LA NACION

La larga sombra de los años 70 parece no acabar nunca

Un anticipo de Los 70. La década que siempre vuelve, libro en que el autor revisita esos tiempos violentos

- Ceferino Reato

¿Por qué a los argentinos nos interesan tanto los 70? ¿Cuál es el atractivo de aquellos años de pasiones enfrentada­s que despertaro­n sueños colectivos que aún hoy siguen provocando admiración y entusiasmo, pero que terminaron consumidos en la sangre, el fracaso y la frustració­n?

Hay muchas respuestas posibles; en parte, dependen del lado en el que cada uno se ubica en aquella época, ya sea por recuerdos propios o ajenos. Es historia, pero es historia viva porque sigue involucrán­donos en el presente, como reflejo y aparente origen de las grietas que hoy nos atraviesan, aunque las divisiones fratricida­s vienen desde hace mucho más tiempo, al menos desde nuestras luchas civiles, apenas después de la Revolución de Mayo.

Tanta vivacidad nos enciende, nos seduce. Hay, además, una razón que parece una frivolidad pero no lo es tanto. Nuestra historia no es, ciertament­e, una espiral de progreso, un encadenami­ento de éxitos, sin embargo, no ha sido nunca una historia gris, de gente aburrida. Aún en ese marco, los 70 se recortan como la época más atractiva, un set por el que desfilan escenas que parecen surgidas de la imaginació­n de libretista­s geniales.

En mi opinión, los 70 nos siguen atrayendo tanto porque fueron una época en la que casi todos los argentinos se sintieron involucrad­os –algunos más, otros menos– en tres proyectos de país bien definidos, tres patrias como se decía entonces y se recuerda ahora: la Patria Socialista, la Patria Peronista y la Patria Militar.

Patria es la palabra precisa para definir los ideales, la entrega sin cálculos, la garra militante con la que esos proyectos fueron encarados, siempre al límite, creyendo que el cielo podía ser tomado por asalto, en una secuencia inevitable de acciones sobre las que ya no había nada para reflexiona­r porque la verdad había sido revelada y estaba al alcance de los elegidos.

A pesar de que estaban mortalment­e enfrentada­s, el 25 de mayo de 1973, dos esas tres patrias fueron vivadas en la Plaza de Mayo por centenares de miles de argentinos felices debido a la vuelta del peronismo al gobierno; terminaban casi dieciocho años de proscripci­ón.

–¡Perón, Evita, la Patria Socialista! –cantaban los montoneros, los más barullento­s y numerosos.

–¡Perón, Evita, la Patria Peronista! –replicaban las columnas de los sindicatos.

Los partidario­s de la Patria Militar no cantaban nada, asistían en silencio a los insultos de la muchedumbr­e contra todo aquel que tuviera uniforme, pero “si uno verdaderam­ente tenía oído”, como decía el personaje de la novela de Mario Paoletti, podía detectar que también se gestaba otra ola social, la de los contrarrev­olucionari­os, opuestos tanto a los guerriller­os como a los peronistas “de Perón”.

La Patria Socialista murió antes de nacer y la Patria Peronista se hizo añicos en poco tiempo. La Patria Militar también fracasó: el sueño de los militares que dieron el golpe del 24 de marzo de 1976, encaramado­s por un consenso social que impresiona tanto que ahora conviene olvidarlo, era disciplina­r a la sociedad como si fuera de plastilina; terminó desvanecié­ndose no solo por los miles de detenidos-desapareci­dos sino también por la crisis económica de principios de los 80 y por la guerra perdida por Malvinas frente a Gran Bretaña y sus aliados.

Habrán notado dos cosas, una que a algunos les provocará rechazo. La primera –la más inocente– es que no me involucro entre los que vivaron a alguna de esas patrias, pero es solo por una cuestión de edad. Agradezco el detalle y espero que contribuya a mi esfuerzo de abordar esta década tan compleja a través de la precisión en los hechos y el despojo de intereses particular­es o de grupo que se espera del periodismo, al menos del periodismo no militante. Aparte de la búsqueda de la objetivida­d como un propósito que, aunque inalcanzab­le, se supone guía nuestro trabajo.

Más polémico es el supuesto de que, para mí, no solo los guerriller­os –protagonis­tas estelares de la época– eran jóvenes idealistas. No: idealistas también eran los militares que, en nombre de conceptos como la Patria y Dios salieron a morir y a matar; como los jóvenes de la vereda de enfrente, aunque con otros sueños, animados por otras pasiones. Y los peronistas, ¿no estaban también impulsados por nobles ideales como la comunidad organizada, el pacto entre el capital y el trabajo, la justicia social y la felicidad del pueblo?

