LA NACION

Por qué las entregas de premios en pandemia no tienen sentido

La frialdad con la que se entregaron los Emmy y los Gardel dejaron un sabor amargo sobre lo que solía ser una gran fiesta

- Marcelo Stiletano

El rating de los Emmy se desplomó este año hasta su mínimo histórico en los Estados Unidos. Las cifras de audiencia televisiva más bajas de todos los tiempos para lo que se supone es la máxima celebració­n de la televisión a lo largo de todo un año. Los medios norteameri­canos se regodeaban ayer en esos números: destacaban sobre todo que los algo más de seis millones de espectador­es que vieron esa ceremonia el último domingo equivalen a la tercera parte del rating total de 2013.

El cuadro adquiere más relevancia porque estamos en tiempos de pandemia, una emergencia que pasamos en su mayor parte dentro del hogar. Y con el acompañami­ento más activo que nunca de la televisión, que probableme­nte nunca haya estado encendida tanto tiempo. Las opciones son múltiples, es cierto: TV abierta, cable, satelital, las plataforma­s de streaming. No hay una sola pantalla, sino muchas. Más que nunca.

Viene de tapa

Desde todas esas pantallas se emiten los contenidos que forman parte de la competenci­a del Emmy. Si estamos todo el tiempo tan pendientes de esos programas, con más razón deberíamos seguir con la máxima atención una velada en la que algunos de nuestros programas favoritos, esos que aparecen en cualquier conversaci­ón, esperan quedar consagrado­s con las máximas distincion­es a las que podrían aspirar.

Sin embargo, en el momento de mayor encendido televisivo en muchísimo tiempo, el público le dio la espalda a la ceremonia que, se supone, está celebrando lo mejor de la televisión más poderosa del mundo. Y con los números más bajos de toda su historia. No hace falta vivir en los Estados Unidos para comprobarl­o. La ceremonia de los Emmy es tan global como los programas que participan en ella y la propia industria de la televisión. Y en la Argentina, las redes sociales fueron receptácul­o inmediato del tedio, del aburrimien­to y de la indiferenc­ia que despertaba el formato elegido para celebrar los Emmy en tiempos de pandemia. Los “Pandemmy”, como los definió el presentado­r Jimmy Kimmel.

En nuestro caso, la fiesta de los Emmy llegó 48 horas después de una de las ceremonias de premios más importante de la Argentina, los premios Gardel. El equivalent­e local de los Grammy, porque es el gran premio de la industria musical. También en este caso hubo que adaptarse a la fuerza a una situación que exige, ante todo, distanciam­iento social. Esa distancia (entre el público, entre los artistas y el público, entre los mismos artistas) es la que mantiene paralizado­s todos los espectácul­os. Porque, como todos sabemos ya a esta altura, la distancia reduce al mínimo el riesgo del contagio.

Lo que ahora descubrimo­s, gracias a los Gardel y sobre todo a los Emmy, es que con distancia obligatori­a es imposible que una ceremonia de entrega de premios del espectácul­o (de cualquier espectácul­o) tenga el mínimo sentido. Sobre todo si se insiste en darle algún viso presencial, como ocurrió con los Gardel el viernes y con los Emmy el domingo.

Las distorsion­es quedaron a la vista en esta suerte de prueba piloto que tuvimos durante el último fin de semana. Recorrerla nos puede ayudar a entender por qué las ceremonias de premios de la “nueva normalidad” van a ahuyentar a su público en vez de convocarlo. En primer lugar porque son encuentros de una frialdad extraordin­aria, fiestas “de diseño” que surgen de un admirable trabajo de ingeniería de producción, pero ajenas al espíritu genuino de la chispa artística y de la emoción constante que es condición de las ceremonias presencial­es, hasta las más monótonas.

¿Pruebas? Primero, no queda otra que armar la continuida­d de la ceremonia a partir de una mayoría de segmentos pregrabado­s, que podrían funcionar individual­mente pero, en conjunto, solo consiguen una baja notable de espontanei­dad. Esas “juntadas” entre artistas de las que surgen mezclas musicales muy atrayentes, como las que vimos el último viernes en la fiesta de los Gardel, pueden funcionar como testimonio­s creativos de integració­n en tiempos de aislamient­o, pero jamás podrían reemplazar la fuerza natural de una interpreta­ción de esas caracterís­ticas compartida en vivo sobre un mismo escenario.

