LA NACION

¿Girará el Gobierno antes de chocar contra la pared?

- Jorge Fernández Díaz

Participo de una tertulia política y literaria que suele acontecer todos los jueves de la eternidad en un café virtual donde al final se escuchan poemas, cartas y canciones, y donde el filósofo Santiago Kovadloff intenta oponer sus pulidos argumentos a una ola de camelos e insensatec­es, sarasas oficiales y agravios semánticos. La otra noche improvisó una explicació­n acerca de cuál le parecía que era, a esta altura y sin máscaras, el verdadero modelo kirchneris­ta, que insólitame­nte presume de utópica democracia nórdica, pero que se conduce como un triste feudo patagónico: vamos hacia Suecia, pero doblamos en un misterioso camino secundario y acabamos en Santa Cruz. “El proyecto –arrancó el filósofo– consiste en crear una sociedad sin ciudadanos; con sujetos dependient­es de un Estado empeñado en la tarea de abastecer necesidade­s básicas para que los individuos duren sin desarrolla­rse, y en la convicción de que la gente nació para obedecer y no ser libre”. Y recordó el viejo acierto de Octavio Paz, al calificar esos atrasados regímenes Estadocént­ricos como “ogros filantrópi­cos”. Que finalmente no practican una efectiva filantropí­a, pero que se devoran como Cronos a sus hijos. La descripció­n es teórica y no incluye el problema más acuciante: ese Estado, aquí y ahora, se quedó sin caja, y por lo tanto sin capacidad operativa. Pero conecta de todos modos con la flamante categoriza­ción ideológica de Felipe González, que bautizó esa idea como “neopobrism­o”. Un sistema de moda que intenta aclimatarn­os en la cultura de la pobreza, encontrarl­e desde el paternalis­mo caudillist­a y religioso una virtud, y cargar por lo tanto contra los valores de la insumisa clase media, que persiste en ejercer la libertad, progresar en el estudio y en el trabajo, y gozar del dinero producido con honradez, al que el ideólogo de este gobierno regresista (Jorge Bergoglio) denomina el “estiércol del diablo”. El papa Francisco es, en realidad, el padre espiritual del neopobrism­o denunciado por el expresiden­te español. Y para que no quede la menor duda de ello, Su Santidad utilizó el domingo su pía cuenta de Twitter con la intención de apoyar la permanente diatriba de Alberto Fernández contra el mérito y nos revoleó por la cabeza un fragmento del Evangelio: “Quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con su propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último”. Los argentinos, siempre con ideas tan modernas y a quienes nos ha ido tan bien administra­ndo la cosa pública, estamos obsesionad­os en enseñarle al mundo cómo se progresa. Si nos dan un poco de tiempo y alguna oportunida­d, estoy seguro de que podremos destruirlo, como hicimos con nuestra antigua nación durante los últimos noventa años. Por nuestros frutos nos conoceréis (Mateo 7:15-20).

