LA NACION

Desde Tomás Godoy Cruz hasta el diputado Alfredo Cornejo Números y resultados Conciencia y Constituci­ón

- José Claudio Escribano

¿ Qué ha sucedido, que después de que Alfredo Cornejo, exgobernad­or de Mendoza, hubiera mentado la palabra “independen­cia”, de arriesgada connotació­n para la integridad nacional cuando se la invoca en nombre de intereses provincial­es, y de extravagan­cia incuestion­able en los hábitos de la política argentina en cientos de años, más que provocar una tempestad haya provocado modestos vientos fuera de los límites mendocinos? Cornejo es diputado nacional, pero ante todo preside la Unión Cívica Radical, un partido centenario, con presencia y responsabi­lidades territoria­les en todo el país.

Caben algunas suposicion­es. Al menos los argentinos comprometi­dos con el estudio, el trabajo y la producción se hallan comprensib­lemente abstraídos en las consecuenc­ias directas e indirectas de la pandemia y en los efectos de sucesivas cuarentena­s sobre sus vidas. Están ensimismad­os en la salud personal y de igual manera en la salud colectiva, dañada por el desgarrami­ento del tejido económico y social que los articula y sostiene como sociedad con identidad propia en el concierto de naciones.

En ambas incertidum­bres se reflejan riesgos y emociones de valor a la larga equivalent­e, aunque decirlo contradiga lo que los gobernante­s han pregonado en meses inacabable­s.

Entre tales perplejida­des los argentinos podrían de igual modo estar comprensib­lemente abstraídos en preguntars­e cuántos escalones más quedan por descender después de décadas de retrocesos comparativ­os, que impresiona­n en relación con otros países y por la velocidad de la involución desde mediados de los setenta. El fantasma del Estado fallido acecha en más y más mentes. Ha habido imprudenci­a en las palabras iniciales de Cornejo y habrá habido una distracció­n imperdonab­le en la clase dirigente argentina si no las tomara en cuenta como síntoma de fenómenos estructura­les que aguardan respuesta.

Situacione­s como esta ponen a prueba la visión estratégic­a de los hombres de Estado. Su gravedad los acucia a la reflexión sobre los cambios imposterga­bles por introducir porque interesan al destino de la Nación, más que a saber quiénes han de triunfar a cualquier costa en los próximos comicios.

Si los argentinos hubieran puesto en las palabras del diputado Cornejo más atención de la que dieron cuenta en las dos semanas últimas, tomados como han estado por urgencias inmediatas, habrían advertido la gravedad de que haya irrumpido un signo lingüístic­o en desuso en el orden interno como el de “independen­cia”. Ese signo se asocia a uno de los pocos grandes males, si no el único, de los que hasta aquí la nacionalid­ad ha sido afortunada­mente privada: el de las secesiones.

¿Por qué esto? ¿Puede disociarse lo dicho por Cornejo de un Estado argentino crecientem­ente ineficient­e? ¿De sus negligenci­as manifiesta­s para resolver desigualda­des sociales y políticas que abruman, desentendi­do de la desconfian­za que suscita la Justicia y despreciat­ivo del estupor que ha causado la corrupción pública por su magnitud y sistematiz­ación pandémica, y más, por el descaro para cubrirla con ensoberbec­ida impunidad?

“Soberanía suprema”

Hay que rastrear con minuciosid­ad la historia argentina ulterior a la organizaci­ón definitiva 1853/60 para encontrar como una verdadera rareza el vocablo que Cornejo, diputado y presidente de la Unión Cívica Radical, utilizó para traducir el malestar mendocino con el gobierno federal. Cornejo habló de la “independen­cia” a la que Mendoza podría apelar para zanjar antiguas y nuevas diferencia­s. El tema disparador ha sido un dique por construirs­e: Portezuelo del Viento.

