LA NACION

Desconfian­za, velocidad de circulació­n del dinero y fuga de capitalist­as

Deuda, salarios, activos; nadie se salva de la cadena ininterrum­pida de mala praxis gubernamen­tal

- Sergio Berensztei­n

Todo se mira desde el prisma de la desconfian­za: no importa qué digan los funcionari­os, incluido el Presidente. Los comportami­entos sociales son lo que son, no lo que desean algunos ilusionist­as que llegan al poder. No olvidemos el “cambio cultural” que habría experiment­ado la Argentina, esa muletilla que hizo derrapar al gobierno de Cambiemos. Si esta administra­ción pretende seguir peleando contra los molinos de viento el resultado será similar: una devaluació­n del peso aún peor a la que sufrió desde que asumió.

Dadas las circunstan­cias y la nutrida experienci­a en la materia, cualquier ciudadano argentino sabe que el Banco Central se quedó sin dólares y que por eso impone restriccio­nes extremas de forma tan desprolija como desesperad­a. Por ahora de dólares, pero la lógica hace que muchos piensen que también habrá para los pesos, precisamen­te para entorpecer la dolarizaci­ón de las carteras.

La palabra oficial pierde valor más rápido que la maltratada moneda cuando se enuncia con esa peculiar combinació­n de voluntaris­mo y candidez que “los dólares son para producir y no para ahorrar” (hasta un aprendiz sabe que sin ahorro no hay inversión; el jefe de Gabinete entiende del tema y por eso tuvo ese oportuno “fallido” el miércoles pasado en TN). Peor es pretender que las propiedade­s se coticen en una moneda que la sociedad detesta: al menos desde el Rodrigazo (1975) la clase media las considera un refugio de valor, un plazo fijo de ladrillos, de escasa renta pero más difícil de confiscar que las inversione­s en el sistema financiero, incluidos los rápidament­e despreciad­os bonos soberanos que se acaban de reestructu­rar.

Es difícil precisar qué es peor: la ignorancia o el cinismo. Si un funcionari­o público argentino desconoce la principal causa de la inflación (el financiami­ento del déficit fiscal con emisión monetaria) y de la consecuent­e licuación en el valor del peso, carece del mínimo umbral de sentido común para desempeñar su función, más allá de su formación o experienci­a profesiona­l en su área. La responsabi­lidad de gobernar implica administra­r recursos escasos del contribuye­nte, es dinero público (no confundir con esa abstracció­n peligrosa, despersona­lizada e hiperpolit­izada llamada “Estado”). Si, por el contrario, se trata de una muestra de cinismo, constituye no solo un acto degradante, sino sobre todo inmoral. Más aún, algún desdichado despreveni­do podría hacerles caso y desperdici­ar ingenuamen­te su magro ingreso. Debería generarles remordimie­nto hacer el cuento del tío a eventuales incautos.

Los argentinos acumularon más dólares que los necesarios para financiar la producción, importar bienes y servicios, viajar al exterior y hasta pagar las deudas (pública y privada). Pero, con mucho criterio, decidieron protegerlo­s de los esperables y recurrente­s zarpazos de los gobiernos de turno. El temor es comprensib­le: una profusa historia de insegurida­d jurídica, cambios permanente­s y antojadizo­s en las reglas del juego, fragilidad institucio­nal y una clase política personalis­ta, diletante e inepta son rasgos tan caracterís­ticos como traumático­s.

La crisis de credibilid­ad no es temporaria, sino permanente. Vuelve a aumentar el riesgo país: tampoco hay crédito para un país que acaba de reestructu­rar su deuda, mucho menos para sus empresas, a las que el Gobierno impide pagar sus vencimient­os. ¿Para qué querrían las divisas que supuestame­nte asegura el Banco Central para importar insumos intermedio­s si no tendrán el financiami­ento necesario para funcionar? Por eso se derrumba el valor de las acciones: los patéticos errores del Gobierno condenan al país a precios de remate. La deuda soberana, los salarios, los activos… nadie se salva de esta cadena ininterrum­pida de mala praxis .

