Un presidente que abre todos los frentes a la vez
En la misma semana se enfrentó con la oposición, los medios, un sector de la población y la Corte Suprema de Justicia; Alberto Fernández aparece cada vez más mimetizado con Cristina Kirchner
La realidad devora esperanzas sin tiempo de parpadear. Entre el canje de deuda exitoso y el supercepo mediaron menos de tres semanas. Los dólares no llegaron y los pocos que había vuelan de los bancos por muchas restricciones que se impongan.
El deterioro económico y productivo agita los ánimos de un equipo de gobierno que desde el primer día debe gestionar bajo la atenta mirada de Cristina Kirchner, jefa indiscutida del Frente de Todos, y los auditores de La Cámpora y el Instituto Patria. La división del trabajo interno se terminó de trastocar. Ella ya no se conforma con delegar en el Presidente la administración de la crisis.
El rumbo incierto de la economía no solo carcome la popularidad del Gobierno, sino que empieza a dibujar incógnitas sobre el futuro electoral del kirchnerismo. Las guerras que se propuso dar Cristina en el terreno institucional requieren poder, un bien que suele esfumarse cuando hay bolsillos vacíos y expectativas sombrías. La vicepresidenta mantiene muy afilado el instinto de supervivencia. Lo demostró, sin ir más lejos, cuando eligió a Alberto Fernández como candidato a suceder a Mauricio Macri después de convencerse de que ella no podría ganar al tope de la boleta.
“Cristina está viendo decisiones que no le gustan. Ella es parte central de este gobierno y se va a involucrar todo lo que haga falta”, sostiene un dirigente de trato cercano con la vicepresidenta. Ya no son extraordinarias sus visitas a Olivos para reunirse con Fernández (a un ritmo semanal este mes) y transmitir sus (im)presiones.
El Presidente decidió poner el cuerpo a las decisiones que surgen de esos cónclaves. En su entorno insisten en que de ninguna manera recibe y ejecuta órdenes. Si no que es un intercambio del que sale una síntesis. Ponen como ejemplo la continuidad en el puesto del presidente del Banco Central, Miguel Pesce, íntimo amigo de Fernández y muy apuntado por Cristina por la crisis de las reservas. Pesce sigue en su asiento, pero mira a sus espaldas. Se juega buena parte de su destino en la semana que empieza, cuando se regularice la compra del dólar ahorro y el cambio de mes reabra el cupo a millones de potenciales ahorristas. El viernes, con solo un rato de operaciones habilitadas, tuvo que vender US$80 millones para cubrir la demanda.
El sector más radical del kirchnerismo, cuya misión original era construir poder con vistas a un futuro no tan lejano, también se inquieta con las cifras abrumadoras de caída de actividad, pérdida de empleo, pobreza y sequía de divisas. El papel de comentaristas externos de la gestión albertista empieza a resultarles un juego peligroso en un país tan acostumbrado a que el corto plazo se devore ilusiones futuras. De esas ansiedades se alimentan los rumores de cambios en el gabinete.
Discurso K
A la inestabilidad interna Fernández la enfrenta con un traje de kirchnerismo cerril. Esta semana completó el giro hacia un discurso de enfrentamiento. La vieja idea de que la guerra unifica.
Decidió abrir todos los frentes a la vez. Acusó a la oposición de “desestabilizadora”, dijo que los principales medios de comunicación “tergiversan la realidad” en defensa de intereses oscuros, señaló a empresarios, enojó a buena parte de la población con su discurso de desprecio al mérito y el viernes se enfrentó a Carlos Rosenkrantz, presidente de la Corte
Suprema, por el caso de los jueces desplazados Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli.
La ofensiva contra Rosenkrantz fue una jugada celebrada en el Instituto Patria. Cristina Kirchner le adjudica al juez una sintonía directa con el macrismo y ve una maniobra opositora en la convocatoria que hizo para que la Corte decida este martes sobre el recurso de per saltum presentado por Bruglia y Bertuzzi contra la anulación de los traslados por decreto a la Cámara Federal porteña.
