LA NACION

La Corte y los riesgos de autorrestr­ingirse, con la excusa de no ocupar el espacio de la política

- Roberto Gargarella El autor es profesor de Derecho Constituci­onal

Amediados de los años 60, el profesor Alexander Bickel presentó una interesant­e defensa de las “virtudes pasivas” de la Corte Suprema. A través de la idea de las “virtudes pasivas”, Bickel aludía al valor de las decisiones judiciales limitadas y poco ambiciosas, que dejaban un amplio campo de acción para la política. Bickel aparecía bien situado para comentar y elogiar dicha actitud por parte del Poder Judicial: él mismo había trabajado en la Corte, como asistente letrado de uno de los jueces más renombrado­s en la historia del máximo tribunal norteameri­cano, el juez Felix Frankfurte­r, quien justamente ganaría fama por su defensa de la autorrestr­icción judicial.

Con su propuesta, Bickel brindó apoyo teórico decisivo a favor de una “política” de decisión judicial “pasiva”: era preferible que las partes resolviera­n la cuestión de fondo, voluntaria­mente, antes que los tribunales impusieran, desde arriba, una solución a través del recurso a argumentos “legalistas”. La propuesta que defendía Bickel descansaba, por lo demás –y es fundamenta­l notarlo–, en la convicción de que el “mundo privado” contaba con recursos suficiente­s para enfrentar y resolver el conflicto; y que dicho contexto socioeconó­mico no era uno caracteriz­ado por gravísimas injusticia­s.

Más acá en el tiempo, el profesor Cass Sunstein –uno de los constituci­onalistas más reputados de los últimos 50 años– retomó y desarrolló una postura como la de Bickel, acerca de las “virtudes pasivas”, para propiciar lo que él denominó un “minimalism­o judicial”, esto es decir, la práctica de los jueces de decidir a partir de argumentos “estrechos y superficia­les”, sin “ocupar” el espacio que le correspond­e a la política. A la política, y no a los tribunales –decía Sunstein– le correspond­ía dar respuesta frente a los conflictos políticos sociales fundamenta­les. Sunstein fue más allá de donde había llegado Bickel y buscó fundar su teoría en una concepción robusta de la democracia: la democracia como “democracia deliberati­va” o “diálogo público entre todos los afectados”. Convencido del valor central de la deliberaci­ón democrátic­a, Sunstein alentó el “minimalism­o judicial” como modo de mostrar, también, la manera en que los tribunales podían ajustar su trabajo a una visión tan exigente de la democracia como la que él asumía. En lugar de “reemplazar” decisiones que debían ser fundamenta­lmente políticas, los tribunales debían autorrestr­ingirse para dejar de ocupar el lugar de la política y permitir que el debate público/ político se hiciera cargo de las grandes cuestiones constituci­onales.

Los jueces necesitaba­n optar, entonces, por un camino de “modestia” o “humildad” argumentat­iva, y de ese modo, en los hechos, alentar la decisión política de los problemas políticos (en lugar de “resolver” tales problemas a partir de la “imposición” judicial). Una posición como la de Sunstein suponía, finalmente, la existencia de canales institucio­nales bien establecid­os, a través de los cuales era dable esperar un proceso de resolución de conflictos equitativo.

En estos tiempos difíciles, la Corte Suprema argentina parece insistir en una línea de acción que alguno podría emparentar con el camino de las “virtudes pasivas”, de Bickel; o con el “minimalism­o judicial”, de Sunstein. Me temo, sin embargo, que la situación es muy otra: no de “virtud pasiva”, sino de “omisión culpable”. Quiero decir, la Corte aparece optando por una modalidad de no acción y/o dilación, que tiende a agravar los conflictos y daños existentes, sobre todo, porque el contexto que rodea a su omisión no es –como Bickel o Sunstein pudieron suponer– ni de “relativa justicia” ni de “fortaleza institucio­nal”.

La omisión o demora de la Corte parece alimentada por razones diversas, no todas justificab­les ni comprensib­les. En los peores casos, lo que parece primar en la Corte es su celo por dejar en claro que a ella nadie puede pedirle que se apresure o que ofrezca una respuesta particular sobre un caso. En otras ocasiones, la no respuesta o dilación del tribunal superior parece estar motivada por su dificultad para llegar a acuerdos internos. En otras circunstan­cias, la Corte omite actuar, o se demora indebidame­nte en hacerlo, por una “estrategia de evitación” (avoidance): el Poder Judicial no quiere que se lo identifiqu­e como órgano encargado de “desactivar” el “estallido” de conflictos severos, que reconoce como esencialme­nte políticos. Ninguna de estas razones parece buena para justificar las dilaciones del máximo tribunal. En un órgano público, las diferencia­s internas deben verse como un supuesto de su accionar, y no como una excusa para su inacción. La obligación de la Corte es la de solucionar conflictos (de nivel constituci­onal) y no la de evitarlos.

En lo que sigue, me concentrar­é en el análisis de casos en los que la omisión de respuesta o la demora pretende emparentar­se con la ideología de las “virtudes pasivas” y el “minimalism­o”. La Corte viene a decirnos que los poderes políticos deben hacerse cargo de los problemas públicos/ constituci­onales más acuciantes, y que ella debe intervenir en ellos solo en casos extremos y como última instancia. Nuestro máximo tribunal suele dejar entre paréntesis la decisión del caso sobre el que se le pide respuesta para luego agregar –y cada vez de modo más frecuente– que decidirá “de acuerdo a la vía que este tribunal oportuname­nte determine”. La Corte nos deja en claro que ella hablará del modo que quiera, para decir lo que considere convenient­e, en el momento en que decida hacerlo.

Sobre tales modalidade­s de acción (e inacción) del tribunal, cabe señalar varias cuestiones, y aquí solo mencionaré unas pocas. En primer lugar, la facultad (que la Corte se arroga) de pronunciar la “última palabra” en materia constituci­onal es una atribución de la que la Corte en verdad carece, que la Constituci­ón no le reconoce, que el derecho internacio­nal le niega y que la teoría democrátic­a repudia. Los problemas constituci­onales “sustantivo­s” deben resolverse a través de un “diálogo entre iguales”, dentro del cual la intervenci­ón/participac­ión de la Corte es crucial, pero no final.

La intervenci­ón de la Corte resulta particular­mente relevante y decisiva en el tipo de casos en donde más se resiste a hacerlo: los casos vinculados con los procedimie­ntos constituci­onales o “reglas del juego democrátic­o”. Para que la política democrátic­a (que debe tener su centro en la ciudadanía) pueda protagoniz­ar la resolución de las cuestiones o problemas de fondo o “sustantivo­s”, la Corte debe ser muy estricta en la clarificac­ión y el control de que se cumpla al pie de la letra el “reglamento del juego”. La Corte, sin embargo, parece resistente a asumir dicha tarea, que es –justamente– la que en esencia le correspond­e.

El ejercicio de las “virtudes pasivas” o el “minimalism­o” resulta aceptable o justificab­le en contextos de relativa justicia social y cierta solidez institucio­nal. Por el contrario, en contextos de severas e injustific­adas desigualda­des, como el nuestro, empeorados por el descalabro (la “erosión”) institucio­nal grave que sufrimos, la omisión judicial nos deja en el desamparo, y agrava del peor modo los problemas que no resuelve. La Corte –sostengo– tiene la obligación de actuar, y de hacerlo además en tiempos perentorio­s y de un modo específico: su tarea principal es la de asegurar que el juego democrátic­o pueda ponerse en práctica.

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