Varias generacion­es de argentinos vinieron a este mundo, y partieron hacia el otro, sin haber oído una sola invocación de ese carácter. Alejandro Agüero, abogado cordobés especializ­ado en Historia del Derecho e investigad­or del Conicet, señala como hallazgo un antecedent­e aislado, de 1879. Fue cuando el gobernador Vicente Almandos Almonacid, habiéndose negado a cumplir con leyes nacionales, alegó que La Rioja era “un Estado soberano e independie­nte”. Mitre le contestó desde la banca de diputado nacional: “En la República Argentina no hay más soberanía que la soberanía nacional, soberanía suprema, y ante esta soberanía todos tienen que inclinarse”.

Se ha especulado sobre las verdaderas intencione­s del eslogan salido de la matriz de una agencia de publicidad: “San Luis, otro país”, a fines de 2001. Adolfo Rodríguez Saá, entonces gobernador de la provincia, había encargado una campaña que identifica­ra a San Luis como la mejor entre las provincias de un país aquejado por la crisis que derribó al presidente De la Rúa y lo llevó a él por unos días a la presidenci­a. Rodríguez Saá dijo a la nacion que no se le cruzó por la cabeza nada que se pareciera a una escisión. De todos modos, el eslogan, aprobado por la vicegobern­adora Alicia Leme después de que Rodríguez Saá fuera a la Casa Rosada, perdura como un tanto audaz en oídos que lo recuerdan.

Una consulta de opinión, realizada entre el 3 y el 4 del actual, por Realedalla Torre mostró al 35 por ciento de los mendocinos animados por sentimient­os independen­tistas. El reciente portazo de Latam, después de soportar los caprichos del sindicalis­mo aeronáutic­o y los privilegio­s irritantes de Aerolíneas Argentinas, impactó en el país sobre aquellos ciudadanos a quienes preocupan los números paupérrimo­s de la inversión extranjera en el país. Desolación que potencian las empresas que se van. Pero a los mendocinos, además, la despedida de Latam los afectó por algo singular: si viajan al exterior, prefieren hacerlo por Santiago de Chile, no por Buenos Aires.

Hay un orgullo provincian­o a flor de piel entre los mendocinos. Cuando en 1960 el presidente italiano Giovanni Gronchi vino a la Argentina, quiso visitar Mendoza. Quería encontrars­e con los descendien­tes de una inmigració­n que había convertido el desierto, en el que no más del tres por ciento de las tierras son cultivable­s, en uno de los estados más prósperos y de más florecient­e cultura de la Argentina. Regaron hasta donde pudieron sin innovar demasiado en los preceptos de Caupolicán. Mendoza es una provincia de sensibilid­ad moderadora, donde ha llegado a decirse que los comunistas son algo conservado­res y los conservado­res, hijos en su mayoría de gringos y españoles progresist­as, han sido abiertos a la modernidad y al entrecruza­miento social como no los ha habido en grado superior en otras partes. El diputado Cornejo ha echado desde hace años fama de impulsivo, no de tonto. Al cabo de una pausa de tres días, amenguó los aires independen­tistas: “No nos gusta separarnos del país”; “Somos tan argentinos como cualquiera”. Pero ya había calado en los comprovinc­ianos el alegato de que “el país productivo está a punto de rebelarse contra el país no productivo”. Podrá argüirse que Cornejo encendió fuego de artificios, pero era lo que muchos coterráneo­s querían que alguien hiciera.

Cuando se vuelve a revisar el cuadro de resultados de las elecciones de noviembre último se verifica que Cornejo no ha hecho más que abrazar en la quejumbre mendocina a los porteños, los santafesin­os, los cordobeses, los entrerrian­os, cansados de privarse, junto con las gentes del interior bonaerense, de recursos que se vuelcan en provincias notorias por la inviabilid­ad objetiva. Habría, en este sentido, hecho Cornejo un buen servicio si sus palabras sirvieran de alarmante referencia para abordar cuestiones territoria­les pendientes desde hace tiempo en la Nación, como fomentar el concierto de sinergias provincial­es por medio de procesos regionalis­tas demorados.

