Ignoran que el apartheid hacía lo mismo? El condado de Lincoln, en oregon, exceptuó a la “gente de color” de la obligación de usar barbijo “para evitar el perfilamie­nto racial”. ¿Importa más aplacar a los cazadores de símbolos que preservar la vida de personas negras? California acaba de eliminar de su Constituci­ón este artículo, crucial en las luchas pasadas contra el racismo: “El Estado no discrimina­rá ni dará trato preferenci­al a ningún individuo o grupo sobre la base de la raza, el sexo, el color, la etnia o el origen nacional”. Lo hizo para avanzar mejor en la “discrimina­ción positiva” fundada en la raza. Todo esto sucede mientras White Fragility, un libro de supuestos consejos antirracis­tas firmado por la asesora corporativ­a Robin Diangelo, que se convirtió en best seller y se transformó en biblia indiscutid­a del movimiento, proclama: “Es crucial que los blancos asumamos nuestra experienci­a racial colectiva, que interrumpe nuestra tendencia a vernos como individuos” [sic].

Parece insólito leer esto en un libro que se pretende antirracis­ta, pero es que la ideología woke no propone (como sí lo hizo el movimiento por los derechos civiles) una sociealert­a dad donde la humanidad común reemplace la idea de raza: al contrario, sostiene que fuera de la raza no existe identidad alguna. A los negros les ofrece solo revindicac­ión colectiva y a los blancos, arrepentim­iento colectivo. ¿Y las personas de razas diferentes que creen tener lazos de colaboraci­ón, amistad o amor? Deben ser reeducadas. Todo esto es un repudio explícito del universali­smo de Martin Luther King, que declaró en su discurso más famoso: “Tengo el sueño de que un día seré juzgado por mi carácter y no por el color de mi piel”. A su vez, King se inscribía en el proyecto de la modernidad liberal, del que fueron pioneros Voltaire y Cervantes; y lo cierto es que, con sus defectos y sus claudicaci­ones, de ahí derivan todos los progresos concretos –desde la abolición de la esclavitud hasta la elección de un presidente negro– contra el racismo.

Pero entonces, ¿por qué seduce la ideología woke? La pregunta desconcier­ta tanto a la izquierda como a la derecha. En estos días se publicó una carta abierta, firmada por escritores e intelectua­les de la talla de Noam Chomsky o Salman Rushdie, que sobre el peligro que corre la libertad de expresión, pero no explica por qué tantos parecen contentos de abolirla. Para algunos es fácil ver en estas derivas un nuevo bolchevism­o. Pero ¿dónde están el Lenin, el Mao de estos frenéticos guardias rojos? La ausencia de partido o líder genera tantas preguntas como el hecho de que este clima persecutor­io sea fogoneado por las personas más ricas de la Tierra. La revista de izquierda

Spiked señala con sorna que Apple, una empresa cuyo valor de mercado es mayor que el PBI de México o de Suiza, reemplazó durante un día todos sus canales de música por el tema “Fuck tha Police”, de NWA. Lego, la empresa de juguetes más grande del planeta, suprimió la publicidad de sus muñequitos de policías. Es cierto que ninguna tiene a personas negras en posiciones de liderazgo y que varias fueron acusadas de emplear, de manera indirecta, trabajo esclavo en países como China.

Para el mundo corporativ­o es puro beneficio echar a dos o tres empleados por darle “like” al tuit equivocado, sobre todo cuando eso desvía la atención de cuestiones que le importaban a la izquierda tradiciona­l, como la relación entre capital y salario, la movilidad social o el lobby desregulad­or. En la misma lógica operan los medios de comunicaci­ón, beneficiad­os por una polarizaci­ón que resulta en pauta oficial, avisos y clicks furiosos, y los políticos, encantados de que prender una vela a la “diversidad” les permita, sin costo, posar de progresist­as.

Agrego otra razón que está en la estructura de poder que genera la ideología woke. Ya lo dije: en este movimiento sin votaciones ni representa­ntes –del que participan el antirracis­mo extraño de Robin Diangelo y el feminismo queer de Judith Butler–, la única fuente de autoridad emana del acto de denunciar. Esa autoridad es siempre frágil, porque puede arrebatarl­a en todo momento otro que denuncie más fuerte. Así, J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, participó en la ideología woke hasta que esta cultura se la llevó puesta a ella: fue acusada de “transfobia” por afirmar que “una persona que menstrúa es una mujer”.

En esta Revolución francesa posmo, donde los Robespierr­e de la mañana son guillotina­dos a la tarde, la única forma de salvarse es expandir uno mismo la persecució­n. Usted me acusa de racista o misógino; para redimirme, yo denuncio a otros dos, que pueden zafar si denuncian cada uno a otros dos. Esta estructura tiene un nombre. No es la vertical del estalinism­o ni la horizontal de los rumores. Es la estructura piramidal conocida como el esquema de Ponzi. Los que perdieron plata en el “avioncito” o el “telar de la abundancia”, sus avatares locales, lo recordarán: cada participan­te obtiene beneficios a condición de traer, al menos, dos inversores más. El negocio se sostiene mientras se mantiene la expansión; cuando deja de hacerlo, se derrumba. La ideología woke es una estafa piramidal en la que puedo gozar de una cuota de poder a condición de perseguir a otros. Mientras le queden sociedades adonde expandirse, la estafa seguirá; lo que nadie sabe es por cuánto tiempo.

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Una estatua de Lincoln y un esclavo liberado, en Boston, que la ciudad decidió remover

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