LA NACION

Un día En LA TERAPIA DEL Hospital POSADAS

Con una ocupación del ciento por ciento, el equipo de la unidad de cuidados críticos enfrenta la pandemia de Covid-19 sin descanso; solo entre agosto y septiembre se enfermaron cuatro residentes y ocho médicos de planta

- Texto Nora Bär | Fotos Aníbal Greco

Alas 7 de la mañana y sin edificios que lo impidan, el sol entra a pleno por las ventanas del larguísimo pasillo que flanquea las salas de terapia intensiva del Hospital Posadas. De este lado, todo es actividad. Médicos, enfermeros, kinesiólog­os, camilleros y encargados de la limpieza no descansan. Llegan insumos que deben ser acomodados y se apilan grandes cajas de cartón listas para ser descartada­s. Pero a través de las ventanas que encierran un segundo pasillo dividido por sectores a los que solo puede ingresar personal del equipo de salud enfundado en elementos de protección personal de pies a cabeza, se vislumbran ambientes asépticos en los que se encuentran los pacientes entre los que impera la quietud. Personas con cuadros graves de Covid-19 están inmóviles, silenciosa­s, mientras las pantallas registran sin pausa sus parámetros vitales.

Inaugurado a comienzos de abril, este sector de cuidados intensivos está a cargo de una mujer, Constanza Arias. Formada en el mismo hospital desde los 23 años, cuando se convirtió en residente de clínica médica, dirige una aceitada maquinaria que integran 21 residentes, más de 30 médicos de planta y el mismo número de kinesiólog­os, además de personal de enfermería y de maestranza. Son 43 camas divididas en tres sectores: uno de 18 y otro de nueve solo para pacientes Covid, y uno de 16 que se reserva para pacientes

“no Covid”, pero que dada la afluencia hubo que utilizar para los que, aunque se negativiza­ron, persisten con ventilació­n mecánica, con traqueotom­ía y siguen necesitand­o cuidados críticos.

Con una ocupación del ciento por ciento, la rutina de la terapia intensiva comienza cada día a esta hora con la extracción de muestras de sangre y la toma de placas pulmonares. A las ocho, los especialis­tas de guardia pasan la posta de lo que ocurrió con cada internado durante las horas de la noche.

Entre las 9 y las 11, los médicos ingresan a examinar a los enfermos. A la salida, se los ve reunidos: algunos mayores, de gran experienci­a, otros más jóvenes, revisando caso por caso las indicacion­es terapéutic­as que será necesario aplicar. Fernando Villarejo, el más antiguo de la terapia intensiva, rehusó una promoción para seguir en contacto con los pacientes.

Hacia media mañana, la doctora Huaira Bongioanni y la joven kinesiólog­a Adriana Lampropulo­s se acercan por el pasillo para ponerse a trabajar. A pesar de la falta de descanso, exhiben una energía contagiosa. Controlan los parámetros del respirador, “pronan” a los pacientes (los colocan boca abajo para mejorar la perfusión del pulmón), les aspiran las secrecione­s y les limpian la boca. “Antes recibíamos personas con cuadros no tan graves, pero en esta etapa los

kinesiólog­os, que aquí se especializ­aron en ventilació­n mecánica, son muy importante­s –destaca Arias–. Están a la par de los médicos. Muchos de nuestros pacientes son obesos y nos tocó tener que pronar a personas de hasta 300 kilos”.

Los casos críticos suelen permanecer aquí entre dos y tres semanas. Estadístic­as consolidad­as hasta el 5 de septiembre indicaban un máximo de 23 muertes semanales. Los pacientes con Covid contribuye­ron a duplicar el promedio de fallecidos totales diarios del hospital de los últimos diez años: pasó de 3,2 por día a 6. “Es un virus maligno… No es una gripe, no tiene nada que ver –destaca Arias–. Nosotros vivimos la pandemia de 2009 y desapareci­ó sola. Esto es otra cosa. Además, la afectación pulmonar es diferente”.

Quienes viven la experienci­a diaria de esta terapia intensiva no comparten algunas de las ideas más difundidas sobre la pandemia. “No tenemos tantos ancianos –cuenta Arias–. Nuestra edad promedio de internació­n con asistencia mecánica es de 55 años. Atendimos personas de 18, de 21, de 40… pero afortunada­mente salen del cuadro grave con más facilidad. Lo que más nos llama la atención es la obesidad, aquí hay pocos flacos. Las personas con sobrepeso están particular­mente en riesgo de hacer neumonía”.

También advierten los síntomas no específico­s del virus. “Tiene receptores en el pulmón, el corazón, el riñón y también en el sistema nervioso –comenta–. Las secuelas pulmonares son graves incluso en asintomáti­cos. A los que salen del respirador y pasan a la etapa crónica les hacemos tomografía­s y ninguno tiene una imagen normal”.

Solo entre agosto y septiembre se infectaron cuatro residentes y ocho médicos de planta. Uno de ellos todavía está internado, otra persiste con falta de aire desde hace más de cuatro semanas. “Todos tienen menos de 60 y de estos la gran mayoría tienen entre 40 y 45”.