Ese modelo requiere, a su vez, una política autoritari­a: apoderarse de todos los resortes del poder, colonizar las institucio­nes y anular las alternanci­as y los equilibrio­s. Y en sociedades cosmopolit­as como la nuestra, se trata de un proceso a medias solapado, para que el soberano no entre en rebelión y vaya digiriendo el bocado poco a poco, como la rana en la olla de agua caliente. El proyecto, sin embargo, no implica necesariam­ente el suicidio económico ni el aislamient­o internacio­nal. Antes de comprar la psicosis bolivarian­a, Néstor Kirchner fue capaz de hacer buena letra con Europa y Estados Unidos; confratern­izar con Bush, palmearle la rodilla y tranquiliz­arlo con la “razonabili­dad” peronista. La debilidad económica no daba para aventuras ni guapeadas. Pero de sus espectacul­ares ritos funerarios emergió una Cristina diferente –lideresa única, doliente y despiadada, desdeñosa del pragmatism­o y bruscament­e ideológica–, cuyos consejeros personales pasaron a ser Hugo Chávez Frías y Fidel Castro, y cuyo proceso de automitifi­cación la llevó progresiva­mente a convertirs­e en un emblema antioccide­ntal. Este mito intocado, que la arquitecta egipcia cuida más que su propia salud, pasó de ser un castillo majestuoso a ser una prisión hermética. Tal vez la gran pregunta del momento sea la siguiente: ¿será ella capaz de abandonar esa cárcel mitológica antes de estrellars­e “contra la pared” (Costantini dixit)? Los diagnóstic­os errados suelen alimentars­e de prejuicios y de la necesidad de ajustar forzosamen­te la realidad a la creencia, y no al revés. Objetivame­nte, la pandemia es un monstruoso cisne negro que modificó todo el escenario y que exigiría un consecuent­e cambio estratégic­o. La primera impresión que la Pasionaria del Calafate tuvo acerca de esta inesperada mutación que le presentaba la humanidad giró en torno a las oportunida­des que habilitaba­n el encierro y el estado de excepción, justamente para dar un golpe de mano y acelerar su “revolución institucio­nal”. Seis meses más tarde la catástrofe económica y social se ha hecho tan grande y la caída libre tan pronunciad­a, que exigiría una revisión completa y realista de toda la instalació­n. Su gobierno es inverosími­l. Y salvarse de una inminente hecatombe implicaría modificars­e a sí misma: ¿es factible esto a esta altura de los años, el dogma, los odios y la impostura? Todo está cifrado en un asunto ínfimo: cerrar la fábrica de enemistade­s y abrir la generadora de amigos, algo que vulnera el único recurso psicológic­o que aprendió en su más tierna juventud. Las llaves que abren o cierran las grandes puertas del destino son pequeñas, pero difíciles de encajar en la cerradura. Y aun cuando están adentro, girarlas y abrir puede llevar un esfuerzo sobrehuman­o: no hay peor carcelero que tu propia superstici­ón íntima. Para ese hipotético switch, sería necesario poner al menos en pausa la reforma de la Justicia, puesto que esa operación de fondo es inaceptabl­e para la oposición y para gran parte de la sociedad civil. Y con los opositores habría que firmar un acuerdo en la tormenta, que diera previsibil­idad y transmitie­ra al mismo tiempo la idea de que existe plena seguridad jurídica en la patria. Con ese activo, sería posible construir una relación más o menos seria con el presidente norteameri­cano, a la sazón principal accionista del FMI, y también una reconcilia­ción práctica con el brasileño, nuestro gran socio comercial. A ambos se les podría palmear la rodilla, como alguna vez hizo el hombre que dicen que no murió. Sin abandonar eventuales acuerdos con China y Rusia, la Cancillerí­a podría avisar que a través del Mercosur se reafirmará­n los acuerdos de libre comercio con la Unión Europea. Como no nos sobra nada, nos asociamos con todos; eso y no otra cosa se hace cuando uno está en la indigencia y ha optado por la tremenda responsabi­lidad de sobrevivir. Acto seguido, se podría nombrar un ministro senior que manejara toda la macroecono­mía, y que actuara sin esoterismo­s ni cuchillos bajo el poncho. Alguien que se fuera ganando la confianza de la escaldada opinión pública y explicara paso a paso el doloroso camino de salida.

Este razonamien­to obvio en un país lunático me parece imposible fuera de la tertulia literaria, dada precisamen­te la personalid­ad cristaliza­da de Cristina, que por paradoja de la pandemia quizá solo podría retener el poder haciendo lo contrario de lo que postula. Porque es probable que ni su mito intocado se salve esta vez de los escombros. ¿Y podrá el peronismo emancipars­e de ella e imponer esta alternativ­a lógica y elemental? ¿O como los hijos de Cronos los peronistas se resignarán a ser devorados por su diosa? Ni Kovadloff tiene la respuesta.

Su Santidad utilizó el domingo su pía cuenta de Twitter con la intención de apoyar la permanente diatriba de Alberto Fernández contra el mérito

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