Amores perros, retrato de un derrumbe
A veinte años de su estreno, la película de González Iñárritu mantiene tanto su vigencia artística como la intensidad de una mirada social que, en su momento y todavía hoy, da testimonio de un país fracturado por la violencia
Terminaba 1999 cuando entré al restaurante Los Guajolotes, uno de tantos sitios que han desaparecido en la Ciudad de México. Me dirigía a mi mesa cuando un mendigo se acercó a saludarme con extraña familiaridad. ¿Quién era esa persona caída en desgracia? La melena entrecana y la barba en desorden hacían pensar en un profeta del apocalipsis. Lo más preocupante eran sus uñas, largas, afiladas, maltratadas por el uso.
Tardé en reconocer a Emilio Echevarría, actor con el que he compartido proyectos. Sonrió ante mi confusión y justificó su aspecto de modo entusiasta: se preparaba para encarnar el papel de un guerrillero convertido en delincuente en una película. La mayoría de los involucrados trabajaban por primera vez. Emilio era el veterano de esa aventura: “Vas a ver”, prometió con ojos encendidos, y sus uñas rasguñaron el mantel. Fue la primera señal que presencié de Amores perros, la película que rasgaría el velo de la realidad nacional.
El inicio de un milenio suele estar cargado de augurios. En México, el año 2000 coincidió con el fin de una era política. Por primera vez en 71 años, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) reconoció su derrota en las elecciones presidenciales. Vicente Fox, candidato del conservador Partido de Acción Nacional (PAN), lideró el triunfo de la oposición. El insólito Fox llegó al poder como un populista carismático que mostraba su repudio al sistema pateando ataúdes de cartón con el emblema del PRI. Su imagen superaba con creces a sus programas de gobierno.
El momento del cambio
Después de siete décadas en el poder, el PRI había traicionado los ideales progresistas de la Revolución a la que debía su nombre. La corrupción, la desigualdad, la violencia, la discriminación racial y de género eran los sellos de un sistema político profundamente desgastado. La esperanza en el “gobierno del cambio” se fundaba, más que en las aptitudes del candidato triunfador y su partido, en la desesperación ante un país que se desangraba.
No es casual que la primera escena de Amores perros sea una violenta persecución en automóviles. Las historias que se intersectan en la película narran distintos planos de la violencia. El escritor Guillermo Arriaga y el director Alejandro González Iñárritu crearon un mundo propio y al mismo tiempo retrataron el trasfondo social que le daba origen.
Desde 1993 Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, era escenario de femicidios. En 1994 los zapatistas se habían rebelado en Chiapas para protestar por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Estados Unidos y Canadá en un país donde los pueblos originarios vivían, y siguen viviendo, en condiciones indignas.
Amores perros captó esas contradicciones: la ilusión de glamour y “primer mundo” de algunos personajes, la angustiosa pobreza de otros, la opresión de las mujeres.
Los escenarios son parte decisiva de esas tramas. La Ciudad de México no es retratada como una tarjeta postal, sino a través de espacios íntimos: traspatios, azoteas, vecindades, cuartos oscuros. La textura de la imagen refuerza la impresión de un escenario opresivo, desgastado, sensorial. En un hogar de clase media baja hay crucifijos, un altar, un póster del papa Juan Pablo II. En los siguientes veinte años la Iglesia evangelista ganaría terreno e incluso fundaría un partido político que hoy tiene diputados en el Congreso. En 2000, la mayoría de la población seguía confiando en el catolicismo para obtener milagros.
La corrupción ha sido el principal combustible de la dinámica social mexicana. De manera elocuente, todas las transacciones de Amores
perros se hacen en efectivo, pues pertenecen a la economía informal. De acuerdo con cifras oficiales, hoy en día el 56,7% de la población trabaja en tareas no reglamentadas, generando el 22,5% del producto bruto interno. Esta economía “sumergida” opera al margen de la Secretaría de Hacienda y facilita los ilícitos, de los que también se aprovecha la policía. En la ópera prima de González Iñárritu, un agente judicial funge de intermediario para que un ejecutivo contrate un asesino. Por su parte, un organizador de peleas clandestinas de perros muestra el sitio donde se hacen las apuestas y dice con orgullo: “Esta es mi empresa: no pago impuestos”.
En 2020, dos quebrantos sociales, recrudecidos por el encierro a causa del coronavirus, animan el debate nacional: la descomposición familiar y la violencia doméstica. Ambos están presentes en Amores perros, donde la mujer es una figura vencida de la que, pese a todo, se espera “calor de hogar”. En 1950, en su celebrada indagación de la identidad nacional,
El laberinto de la soledad, Octavio Paz definió a la madre ultrajada y sin embargo necesaria como un “inmóvil sol secreto”.
La historia fragmentaria concebida por Arriaga y González Iñárritu es el espejo a una realidad rota. Su forma ejemplifica su contenido. México aparece como un país “hecho pedazos” donde las ausencias son tan significativas como las presencias. Ahí, el principal fantasma es el padre.