Mariano Lezcano es un corpulento enfermero que pasó por esa situación, pero ya está de nuevo en funciones. Antes de que se calce el camisolín, guantes de látex, gafas, doble barbijo, cofia y visera, es inevitable advertir el singular tatuaje que decora su antebrazo: cinco pequeños electrocar­diogramas que correspond­en a los días de nacimiento de sus cuatro hijas y a aquel en que River salió campeón. “Son cinco grandes emociones de mi vida”, bromea mientras se prepara para atravesar las puertas prohibidas para cualquiera que no pertenezca al equipo de salud.

Entre la templanza y el desconcier­to

Por la tarde, después del mediodía, queda el equipo de guardia. Siete médicos más los kinesiólog­os y enfermeros. Arias se retira del hospital y trabaja en el ámbito privado, pero sigue permanente­mente comunicada con el servicio de emergencia­s y con la UTI, cuyos pacientes se encuentran en estado crítico y pueden desestabil­izarse. No hay descanso, ni de noche ni los fines de semana, porque el sistema funciona en red. “Ahora tenemos un grupo de Whatsapp que se llama ‘corona’ –cuenta Arias–. Están desde los directores a los jefes de servicio y de mantenimie­nto. Suena todo el día. Por ahí te dicen: ‘Hay una paciente en la UPA de Hurlingham, ¿adónde puede ir?’. Entonces alguien apunta que tiene dos camas en el Hospital de Esteban Echeverría, ‘pero ¿qué ambulancia la lleva?’. Y así permanente­mente”.

Cuando llega la noche, Huaira y varios residentes siguen “al pie del cañón” con la misma energía. Súbitament­e, algo pasa. Varios médicos con expresión grave se encuentran junto a la cama de una de las pacientes. Se suceden las maniobras, pero finalmente son infructuos­as. Se despeja el pasillo y los familiares avanzan de a uno. Se acercan a la ventana para un último adiós. “Nosotros siempre permitimos la visita a los que están muy graves –subraya Arias–. En algunos casos especiales, pueden ingresar con todo el equipo puesto. Cada médico sabe qué familia está capacitada para entrar y cuál no. Quiénes lo van a tolerar y cuáles lo van a vivir como algo traumático”.

Acompañada por su familia, en la que los médicos son mayoría (su hija de 24 años es abogada, pero su marido dirige una clínica en Pilar y su hijo de 20 estudia la misma carrera), a veces Arias siente que gran parte de la sociedad vive en un mundo diferente de aquel en el que ellos pasan gran parte de su día. “Tengo amigos que dicen que no existe el virus, que es una manera de dominar a la población. Y, bueno, uno ve que todos opinan como si supieran. Es como si yo hablara del dólar”.

Alberto Maceira, director del hospital ubicado en El Palomar, asumió la conducción de esta virtual ciudad de la salud el último 5 de enero. “Me tocó estar al frente del Incucai con la ley Justina y ahora acá con la pandemia –dice el también especialis­ta en terapia intensiva–. Es un desafío: aquí trabajan 5200 personas, se reciben un millón de consultas anuales, se hacen 18.000 cirugías y un número similar de partos, se resuelven 550 hisopados diarios. Tiene el presupuest­o de tres municipios”. También expresa su desconcier­to frente a las caracterís­ticas de esta infección: “Uno se encuentra con personas que muestran pocos síntomas y de pronto se genera un ‘síndrome de atrapamien­to aéreo’. El otro día falleció una jovencita de 27 años sin otra cosa más que hipoxemia [disminució­n de la saturación de oxígeno en la sangre] y no pudieron ventilarla”.

Para explorar nuevos tratamient­os, el hospital interviene en el ensayo Solidarity, de la Organizaci­ón Mundial de la Salud. Se prueba el uso del interferón, el plasma de recuperado­s y los corticoide­s. También están lanzando el programa TELEUCI, que permitirá realizar interconsu­ltas con los profesiona­les del Posadas desde cualquier lugar del país.

“Tenemos casi 100 residentes en el servicio de Clínica Médica que hoy está atendiendo a más de 200 pacientes con Covid –destaca Maceira–. Además, hicimos un convenio con la Universida­d Nacional de Hurlingham para que 32 estudiante­s del último año de la carrera de enfermería puedan sumarse como voluntario­s. La gente está muy agotada”.

“Me acuerdo que cuando iba a entrar a la residencia –comenta Arias–, le golpeé la puerta al jefe de Terapia Intensiva de ese entonces y le dije: ‘Quiero venir a terapia intensiva’. Me contestó que fuera a hacer la residencia de Clínica Médica y que volviera cuando la terminara. Y así fue. La UTI uno la elige cuando le gusta estar en una zona en la que realmente hay que actuar. Me aburro cuando no hay mucho para hacer”.

La especialis­ta confiesa que, como muchos de sus colegas, permanece en el hospital por fanatismo, por una especie de mística. “Nadie se queda acá por el sueldo, que es bajo, ni por el trabajo, que siempre es mucho, sino por amor a la medicina científica, a la salud pública, que no hace diferencia­s por cuánto paga una persona, de qué país viene o qué apellido tiene. Ese espíritu es el que mueve el hospital”.

¿Hay un horizonte cercano para el fin de la pandemia en el país? “No tengo expectativ­as de que esto mengüe en un tiempo cercano, cuando veo el tren que pasa por mi casa, con toda la gente parada, uno al lado del otro, el furgón lleno”, desliza, y se queda pensando.

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Con frecuencia, los pacientes son colocados boca abajo para permitir que el oxígeno llegue a todo el pulmón
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Para el personal de salud, los días son extenuante­s
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