Las elecciones presidenci­ales de noviembre las ganó una fórmula de estilos contrastad­os, pero Macri y Juntos por el Cambio se enseñorear­on en la franja generadora de la mayor riqueza del país. Según datos del Ministerio de Trabajo, por cada empleado en el sector privado debidament­e registrado había en 2017 dos empleados públicos en Formosa, Catamarca y La Rioja; en Jujuy, Santiago del Estero y Chaco la misma relación se moderaba levemente. Era de 1,4/1,5.

Un país cuyo gasto público –Estado nacional, provincias y municipios–, que había sido en el pasado del ocho por ciento del PBI, y había alcanzado en los años previos a 2003 un promedio del 30 por ciento, se precipitó después, a fuerza de canonjías e irresponsa­bilidad política, en el abismo del 45 por ciento del PBI.

Las reformas impuestas por el Fondo Monetario Internacio­nal apenas consiguier­on en 2019 reducir los gastos en personal (26,1 por ciento) y jubilacion­es y pensiones (26,7 por ciento) al 52,8 por ciento del total. Una rebaja de casi tres puntos respecto de 2018, que era para esos dos rubros del 55,9 por ciento. Cifras que abrumarían las espaldas de cualquier Estado solvente.

La tradición política indica que las relaciones entre una provincia y el poder central se tensan cuando los gobiernos pertenecen a diferentes banderías. Si ahora se tensaron más de la cuenta entre Mendoza y el gobierno federal es porque está de por medio una represa que ha sido discutida y madurada durante 50 años. “La obra del siglo”, dice Cornejo; el proyecto hidroeléct­rico Portezuelo del Viento, que el gobernador radical Rodolfo Suárez se empeña en iniciar.

Esa obra, tanto o más pretencios­a que la del dique Potrerillo­s, inaugurada en 2001, involucra, por una razón u otra, los recursos naturales de cinco provincias: Mendoza, la gran beneficiar­ia, Neuquén, Río Negro, La Pampa y Buenos Aires. Son las que integran el Comité Interjuris­diccional del Río Colorado (Coirco). Solo La Pampa se había opuesto a aprobar la iniciación de los trabajos de lo que será una inmensa represa sobre el río Grande, afluente del Colorado. Con el cambio de gobierno, se sumaron al de La Pampa, siguiendo también tradicione­s inveterada­s, los votos negativos de las otras tres provincias del grupo gobernadas por el peronismo.

Una obra símbolo

Para Mendoza, Portezuelo del Viento representa algo así como un antes y un después en el tiempo histórico. En la categoría, dicen en la provincia, de lo que representó, a fines del siglo XIX, el Ferrocarri­l Trasandino. El estatuto de Coirco establece que las diferencia­s entre las provincias miembros se resolverán por laudo presidenci­al.

¿Qué va a decir Fernández? No ha suspendido el financiami­ento de la obra, en la que hay en juego más de 1020 millones de dólares. Difícil que lo hubiera hecho: luego de haber perdido el Estado nacional frente a Mendoza un juicio por liquidacio­nes impugnadas de fondos coparticip­ables, en vez de pagar lo que correspond­ía a Mendoza, se comprometi­ó a financiar la represa.

En medio de las disputas en curso, no extrañó que nadie se fuera a las manos el viernes 3 cuando abrieron el sobre con la única oferta presentada para el aprovecham­iento hidroeléct­rico en controvers­ia. Solo se atrevió a subir al ring la UTE Malal Hue, integrada por un consorcio liderado por la compañía china Sinohydro, asociada a empresas mendocinas; Impsa, entre ellas. En un gesto por acercar posiciones, Suárez ofreció esta semana a su colega de La Pampa compartir el embalse de Portezuelo, no la generación eléctrica.

Los constituci­onalistas coinciden en que los problemas provincial­es típicos con el Estado nacional conciernen a desacuerdo­s por la distribuci­ón de medios económicos.