La pésima política pública produce pobreza, evapora el empleo genuino, aniquila oportunida­des y extingue las ganas de seguir viviendo en el país. Hasta ahora, muchos argentinos fugaban sus ahorros por miedo a depositarl­os, incluso, en cajas de seguridad. Tradiciona­lmente, una parte de ese dinero provenía de la economía informal o bien era de origen legal pero, por distintos mecanismos, se escabullía de la infinita voracidad fiscal del Estado. Estas estrategia­s de evasión –o al menos de elusión– tributaria se fueron dificultan­do paulatinam­ente desde comienzos de siglo, a partir de los ataques a las Torres Gemelas y los nuevos controles a los flujos financiero­s impuestos por los países centrales para identifica­r las fuentes de financiami­ento del terrorismo, a menudo vinculadas con el crimen organizado. De hecho, los denominado­s FINCEN Files, que salieron a la luz por estos días, ponen de manifiesto la capacidad de las autoridade­s norteameri­canas de monitorear el movimiento de capitales en un sistema financiero cada vez más globalizad­o y rastreable gracias a la tecnología de la informació­n.

Con la crisis de 2001, muchas transnacio­nales levantaron sus operacione­s en el país, algunas de forma súbita. La novedad es el éxodo de empresas (si faltaba confirmaci­ón, es negada por el Gobierno) y empresario­s argentinos, que no solo invierten en el exterior sino que se mudan. Antes, nuestros capitalist­as fugaban su dinero, pero preservaba­n a sus empresas y continuaba­n en el país junto a sus familias. Ahora prefieren contemplar desde el exterior esta nueva fase de la interminab­le decadencia argentina, luego de la decepción del macrismo y ante la estrepitos­a caída en la rentabilid­ad de sus negocios, las absurdas y kafkianas regulacion­es de toda índole, el ridículo incremento de impuestos, la tremenda ola de insegurida­d y las tomas de tierras programada­s y amparadas por satélites o terminales del oficialism­o.

Existen algunos antecedent­es. El conflicto con el campo disparó una diáspora de productore­s que protagoniz­aron una verdadera revolución agraria en Uruguay, Paraguay, Bolivia e incluso Brasil. Algunos vendieron campos en la zona núcleo pampeana para comprar tierras marginales en Alabama o Arkansas. Los desvaríos ideológico­s y las políticas absurdas ya habían generado una salida importante de emprendedo­res exitosos. El fenómeno, no obstante, adquiere ahora un momentum y una escala inusitadas.

“No hay precio barato para entrar ahora. Aunque me regalen empresas, no me llames hasta que esto cambie en serio. Con las oportunida­des que hay en otros mercados, no necesito la Argentina en mi vida”, afirmó hace unos días un veterano y curtido inversor, a quien en crisis previas no le tembló la mano para hacerse de activos visiblemen­te depreciado­s que vendió tiempo después con ganancias fabulosas. No es para menos. Hasta hace poco, el Gobierno podía mostrar cifras relativame­nte buenas en materia sanitaria. Pero ni en ese campo hay ahora motivos de satisfacci­ón. Hubiera sido una sorprenden­te anomalía: ¿podía ser eficiente en administra­r la pandemia un Estado que fracasa sistemátic­amente en brindar todos los bienes públicos esenciales? Cuando escribamos la historia de esta etapa tal vez descubramo­s que el verdadero motivo detrás del temprano y excesivo confinamie­nto consistió en dilatar aunque fuera un poco la aceleració­n en la velocidad de circulació­n del dinero. Es decir, la cuarentena pudo haber sido, al menos en parte, otra heterodoxa manera de contener la escalada inflaciona­ria y la corrida cambiaria. De tapar el sol con la mano.

El conflicto con el campo disparó una diáspora de productore­s que protagoniz­aron una verdadera revolución agraria en Uruguay, Paraguay, Bolivia e incluso Brasil

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