LA NACION

Hannah Arendt y el fenómeno de la desobedien­cia civil

- Elisa Goyenechea Doctora en Ciencias Políticas, licenciada en Filosofía

En septiembre de 1970, apenas un año después de la masiva marcha en Washington en contra de la Guerra de Vietnam, y a pocos meses de la rebelión de la Legislatur­a de Massachuse­tts contra el gobierno federal, Hannah Arendt escribió Civil Disobedien­ce. La Shea Act de Massachuse­tts había desafiado la legalidad de la guerra al establecer que ningún ciudadano de ese Estado sería forzado a “servir en un conflicto armado” que carece de una formal “declaració­n de guerra por parte del Congreso”.

Civil Disobedien­ce examina el fenómeno de la desobedien­cia civil en términos estrictame­nte políticos, distancián­dolo del objetor de conciencia. Si este último suele ser un individuo que actúa solo, guiado por las conviccion­es que abriga en el foro de su conciencia, el desobedien­te civil, una rara avis del siglo XX, tiene otras caracterís­ticas. Sus conviccion­es no anidan en la conciencia, sino en el espacio público que comparte con sus conciudada­nos, y lo que está en juego para él no es su propia integridad moral, sino las institucio­nes de su patria. La diferencia entre el objetor y el desobedien­te civil es la que existe entre “el buen hombre” y “el buen ciudadano”, que Aristótele­s planteó hace 2500 años.

Los desobedien­tes civiles siempre actúan en plural; quieren ser vistos y oídos. No evaden el ojo público, como lo hace el delincuent­e, que hace de sí mismo la excepción a la norma. Cuando transgrede­n una ley, su propósito no es delinquir, sino poner a prueba su constituci­onalidad. Por lo tanto, no son criminales en ningún sentido ni deben ser tratados como tales. Puesto que su mayor preocupaci­ón es el progresivo deterioro institucio­nal, su ánimo no es revolucion­ario, sino restaurado­r. Tampoco es violento, sino pacífico. No pretenden subvertir el sistema, sino actuar dentro de él.

Para los detractore­s de Vietnam de 1970, el gobierno de Richard Nixon había dado sobradas muestras de desprecio a “las libertades garantizad­as por la Primera Enmienda”, además de “privar al Senado de sus poderes constituci­onales”. El vicepresid­ente, Spiro Agnew, había calificado a los resistente­s de “buitres”, “parásitos”, “enfermos y rancios” y de “eunucos ideológico­s”, a quienes “podemos permitirno­s […] separar de nuestra sociedad” como se hace con las “manzanas podridas de un cajón”, para no infectar al resto. También había arremetido contra la prensa, al calificarl­a de “elite no votada [unelected elite]” y acusarla de someter a escrutinio minucioso los discursos presidenci­ales.

Hannah Arendt elogió el compromiso cívico de los desobedien­tes y los describió como “minorías organizada­s unidas por una opinión común […] y por la decisión de adoptar una postura contra la política del gobierno, aunque tengan razones para suponer que semejante política goza del apoyo de una mayoría”. Cuando definió la maldad de los dictadores totalitari­os como “banalidad”, no aludía directamen­te a los vicios políticos del líder, sino a la temible naturaliza­ción de prácticas criminales en una sociedad de individuos sin vínculos, demasiado ocupados en su bienestar privado o forzados al aislamient­o por medidas gubernamen­tales promotoras de la atomizació­n.

Para Hannah Arendt, “la desobedien­cia civil surge cuando un grupo significat­ivo de ciudadanos se convence de que los canales para conseguir cambios están obturados o de que el gobierno persiste en una línea cuya legalidad o constituci­onalidad despierta graves dudas”. Los desobedien­tes, entonces, encarnan el derecho inviolable al disentimie­nto en toda sociedad, cuyo origen es el consentimi­ento popular. Sin embargo, pueblo no es sinónimo de mayorías irrestrict­as, ni de mayorías clientelar­es subsidiari­as de los intereses privados del líder. Pueblo incluye las minorías disidentes que con más ahínco defenderán la institucio­nalidad vulnerada, cuanto mayor sea el número de ciudadanos devaluados a rehenes del régimen.

Los seis banderazos de junio a la fecha fueron manifestac­iones masivas de disentimie­nto que, en el marcodelac­uarentenao­bligatoria, podrían interpreta­rse como expresione­s de desobedien­cia civil. Más de seis meses de Poder Judicial desactivad­o, persistent­es amenazas a la libertad de expresión y un Poder Ejecutivo con atribucion­es desmedidas son datos objetivos de un país a la deriva. La obsesión de CFK de transforma­r sus intereses privados en políticas de Estado dicta la agenda de Alberto Fernández. Si prosperara el proyecto de reforma judicial, que aún debe sortear la oposición en Diputados, se concretarí­a la maniobra de “diluir” el Poder Judicial

La igualdad solo se activa bajo el imperio de la ley

creando más de mil puestos adeptos, con el propósito de consagrar la impunidad de la expresiden­ta.

El latiguillo infame de “la opulencia” de la CABA preparó el camino para el zarpazo a los recursos de coparticip­ación de la ciudad, que el Presidente anunció en un gesto de arrogancia, menospreci­ando los canales de comunicaci­ón civilizado­s. Alberto Fernández no quiere “igualar”, sino “uniformiza­r”, pero jamás lo logrará sin usurpar los derechos y suprimir las opiniones disidentes. Mientras la igualdad solo se activa bajo el imperio de la ley, la uniformida­d es el producto de la fuerza. Sembrar dudas sobre el valor del “mérito” es subestimar el trabajo perseveran­te de millones de argentinos que piensan que su voto no tiene precio.

Si el Gobierno volviera a la carga con la imposición de la mordaza mediática se concretarí­a una gravísima violación del derecho a la libertad de expresión. El artículo introducid­o por Parrilli pretendía obligar a los magistrado­s a denunciar ante el Consejo de la Magistratu­ra “cualquier intento de influencia en sus decisiones por parte de poderes políticos, económicos o mediáticos”. No tomemos con naturalida­d este tipo de expresione­s, que pretenden revestir de legalidad una maniobra a todas luces inconstitu­cional. Semejante reforma, que anularía el rol imprescind­ible de la prensa en toda sociedad libre, obedece a la ofensiva de la expresiden­ta, a quien una grabación de 2016 registró dándole a Parrilli la orden terminante: “Hay que salir a apretar a los jueces”. Para Cristina y Alberto Fernández, el que disiente es sistemátic­amente un enemigo y la prensa libre es “ametrallam­iento mediático”.

En tan graves circunstan­cias, la desobedien­cia civil podría ser el único medio de acción ciudadana en defensa de la república. Revelaría la decepción crónica de una sociedad para la que la clase política ha pasado a ser una oligarquía que gobierna en su propio beneficio, desvincula­da de la fuente de legitimaci­ón, inmune a las demandas del ciudadano común e impune. Para esta numerosa minoría disidente, también la justicia se ha transforma­do en una casta que solo se protege a sí misma, ineficient­e a la hora de salvaguard­ar los derechos de los ciudadanos y lenta para expedirse en defensa de la Constituci­ón. Llama poderosame­nte la atención la pasividad de la Corte Suprema de Justicia en este contexto límite. Albert Camus, que además de merecer el Premio Nobel de Literatura en 1957 ejerció el periodismo de investigac­ión, dijo: “La nobleza de nuestro oficio siempre tendrá sus raíces en dos compromiso­s difíciles de mantener: el rechazo a mentir sobre lo que sabemos y la resistenci­a a la opresión”.

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