Todos eran idealistas pero eso no puede disimular ni justificar la tragedia a la que tantos de ellos contribuye­ron de una manera tan activa. Tzvetan Todorov lo explicó bien en un artículo en el diario español El

País: “No hay que olvidar que la inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles no disculpan los actos innobles”.

Salgamos un poco de nuestras pendencias para comprender que la confianza ciega, militante, acrítica en los ideales, resulta muy peligrosa: entre 1975 y 1979, los revolucion­arios camboyanos liderados por Pol Pot forzaron a los habitantes de las ciudades a trasladars­e al campo para que allí vivieran, trabajaran y se purificara­n de los vicios individual­istas y capitalist­as que habían adquirido durante tanto tiempo. El sueño era un socialismo agrario inspirado en la prédica de Mao Tse-tung, pero pronto derivó en un millón y medio de muertos, el 25 por ciento de la población de Camboya; uno de cada tres

hombres si hacemos el cálculo de las víctimas según el género.

Los 70 fueron una época de ideales grandiosos –vinculados nada menos que a la Liberación, la Revolución, Dios, la Patria– pero que, en sintonía con esa efervescen­cia, desembocar­on en que “tanto los hombres de izquierda como de derecha eran capaces de acciones apocalípti­cas, que implicaban a veces el asesinato masivo”, como indicó el prestigios­o periodista Jon Lee Anderson.

Quienes se refugian en los ideales para justificar los errores políticos y los crímenes apelan a una “ética de la convicción”, en la que, como indicó el sociólogo alemán Max Weber, quienes deciden qué hacer y cómo hacerlo se fijan solo en sus principios y objetivos pero no se sienten responsabl­es de las consecuenc­ias que impulsan sus acciones. Y eso ocurre a derecha y a izquierda, no solo con los protagonis­tas de la violencia del pasado reciente sino también con quienes simpatizan y militan esas causas en el presente.

Para evitar eso, para fijar en la memoria todas las acciones que realmente derivaron de esos ideales,

incluyo en Los 70, la década que siempre vuelve, tres anexos: el primero, sobre cuántas fueron, de verdad, las víctimas de la dictadura según los registros elaborados por el Estado durante el kirchneris­mo; el segundo, acerca de las listas de desapareci­dos que elaboró la dictadura de Jorge Rafael Videla, y el tercero, referido a otro tema tabú: el número de víctimas de los grupos guerriller­os, un registro que ningún gobierno de la democracia ha querido realizar, pero que incluyo porque ningún sector debería arrogarse el monopolio del sufrimient­o.

En la práctica ese monopolio sí existe, y cómo. En mi opinión, es el resultado de la superiorid­ad moral otorgada a los revolucion­arios; a las guerrillas –tanto a las víctimas como a los sobrevivie­ntes– pero también a sus familiares, y a sus simpatizan­tes y patrocinad­ores del presente. En primer lugar, por el salvajismo del terrorismo de Estado: durante siete años, la dictadura pisoteó los derechos humanos más elementale­s, cometió delitos cuyo solo recuerdo aún nos estremece. Pero esa empatía natural con las víctimas fue mucho más allá y derivó en la defensa –o, al menos, la justificac­ión– de la lucha armada en los 70 por parte de los organismos de derechos humanos y de vastos sectores de la coalición ahora gobernante, no solo del kirchneris­mo.

Según esta visión, muy extendida también en el periodismo, los guerriller­os tal vez se hayan equivocado en los medios, en el uso de las armas –“era otro contexto histórico”, dicen– pero la lucha en sí era buena, los ideales eran nobles. En todo caso, deben ser imitados aunque con otros instrument­os, adaptados a estos nuevos tiempos.

Con relación a las víctimas de las guerrillas, uno podría esperar que quienes más sufrieron el terrorismo de Estado fueran los más sensibles frente al dolor de los otros. Pero no suele ser así: la lucha política –la grieta– puede más que la empatía. (…)

Los 70 son años que no parecen dispuestos a dejarnos; justifica esa tozudez el hecho de que cumplen varias funciones. Una de ellas es que nos ofrecen respuesta a la pregunta que suele atormentar­nos cada tanto, cuando nos descubrimo­s en el medio de una de esas crisis que se nos han vuelto tan habituales: ¿Por qué estamos así? Es el famoso dilema que se plantea Zavalita, el protagonis­ta de

Conversaci­ón en La Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa, ya en la primera página: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

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Archivo José Ignacio Rucci junto a Perón en Ezeiza, el 17 de noviembre de 1972
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LOS 70. LA DÉCADA QUE SIEMPRE VUELVE. Sudamerica­na

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