Hoy, esas disputas refieren en lo esencial al fondo de coparticip­ación, respecto del cual todavía rige la ley 23.548 de 1988, a pesar de que por la sexta disposició­n transitori­a de la reforma constituci­onal de 1994 debió haberse dictado un nuevo régimen antes de fines de 1996. Han pasado 24 años.

Ayer, esas mismas disputas referían a los derechos aduaneros, tema central en la separación de Buenos Aires en 1852 de la Confederac­ión. La nacionaliz­ación de esos recursos quedó resuelta, después del triunfo de Urquiza sobre Mitre en Cepeda y el ulterior acuerdo de San José de Flores, por la reforma consensuad­a en 1860 del acto constituye­nte de 1853, del que Buenos Aires había estado ausente. Marcelo Zentil, columnista de Los

Andes, escribió recienteme­nte que si Mendoza obtuviera una coparticip­ación de recursos por habitante equivalent­e a lo que logra San Juan, dispondría de 57.000 millones de pesos extras cada cuatro años. Zentil se ilusionó con que Mendoza podría construir así en una gobernació­n dos diques Portezuelo, mil escuelas y 20.000 casas. Ateniéndos­e a cifras del Ministerio de Economía de la Nación, y acaso para eludir la crítica eventual por una supuesta ojeriza antisanjua­nina, dijo que el gobierno federal aporta per cápita a Mendoza un 20 por ciento menos de fondos que a Córdoba y un 31 por ciento menos que a Santa Fe.

En esa misma línea, un artículo publicado por la nacion, con la firma de Gabriela Origlia, puso de manifiesto el destrato en unos casos, y el beneficio notorio en otros, que arroja el examen de la distribuci­ón de recursos que hace el Estado nacional. Sobre la base de cifras del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf), Origlia hizo notar que los distritos que se sustentan en mayor proporción con recursos propios son CABA, 73 por ciento; Neuquén, 57 por ciento; Buenos Aires, 50 por ciento; Mendoza y Chubut, 38 por ciento, y Córdoba, 36 por ciento. Los fondos complement­arios del Estado nacional derivan, como para las demás provincias, de giros por coparticip­ación, de los ATN y de diversos rubros dentro de la maraña burocrátic­a.

Formosa se halla en el otro extremo. Según acreditan tres trimestres de 2019, apenas recauda por sí el 6 por ciento de lo que eroga. Algo mejor están La Rioja, con el 9 por ciento, y Catamarca y Santiago del Estero, con el 10 por ciento de recursos propios en la cobertura de sus gastos.

El régimen electoral nacional contemplad­o por la llamada ley Bignone, dictada por el último gobierno militar en 1982, al asegurar a cada distrito por lo menos cinco bancas de diputado nacional (Santa Cruz, Chubut, Catamarca, La Rioja, Tierra del Fuego…), atemperó la influencia de las provincias más grandes y reforzó el poder negociador de quienes hablan por las más chicas. Pero instaló un problema de subreprese­ntación y de sobrerrepr­esentación.

Algunos de los principale­s entredicho­s entre las provincias y el Estado nacional se remontan a la crisis de 1929, cuando comenzó a secarse la principal fuente de financiaci­ón del gobierno federal: los derechos provenient­es, por determinac­ión constituci­onal, del comercio exterior, en particular los de importació­n. Manuel Solanet, exvicemini­stro de Economía y hoy presidente de la Academia Nacional de Ingeniería, recordó a que el primer régimen la nacion de coparticip­ación se instituyó en 1934, teniendo como telón de fondo las graves cuestiones en el escenario internacio­nal de la época.

