Flaming Lips, un introspectivo regreso lisérgico a los orígenes
En la génesis de este gran disco de The Flaming Lips está nada menos que Tom Petty. Wayne Coyne, guitarrista cada vez más ocasional y frontman permanente de esta banda que viene construyendo desde inicios de los años 80 una obra excitante y heterogénea, siempre con la psicodelia flotando en el ambiente, quedó muy impresionado con Runnin’ Down a Dream, un gran documental que aquí en la Argentina fue exhibido en el marco del Bafici. Particularmente con la historia de Mudcrucht, un grupo de rock sureño que Petty fundó en los primeros 70, luego abandonó para dedicarse de lleno a su proyecto más famoso –el que llevó adelante con los Heartbreakers– y terminó retomando temporalmente en 2007. Antes de asentarse en Los Ángeles, la base de operaciones de su corta carrera, Mudcrutch funcionó un tiempo en Oklahoma, la ciudad en la que nació y pasó buena parte de su vida Coyne, cuya imaginación afiebrada abre paso ahora a una nueva historia de carácter ensoñador y nostálgico a partir de ese dato a primera vista corriente.
Recién casado en una ceremonia cuya puesta en escena fue casi calcada de los coloridos espectáculos que suele montar la banda que lidera, Coyne también acaba de ser papá por primera vez –al borde de los 60 años– y empieza a ingresar al territorio de la memoria y el balance. American Head es, de hecho, un muy emotivo repaso por su infancia en Oklahoma que, a la manera de Quentin Tarantino –consagrado especialista en el recurso de la revisión groseramente manipulada– reinventa una parte de la historia real de Petty con Mudcrutch para acomodarla a su propia narrativa. Y el resultado es realmente estupendo.
En principio, las canciones del disco transmiten paz, armonía y un estado de felicidad sin alarde. Coyne es un heredero digno de la fantasía hippie: conserva sus ideales románticos, pero se despega sagazmente de la hipocresía y la solemnidad que lo hicieron implosionar. Su sentido del humor es filoso y persistente, está recubierto por una superficie de inocencia que resguarda y disimula ligeramente su rotunda acidez para observar todo aquello que lo rodea.
Sus percepciones mágicas incluyen esta vez agitados recuerdos familiares, aventuras con bandas de motoqueros, una placentera comunión con la naturaleza fomentada por estados narcóticos y también malos viajes, como para que no suene todo tan cándido: en la preciosa “Mother I’ve Taken LSD” –una de esas canciones cargadas de miel y épica que tan bien le salen a la banda–, Wayne cuenta como la búsqueda de liberación a través de una experiencia con esa droga en realidad le reveló la tristeza infinita que domina al mundo.
Con la texana Kacey Musgraves –una joven figura del neo country– y Micah Nelson –hijo del legendario Willie Nelson– como únicos invitados a un banquete cuyo pastel lleva confites rellenos con metacualona, The Flaming Lips vuela otra vez muy alto y desde el espacio sideral suelta trece canciones perfectas para desarrollar una profunda meditación sobre la pérdida de la inocencia que, en el universo del pop actual, es casi un milagro.