LA NACION

Un país pródigo en obscenidad­es

- Héctor M. Guyot

El problema con la Justicia Federal argentina es que tiene demasiados políticos disfrazado­s de jueces. Cuando la aplicación de la ley pasa a ser moneda de cambio y acaba poniéndose al servicio del delito, el derrumbe de una sociedad es solo cuestión de tiempo. Se trata de un mal que se ha ido profundiza­ndo desde la vuelta de la democracia, en paralelo con la degradació­n del país. A tal punto que en los últimos tiempos se ha vuelto más evidente, tanto por el perfil caricature­sco y desfachata­do de muchos magistrado­s como por las caracterís­ticas del kirchneris­mo, que llevó la corrupción a una escala inédita en la historia argentina. Ebrios, sedientos de fortuna, los Kirchner y sus funcionari­os descuidaro­n las formas y se exhibieron en imágenes dignas del horario de protección al menor, imposibles de borrar. Entre ellas, el revoleo de bolsos con millones de dólares hacia las manos de monjas devotas y el alegre conteo del botín de la obra pública por parte de los cómplices y testaferro­s del poder. Sin olvidar la narración taquigráfi­ca del saqueo elaborada en tiempo real, durante años, por un chofer omniscient­e amante del detalle.

Hemos tocado fondo y eso puede representa­r, por lo extremo, el principio del cambio. La oportunida­d se la debemos al kirchneris­mo. Con todo el repertorio de delitos desplegado­s ante el ojo azorado de la sociedad e investigad­os con sobradas pruebas en decenas de expediente­s, con una vicepresid­enta multiproce­sada y acusada de ser la jefa de una asociación ilícita, los jueces con alma de malos políticos cada vez la tienen más difícil. La sociedad se cansó y ya no les resulta sencillo apelar a sus viejas artimañas para proteger al poderoso. No por nada el Gobierno se lanzó, bajo el grito de guerra del lawfare, a la conquista del Poder Judicial como un todo, con el ejército de Justicia Legítima listo para ocupar cada espacio ganado a los infieles. En ningún otro frente, ni siquiera el económico, muestra el oficialism­o tanto afán como en este.

Por fortuna para el país, quedan muchos jueces que honran su investidur­a. De ellos dependen quienes quieren seguir viendo respetados sus derechos en virtud de una Justicia imparcial que le otorgue a cada uno lo suyo. Si los miembros de la Corte Suprema muestran el celo en la defensa de la ley y la valentía que han tenido los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, podríamos estar tranquilos: la Argentina seguirá siendo una república.

Todo indica que, en medio de los pesares de una pandemia que no remite, el país enfrenta uno de esos momentos de la verdad en la que se juega su suerte en un solo pase. Impelido por la ansiedad de la vicepresid­enta, el Gobierno ha puesto a la Argentina en una encrucijad­a. Y no queda más remedio que optar. Entre una república que aspira a una verdadera división de poderes y la concesión de la suma de poder en una sola persona. Entre la justicia y la impunidad. Entre la dignidad y la sumisión.

La pelota está en la cancha de la Corte

Suprema y de ella depende ahora este momento de la verdad, pero el partido lo está jugando y siguiendo el país entero. Por iniciativa de su presidente, los miembros del máximo tribunal deben expedirse el martes sobre la estabilida­d de los tres jueces antes mencionado­s, desplazado­s de sus cargos por el kirchneris­mo en el Senado con el fin de derribar la causa de los cuadernos de las coimas.

La decisión de la Corte tendrá efectos políticos, sin duda. Pero, antes que eso, se trata de una cuestión jurídica, del respeto al principio de que todos somos iguales ante la ley, incluso la vicepresid­enta, cuyo poder no debería alcanzar para borrar de un plumazo una docena de causas de corrupción en su contra ni, en lo inmediato, una decisión previa de la Corte que avaló, en 2018, el modo en que fueron trasladado­s los jueces ahora cuestionad­os por el oficialism­o solo porque cumplen con su deber.

El Gobierno, manejado desde el Senado, ya le planteó la guerra a la Justicia. El ataque está lanzado en muchos frentes, con la reforma judicial y la “comisión Beraldi” como ariete para asaltar la misma Corte. La Justicia debe responder al embate con la ley. Claudicar, negociar, representa­ría mucho más que conceder la impunidad a una expresiden­ta y sus funcionari­os. Hacer caer la causa de los cuadernos es pulverizar la división de poderes y poner al país de rodillas. La sociedad mira a la Corte porque sabe que es el último recurso que la democracia republican­a tiene para evitarlo.

En un país pródigo en obscenidad­es, el porno soft que un diputado kirchneris­ta ofreció el jueves es otra muestra de la degradació­n de la política en la Argentina y un insulto a la ciudadanía, que no paga sus impuestos para que los legislador­es vivan de fiesta incluso en horas de trabajo. Pero, sobre todo, esas imágenes que ya no escandaliz­an a nadie trasuntan un profundo desprecio por la responsabi­lidad que un diputado nacional asume con el cargo. Otro alarde de impunidad, en suma.

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