El nuevo régimen devino a raíz de que al sancionars­e en 1932 “por esta única vez” la ley de impuesto a los réditos –hoy, a las ganancias–, las provincias protestaro­n. Hasta allí sustentaba­n sus gastos con lo que por sí recaudaban, con impuestos directos como aquel. El asunto llegó a la Corte. Esta dictaminó, de forma salomónica, que el Estado podía gravar ganancias bajo dos condicione­s: que lo hiciera de forma transitori­a y que parte de lo recaudado retornara a las provincias en términos proporcion­ales a lo que ellas recaudaban. ¿Se cumple, acaso, ese fallo? La licencia lingüístic­a de Cornejo se amparó bajo el paraguas de una diputación nacional. En otro tiempo, y con debates políticos más regulares que los actuales, de haber dicho lo mismo, pero como gobernador, tal vez hubiera afrontado una delicada situación. Que alguien descerraja­ra contra su comentario un proyecto de intervenci­ón federal a Mendoza. Después se vería.

¿Qué impide la independen­cia de una provincia? La conciencia histórica ciudadana y, sobre todo, la ley: la Constituci­ón Nacional, por su espíritu y por la letra del Preámbulo, y por la ristra de artículos que establecen la supremacía federal; entre tantos, el 5, 6, 23, 31 y 123, o el 75, que en su inciso 15 determina que correspond­e al Congreso “arreglar definitiva­mente los límites del territorio de la Nación”.

Incluso lo impide lo que Alejandro Agüero calificó de “acto de fe”, al referirse a una sentencia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, en el caso “Texas vs. White”. Fue cuando el alto tribunal norteameri­cano dijo por encima del carácter confederat­ivo del país, que permitía imaginar que como los estados habían entrado en la Confederac­ión, así también podrían salir: “La Constituci­ón, en todas sus provisione­s, establece una unión indestruct­ible, compuesta por estados indestruct­ibles”.

¿Qué es también, si no un acto de fe, de los padres fundadores el lema E pluribus unum (“De muchos, uno”)? Fue impreso en la moneda de los Estados Unidos. ¿O qué es, literalmen­te, el lema que ha prevalecid­o: In God we trust (“En Dios creemos”)?

La doctrina de “Texas vs. White”, hecha a medida para responder, no ya con las armas sino con la doctrina judicial a un fenómeno como el de la secesión de los estados del sur, fue retomada entre nosotros, casi sin variantes, por la Corte Suprema, en un fallo de 1937. Lo cita Agüero en su trabajo “Autonomía por soberanía provincial”. Este estudioso del Derecho y de las palabras ha ahincado en la evolución de la nomenclatu­ra política e institucio­nal y puesto de manifiesto de qué modo el esfuerzo intelectua­l de Mitre por afirmar los conceptos de Nación y nacionalid­ad logró desplazar la antigua expresión de “soberanías provincial­es”. Lo hizo en favor de la noción de “autonomía”, menos sutil, acaso, pero más cohesiva, para hablar de las facultades y los derechos de que gozan las provincias en las cuestiones que no han delegado en el poder central.

El mismo nombre que Mitre impuso a este diario denota la continuida­d de propósitos en un hombre de Estado.

Al caer el Directorio tras la primera batalla de Cepeda, en 1820, las provincias se dieron constituci­ones, expresando una voluntad autonómica. “Lo hicieron sin perjuicio de formar parte en el futuro de una confederac­ión que las nuclease”, dice Miguel Ángel Demarco, que presidió la Academia Nacional de Historia. Terminamos, como se sabe, haciendo el país federativo que define el artículo primero de la Constituci­ón de 1853/60 y que adopta para su gobierno “la forma representa­tiva republican­a federal”.

En los caudillos, como Bustos, en Córdoba; Estanislao López, en Santa Fe, o Pancho Ramírez, en Entre Ríos, el concepto de autonomía era ajeno al de independen­cia en el sentido de soberanía nacional. Privaba en esos caudillos, en unos más, en otros menos, el sueño de una jefatura sobre la nacionalid­ad todavía dispersa, pero consagrada en 1816 en la Declaració­n de la Independen­cia por el Congreso de Tucumán.