Al atacar públicamente a Rosenkrantz –y a la Corte toda cuando la acusó de ignorar la agenda de género–, el Presidente asume sin matices la agenda de su vice en la cruzada contra los jueces que la investigaron o deben fallar en las causas en su contra. Sumó una presión política inmensa a la votación que tienen que ejecutar los cinco integrantes del tribunal. La lógica del todo o nada.
Cepo, descalificación del periodismo, acción directa sobre el Poder Judicial, palabras despreciativas contra los argentinos que no lo apoyan, hasta toreos inconducentes a Estados Unidos (como fue la batalla perdida por el BID) exhiben a un Fernández resignado a mimetizarse con su madrina política. La recurrente alusión a que es “un hombre de diálogo” asoma aún en sus discursos como una rebeldía del inconsciente.
Esa característica diferencial –la del dirigente capaz de escuchar en paz posiciones contrarias– la preserva en el trato privado. Puede encontrarse, por ejemplo, con Horacio Rodríguez Larreta y hablar sin levantar la voz del diferendo que abrió con el recorte intempestivo de 1,18 puntos de coparticipación. Pero el rumbo de los últimos meses –que tuvo un punto de partida en la expropiación de Vicentin– cancela la opción del acuerdo como herramienta de acción política.
La única batalla
Todo confluye –como en el último kirchnerismo– en una única batalla general entre “los defensores del pueblo” y los que quieren “desestabilizar la democracia”. En la misma bolsa caen quienes cuestionan la falta de un plan económico, los jueces que investigan la corrupción, el que se queja de la cuarentena o el empleado de clase media que compra un puñadito de dólares para proteger sus ingresos.
El 2020 era un año no electoral, ideal para el acuerdo económico -social que imaginó Fernández antes de asumir. La pandemia le abrió la puerta para sumar a sectores opositores, que priorizaron la atención del desastre sobre sus intereses particulares. Las encuestas de opinión alentaban ese camino.
La ventana de oportunidad se cierra, con el calendario electoral en el horizonte y un presidente que se consumió el plus de imagen positiva que le dio el manejo inicial de la crisis sanitaria y dilapidó la confianza de sus adversarios.
Un ejemplo palmario fue el que evidenció el diputado lavagnista Jorge Sarghini en la última sesión de la Cámara de Diputados, cuando alertó con palabras dramáticas que el kirchnerismo había modificado al filo de la votación un proyecto que tenía casi pleno consenso. El país comentaba la obscenidad del dipubarrabrava Juan Ameri, mientras en paralelo se cometían groserías legislativas de otra clase. Con la ropa puesta.
La inercia lleva a Fernández al ring en lugar de a la mesa de diálogo en un país que esta semana constatará que casi el 50% de su población vive por debajo de la línea de pobreza. La inquietud aumenta cuando aparecen sondeos que señalan, en contraposición, una valoración consistente de Larreta (por caso, Opinaia registró por primera vez esta semana al jefe porteño por encima del Presidente en un estudio nacional).
En el círculo cercano del Presidente diseñan acciones para fortalecer su figura. Más recorridas por el conurbano y el interior. Fotos con intendentes y gobernadores. Mensajes optimistas. Y la audacia definitiva del baño de multitudes. Intendentes, sindicalistas y dirigentes reciben a diario llamadas desde Olivos para saber cómo va la organización de la movilización por los 75 años del 17 de Octubre.
La misa peronista está en veremos por la pandemia y por la fragilidad de la economía. Los muertos se siguen acumulando (incluso los “olvidados” en la estadística del gobierno de Axel Kicillof). Y la sequía de dólares anticipa nuevas medidas ingratas en un país que arrastra una década entera de recesión casi ininterrumpida. Demasiados obstáculos para concretar el ansiado “banderazo de los argentinos de bien”.