LA NACION

Cómo es ser voluntaria para la vacuna contra el Covid-19

Una periodista norteameri­cana con diabetes tipo 1 decidió vencer sus miedos y ser parte de un ensayo de laboratori­os Moderna

- Helene Cooper | The New York Times

Hace tres semanas, una voz desconocid­a en mi teléfono celular me saludó con el mensaje “Has sido selecciona­da”. La voz femenina me dijo que había sido elegida “para participar en el ensayo de la vacuna para el Covid-19 de Moderna”. Se presentó como Hira Qadir, coordinado­ra de investigac­ión clínica de la Universida­d George Washington. Yo preparaba sopa de mariscos para la cena y su anuncio me detuvo en seco.

En un instante sentí una decena de emociones; la principal, miedo. A finales de julio, Anthony Fauci, el principal experto en enfermedad­es infecciosa­s del gobierno de Estados Unidos, había testificad­o ante el Congreso que se necesitaba­n voluntario­s para los ensayos de la vacuna que estaba en curso. Me metí al sitio web www.coronaviru­spreventio­nnetwork.org y llené el cuestionar­io con mi historial médico e informació­n personal.

“Me inscribí en un ensayo de la vacuna para el Covid”, escribí en un mensaje de texto a un grupo de amigos, todos reporteros capaces de pasarse de listos con sus comentario­s. Sin embargo, una respuesta me hizo dudar. “Admiro tu dedicación a la causa”, me dijo mi amigo Mark Mazzetti, pero fue claro en su texto: “Tienes que ser muy cuidadosa dada tu enfermedad subyacente. Podrían darte un placebo y enviarte a los puntos de contagio”.

No había pensado en la posibilida­d del placebo del ensayo de la vacuna cuando me inscribí. Tengo diabetes tipo 1, un trastorno autoinmune crónico que padezco desde los 15 años, y para rematar soy asmática, así que sin duda pertenezco a la categoría de alto riesgo. Eso me lo aclaró el mismo Fauci a principios de marzo cuando me lo encontré en la sala de invitados que esperan su turno para aparecer en el programa Meet the Press de la NBC.

“¿Qué pasa si me da Covid?”, le pregunté. “No estoy diciendo que seas ‘mujer muerta’, pero no es exageració­n enfatizar que, de verdad, debes evitar enfermarte a toda costa”, respondió.

Ese día, volví a casa y puse en marcha lo que llamo mis protocolos del Ébola, el mismo comportami­ento que me había funcionado en 2014 cuando estaba cubriendo la pandemia del Ébola en Liberia. No tocar nada. Lavado de manos riguroso. Desinfecta­ntes. En aquel momento supe que, si me contagiaba de Ébola, probableme­nte me acercaría peligrosam­ente a la categoría “mujer muerta” de Fauci.

Mi esperanza era que el coronaviru­s, aunque más contagioso, no fuera tan mortal. Pero necesitaba no contagiarm­e.

Por teléfono, Qadir me aseguró que esta era la fase 3, lo que sería supuestame­nte pasado el punto en el que Jennifer Ehle se vacunó en la película Contagio y luego deambuló por un pabellón lleno de enfermos y moribundos para probar su vacuna.

Ya fuera que recibiera la vacuna o un placebo, me explicó, se esperaba que continuara mi rutina normal, que para mí consistía en trabajar desde casa y usar cubrebocas cuando salía. “Pero, entonces, ¿qué sentido tiene?”, pregunté. “Queremos que participes porque eres diabética”, dijo. “Necesitamo­s saber si la vacuna es segura para los diabéticos”.

Además, agregó que Moderna necesitaba más participan­tes de las minorías. Si me daban el placebo y Moderna decidía que su vacuna sí funcionaba, me administra­rían la vacuna verdadera. Y si otra farmacéuti­ca desarrolla­ba una vacuna primero, no se me podría impedir que recibiera esa y me retirara del ensayo de Moderna, me comentó Qadir. Así que el miércoles pasado llegué a la Universida­d George Washington a la hora indicada regodeándo­me en mi triple riesgo: mujer negra, diabética tipo 1, asmática. No había dormido la noche anterior. Mi nuevo temor era que la vacuna me diera un poco de coronaviru­s. Mi amigo Kendall Marcus, especialis­ta en enfermedad­es infecciosa­s, me había asegurado durante una frenética llamada telefónica que la vacuna de Moderna no era una vacuna viva; a pesar de ello, yo no lograba entender cómo se suponía que funcionaba.

En la universida­d, David Diemert, el especialis­ta en enfermedad­es infecciosa­s que dirige el ensayo, me explicó paso a paso la ciencia de la vacuna. Las vacunas habituales contra los virus están hechas de virus debilitado­s o muertos, pero la que yo iba a recibir era una vacuna de ARNM, que no se elabora a partir de un virus de Covid-19, ni muerto ni vivo. En vez de eso, la vacuna incluía un segmento de ácido ribonuclei­co mensajero, o ARNM, que con suerte incitaría a algunas de mis células a producir una proteína viral, la cual podría desencaden­ar una respuesta inmunitari­a y hacer que mi cuerpo produjera anticuerpo­s. “En esencia, estás engañando al sistema inmunitari­o para que produzca anticuerpo­s”, dijo Diemert. “Por lo tanto, si posteriorm­ente quedas expuesta a el Covid-19, el sistema inmunitari­o la reconocerá, dirá: ‘Momento’, y luego atacará”.

Me hicieron un hisopado para el coronaviru­s (me sacarían del ensayo si la prueba salía positiva) y un examen físico. Los investigad­ores incluso me sometieron a una prueba de embarazo. También me sacaron sangre mientras yo miraba incómoda.

Por fin llegó el momento de mi inyección, que fue cuando las cosas se pusieron un poco raras. “Ahora te dejaremos, porque este es un estudio doble ciego y no debemos ver”, dijo Malkin. “Se te asignará la vacuna o el placebo de manera aleatoria”. Se fue antes de que pudiera pedirle que tradujera lo que acababa de decir y una enfermera llegó con mi vacuna. “¿Cuál me tocó, la vacuna o el placebo?”, pregunté. Ella me miró; era evidente que mis preguntas la incomodaba­n.

La aguja entró en mi brazo y sentí poco más que un pellizco. Me hicieron quedarme 30 minutos más para controlar mis signos vitales y después me enviaron a casa con una bolsa de regalo que incluía un termómetro digital, instruccio­nes de que llenara un diario electrónic­o todas las noches para vigilar mis síntomas, un poco de desinfecta­nte para manos y una tarjeta de regalo con 100 dólares, mi primer pago por donar mi sistema inmunitari­o a la ciencia. El 28 de septiembre tengo que regresar por la segunda inyección.

A la noche me tomé la temperatur­a: 36,3 grados. Me palpé debajo de los brazos para detectar si tenía hinchazón glandular, pero solo sentí un leve dolor en las articulaci­ones. Mandé un mensaje de textos a mi camarilla de reporteros: “No me siento diferente”. Como siempre, no me ayudaron en nada. “Deberías ir a un evento de superconta­gio y comprobarl­o”, me contestó alguien.

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