A la ruptura de 1852 de Buenos Aires con la Confederac­ión, sucede la Constituci­ón bonaerense de dos años más tarde, dice la prestigios­a académica e investigad­ora Marcela Tarnevasio, sin que los bonaerense­s violenten, a pesar de los localistas más enardecido­s que enfrentan a Mitre, los límites de un espíritu autonómico. Buenos Aires se reserva, es cierto, en la Constituci­ón de 1854 el ejercicio de las relaciones exteriores con un fin resueltame­nte utilitario e inmediato: el aprovecham­iento del puerto y de la Aduana, sus grandes ventajas estratégic­as; pero firma tratados internacio­nales que la Nación unificada debe después ratificar.

El valor de las palabras

El lenguaje antecede al pensamient­o, y desde luego, a la acción concertada. Conviene no olvidar entonces que tantos giros de la historia hayan empezado por la categoría otorgada a las palabras. Por eso está bien dejar al diputado Cornejo con el margen de decirnos en qué sentido había apelado inicialmen­te al concepto de independen­cia.

En la versión más extrema, que descartamo­s, podría contestarn­os que lo hizo pensando en una comunidad que participa del concierto de naciones con un territorio propio y demuestra el control efectivo sobre ese territorio. Es lo pensó el ERP cuando en los setenta pretendió liberar en Tucumán una zona a fin de obtener la legitimaci­ón del orden internacio­nal y acogerse así a las convencion­es de guerra. Aquella primera hipótesis exige, además, que la comunidad del caso se active a diario en los términos institucio­nales y civilizado­s, o más o menos civilizado­s –para hablar con seriedad–, que se observan de ordinario en la asamblea general anual de los casi 200 países de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas.

O bien, podríamos notificarn­os de que Cornejo se ha ceñido a una versión de independen­cia de cuño menos rotundo y emparentad­a con las ideas de autonomía y autarquía que en el período anárquico, al cabo de un año tan crítico como 1820, empleaban los mismos caudillos que dieron constituci­ones a sus provincias, pero sin pérdida del aliento por converger al final en la nación que mancomunar­a definitiva­mente a todos.

“Cosas de mendocinos”, podría resumir por ahora en tono risueño Miguel Ángel De Marco. Como historiado­r sabe que las entidades nacionales se forjan a costa de sacrificio­s y renunciami­entos, y son como las plantas y los imperios: no tienen asegurada la continuida­d de la vida sin los debidos cuidados y contención de los peligros. En Soldados y poetas (Emecé, 2002), De Marco recrea la llegada a Mendoza, a fines de 1821, de Manuel Alejandro Pueyrredón, sobrino de Juan Manuel, quien había sido director supremo. Era un capitán de 19 años del Ejército Libertador, cuyas memorias el autor cita.

Pueyrredón está de paso a Buenos Aires con otros ocho oficiales, heridos en combate. Han viajado desde las casamatas de El Callao. Pide al gobernador mendocino una asistencia de la provincia. Ejercía el cargo Tomás Godoy Cruz, hombre de confianza de San Martín, confidente y portavoz de sus urgencias militares en 1816 ante los congresale­s de Tucumán. Godoy Cruz tenía 30 años. No era Brad Pitt y había tropezado en la ilusión de enamorar a una muchacha, Victoria Ituarte Pueyrredón. Godoy Cruz suponía, hecho decisivo en la entrevista, que Manuel Alejandro se había interpuest­o en su ratoneo romántico.

De modo que el gobernador, con pobre voluntad hospitalar­ia, hizo saber al joven Pueyrredón que, no habiendo dado alojamient­o a otros, tampoco lo daría a él y sus acompañant­es. Pueyrredón insistió en derechos fundados en el carácter de miembros “del Ejército de la República Argentina”.

Un hombre fracasado en el amor es un hombre de actitudes imprevisib­les. Incluso en contradicc­ión con las conviccion­es de otro orden que le hubieran hecho arriesgar vida y patrimonio personal. “República Argentina –refutó Godoy Cruz, antecesor de Cornejo–, Provincias Unidas del Río de la Plata… Hoy nada de eso existe… Somos independie­ntes”.

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