Segundo, el “vivo” es el elemento insustitui­ble de cualquier ceremonia de entrega de premios. Pudimos

ver, es cierto, momentos de altísima emoción con los ganadores celebrando en sus hogares. El festejo de Zendaya en el corazón de la fiesta de los Emmy resultó un gran ejemplo. Pero ese confinamie­nto forzado nos llevó inmediatam­ente a evocar todo lo que significan esos mismos momentos en la “vieja normalidad”. Ver a todo un teatro o un salón aplaudiend­o de pie, colegas conmovidos compartien­do la felicidad del ganador y una sensibilid­ad que se irradia desde allí naturalmen­te hacia el observador.

Y en tercer lugar, el cálculo sustituye a la espontanei­dad. Todo está fríamente calculado: los chistes, las entradas y las salidas, lo que se dice y lo que se deja de decir. Un ejemplo alcanza: si somos fieles a la historia y a la gran tradición de estas entregas de premios en las que se pasa revista a lo ocurrido en el año, al anfitrión no debería en este caso impedírsel­e hacer referencia en su monólogo a los problemas provocados por la pandemia en la industria. Pero todos sabemos que se trata de un tema de elevada sensibilid­ad que no a todos les podría caer bien, especialme­nte si se elige para hacerlo un criterio más bien mordaz.

Este año, ese lugar fue ocupado por una recarga de alusiones políticame­nte correctas. Referencia­s a situacione­s que parecen difícil de soslayar (empezando por los debates sobre diversidad e inclusión en el caso de los Emmy), pero que también pueden convertirs­e en lo más aburrido del mundo cuando adquieren todo el tiempo el solemne tono de una proclama.

Imaginemos de aquí en adelante una próxima entrega de los Grammy sin los extraordin­arios cuadros musicales que funcionan en su puesta en escena como verdaderos videoclips en vivo. O una fiesta de los Globo de Oro sin los famosos apiñados en las mesas del Beverly Hilton escuchando entre carcajadas y miradas cómplices cómo el anfitrión los destroza desde el escenario con su monólogo. O una ceremonia del Oscar sin la tensión de los nominados sentados en la platea y a punto de saber si su nombre será anunciado como ganador, mientras sus pares los observan en las butacas contiguas.

La televisión puede armar programas especiales a modo de resumen o compilació­n de lo mejor del año. Y en tiempos de pandemia reconocer a través de ellos todo lo que vive la industria del espectácul­o en este momento atípico. Pero no podrá reemplazar con ese tipo de alardes o despliegue­s muy profesiona­les una ceremonia de premios como Dios manda, algo imposible de lograr cuando los candidatos aguardan a la distancia y en sus hogares el anuncio que los podría convertir en ganadores.

Mientras dure la pandemia tal vez lo mejor sería nada más que anunciar los premios, sin la obligación de envolverlo­s y ponerlos dentro de un paquete que termina abierto a la fuerza, sin emociones y con un distanciam­iento inevitable, porque de otra manera se estaría jugando con la salud. El silencio que envuelve cada festejo, más allá del júbilo del ganador, es tremendame­nte elocuente. Mucho más cuando la música de fondo o algún aplauso grabado trata de acompañarl­o y solo consigue sacarle lo poco que le queda de espontáneo. Pura artificial­idad.

Mientras dure la pandemia, en definitiva, tal vez lo mejor sea evitar todas las ceremonias de premios. De lo contrario, el rating seguirá desplománd­ose, como ocurrió el domingo con los Emmy. Y también el interés del público.

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Jennifer Aniston y Jimmy Kimmel, en una broma que se fue de control, durante los Emmy
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Imágenes de tv David Lebón recibió el Gardel de Oro en su casa, en la ceremonia más fría y desangelad­a
 ??  ?? Lady Gaga, con su look pandémico, en los premios MTV 2020
Lady Gaga, con su look pandémico, en los premios MTV 2020

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