El PRI ejerció una dominación patrimonial. Su poder autoritario no era el de una dictadura, sino el de un patriarcado que sojuzgaba y ayudaba en forma discrecional a sus hijos ilegítimos. Otro título de Octavio Paz describe ese papel: es El ogro filantrópico, el monstruo que concede favores. También la novela más influyente de nuestra literatura, Pedro Páramo, aborda la figura del padre.
Amores perros ocurre en un territorio de padres ausentes. La primera historia trata de dos hermanos que combaten entre sí; esa lucha está rodeada de un vacío: el padre ha desaparecido y la madre se limita a existir como una sombra que recoge desperdicios en la casa. En la segunda trama, un hombre abandona a su familia en aras de un ideal fashion (el romance con una modelo) que lo lleva a la tragedia. La tercera y defirros nitiva narración presenta a un padre que dejó todo para cambiar el mundo en la guerrilla; demasiado tarde, descubre que ni siquiera fue capaz de ayudar a su hija.
Tener un nombre
Las historias ponen en tensión diversas clases sociales. En esa encrucijada, la mujer solo puede ser víctima: una chica es el botín que dos hermanos disputan como perros de pelea; una modelo que pasa por dos mutilaciones, una cultural y otra física: luego de ser un comercial objeto del deseo, pierde una pierna; una esposa soporta las llamadas de la amante de su marido.
Con maestría, las distintas historias se unen a través de un personaje esencial de la vida mexicana: el perro. El título de la película se sirve de una expresión coloquial: algo “muy perro” es algo “fuerte”, “salvaje”, “cabrón”. El “amor perro” lastima.
En la cultura prehispánica, el ser humano requiere de un acompañante especial al inframundo: “El perro es un ser nocturno que, por lo tanto, conoce los caminos y ve los espíritus en la oscuridad”, escribe el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, refiriéndose a las investigaciones de la historiadora Mercedes de la Garza. Cuando los conquistadores españoles llegaron a Tenochtitlan, los aztecas comenzaban a sustituir los sacrificios humanos por los del animal que les resultaba más próximo; no elegían al cordero, como lo hizo el cristianismo, sino al perro.
México es el país de América Latina con más perros callejeros. De madrugada, en cualquier calle, se escucha al testigo omnipresente de la ciudad: un perro aúlla en la penumbra.
Como los gallos de pelea, los pepueden ser animales de la fortuna. Amores perros fue el primer largometraje de un actor llamado a hacer época: Gael García Bernal. Su personaje, Octavio, entrega a su perro a una economía salvaje, en la que puede perderlo o ganarlo todo. Muy distinta es la historia de la modelo cuya pequeña mascota escapa rumbo a un entresuelo habitado por ratas. Por último, “El Chivo”, quien tomó las armas en la guerrilla de los años setenta, recorre la ciudad buscando desechos que aún valgan la pena acompañado de perros sin raza.
En el México profundo, donde los pueblos originarios mantienen sus tradiciones, la figura del nahual adquiere un importante valor simbólico. Es el avatar que representa el destino de una persona. El perro en el que Octavio deposita su suerte termina herido en manos de “El Chivo”. El antiguo guerrillero cuida al animal enfermo y lo integra a su jauría. Cuando el perro sana, responde a su instinto depredador y liquida a los demás perros.
Uno de los mejores relatos de Juan Rulfo, escrito en los años cincuenta, lleva el título de “No oyes ladrar los perros”. El protagonista es un campesino que carga a un herido. Se dirigen a un pueblo donde esperan ser socorridos. Sabrán que llegan ahí cuando oigan el ladrido de los perros. Medio siglo después, el primer largometraje de González Iñárritu comienza con otro herido en busca de salvación, acompañado de su avatar, un perro que también se desangra.
En la última secuencia conocemos el nombre de ese perro: Negro, lo cual confirma otro avatar; es el nahual del director, Alejandro González Iñárritu, cuyo apodo es el Negro.
“¿Qué hay en un nombre?”, pregunta Shakespeare. Amores perros confirma la amplitud de esa pregunta. La mujer por la que dos hermanos disputan tiene un bebé que no ha sido bautizado: podría llamarse como cualquiera de los dos. “El Chivo” solo recupera su nombre de pila al recobrar su antigua identidad como padre. Cuando el perro más significativo de todos recibe un nombre, termina la puesta en escena. En un país de víctimas y desaparecidos anónimos, pocas cosas importan tanto como un nombre.
Meditación sobre la violencia, el machismo, la pobreza y la forma en que las clases sociales chocan entre sí, Amores perros traza un mapa de ilusiones perdidas. Las derrotas de los personajes ocurren en un entorno lleno de esperanzas; por eso duelen más. En 2000 el colapso del sistema político mexicano anunció un futuro que no llegó a cumplirse. Filmada en el “momento del cambio”, Amores perros no reflejó el fin de una era, sino el inicio de un desplome. Su vigencia artística quedó garantizada desde un principio. A veinte años, su vigencia social es tan certera como preocupante: lo que sucedió entonces, sucede todavía.