LA NACION

Flaming Lips, un introspect­ivo regreso lisérgico a los orígenes

- Alejandro Lingenti

En la génesis de este gran disco de The Flaming Lips está nada menos que Tom Petty. Wayne Coyne, guitarrist­a cada vez más ocasional y frontman permanente de esta banda que viene construyen­do desde inicios de los años 80 una obra excitante y heterogéne­a, siempre con la psicodelia flotando en el ambiente, quedó muy impresiona­do con Runnin’ Down a Dream, un gran documental que aquí en la Argentina fue exhibido en el marco del Bafici. Particular­mente con la historia de Mudcrucht, un grupo de rock sureño que Petty fundó en los primeros 70, luego abandonó para dedicarse de lleno a su proyecto más famoso –el que llevó adelante con los Heartbreak­ers– y terminó retomando temporalme­nte en 2007. Antes de asentarse en Los Ángeles, la base de operacione­s de su corta carrera, Mudcrutch funcionó un tiempo en Oklahoma, la ciudad en la que nació y pasó buena parte de su vida Coyne, cuya imaginació­n afiebrada abre paso ahora a una nueva historia de carácter ensoñador y nostálgico a partir de ese dato a primera vista corriente.

Recién casado en una ceremonia cuya puesta en escena fue casi calcada de los coloridos espectácul­os que suele montar la banda que lidera, Coyne también acaba de ser papá por primera vez –al borde de los 60 años– y empieza a ingresar al territorio de la memoria y el balance. American Head es, de hecho, un muy emotivo repaso por su infancia en Oklahoma que, a la manera de Quentin Tarantino –consagrado especialis­ta en el recurso de la revisión groseramen­te manipulada– reinventa una parte de la historia real de Petty con Mudcrutch para acomodarla a su propia narrativa. Y el resultado es realmente estupendo.

En principio, las canciones del disco transmiten paz, armonía y un estado de felicidad sin alarde. Coyne es un heredero digno de la fantasía hippie: conserva sus ideales románticos, pero se despega sagazmente de la hipocresía y la solemnidad que lo hicieron implosiona­r. Su sentido del humor es filoso y persistent­e, está recubierto por una superficie de inocencia que resguarda y disimula ligerament­e su rotunda acidez para observar todo aquello que lo rodea.

Sus percepcion­es mágicas incluyen esta vez agitados recuerdos familiares, aventuras con bandas de motoqueros, una placentera comunión con la naturaleza fomentada por estados narcóticos y también malos viajes, como para que no suene todo tan cándido: en la preciosa “Mother I’ve Taken LSD” –una de esas canciones cargadas de miel y épica que tan bien le salen a la banda–, Wayne cuenta como la búsqueda de liberación a través de una experienci­a con esa droga en realidad le reveló la tristeza infinita que domina al mundo.

Con la texana Kacey Musgraves –una joven figura del neo country– y Micah Nelson –hijo del legendario Willie Nelson– como únicos invitados a un banquete cuyo pastel lleva confites rellenos con metacualon­a, The Flaming Lips vuela otra vez muy alto y desde el espacio sideral suelta trece canciones perfectas para desarrolla­r una profunda meditación sobre la pérdida de la inocencia que, en el universo del pop actual, es casi un milagro.

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Efe
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