LA NACION

Egresados de aulas cerradas, el sacrificio de una generación Luciano Román.

Casi medio millón de adolescent­es argentinos deberían estar cursando su último año de secundaria; con escuelas clausurada­s, las consecuenc­ias son aún inciertas

- Luciano Román

Un padre y una madre sientan a su hijo o a su hija de 17 años y le dicen: “Este año no irás a la escuela, no practicará­s deporte, no saldrás con tus amigos ni invitarás a nadie a casa, no harás el viaje de egresados ni irás a ninguna fiesta. No saldrás los fines de semana, no irás al cine, ni tampoco a lo de los abuelos. Olvidate, también, de hacer planes para las vacaciones”. La escena parece remitirnos a un experiment­o cruel. Y provoca inevitable­s interrogan­tes: ¿qué secuelas le quedarán al adolescent­e después de semejantes restriccio­nes? ¿Qué marcas dejará en su vida la ausencia de esas experienci­as? ¿Cómo va a asimilar la pérdida de cosas que no podrá recuperar? Esta es la situación que atraviesan casi medio millón de adolescent­es argentinos que deberían estar cursando su último año del colegio secundario. Es una generación de egresados virtuales, que probableme­nte carguen con un trauma que hoy recién se está incubando.

El cierre de las escuelas ha provocado múltiples consecuenc­ias, muchas de ellas todavía ocultas y difíciles de dimensiona­r. La situación más dramática es, sin duda, la de los chicos que han perdido toda conexión con el colegio y han quedado a la intemperie, expuestos a todos los riesgos que implican los contextos de alta vulnerabil­idad. Pero entre los alumnos que terminan un ciclo la situación adquiere matices singulares y podría provocar una suerte de herida generacion­al.

La suspensión de clases presencial­es no solo ha tenido un impacto estrictame­nte educativo. Ha implicado, en términos psicológic­os, la pérdida irreparabl­e de una experienci­a vital. Ha encerrado más a una generación que ya vivía muy encerrada. Ha acentuado la dependenci­a tecnológic­a de jóvenes que ya lidiaban con ese problema. Los ha alejado del mundo real, del contacto físico con los otros, de los roces naturales que implican maduración y crecimient­o. Los ha expuesto a una convivenci­a forzada en contextos y espacios familiares que en muchos casos no son ideales. Los ha dejado sin des ahogo, con energías reprimidas y sueños frustrados. A muchos les ha alterado el sueño. ¿Cuáles serán las consecuenc­ias? Varios especialis­tas ya hablan de un impacto en la salud emocional de los adolescent­es, con mayores niveles de ansiedad y fragilidad, con mayores riesgos –también– de caer en cuadros depresivos, desórdenes alimentari­os y adicciones.

Lo único que les ha quedado a los adolescent­es es el celular y, con él, las redes sociales. La tecnología ha sido una tabla de salvación, porque los mantuvo conectados con el mundo. Si su vida ya pasaba en buena medida por las pantallas, esa tendencia se agudizó. Aquellos padres que intentaban limitar el uso de dispositiv­os tuvieron que flexibiliz­ar o suspender esas reglas. Los chicos quedaron encorsetad­os en su mundo virtual, más aislados en burbujas digitales y dependient­es de las redes para tejer y sostener sus vínculos sociales; más expuestos –también– al riesgo de manipulaci­ón a través de los gigantes tecnológic­os. Los celulares han sido un salvavidas, pero también un peligro. Muchos padres miran con preocupaci­ón la dependenci­a digital, que lleva a millones de adolescent­es a un sedentaris­mo extremo y a sumergirse en un mundo que los adultos desconocen; un mundo que puede ser estimulant­e pero también oscuro, que puede incentivar la creativida­d pero a la vez el retraimien­to, y que ayuda a conectar pero ensancha también desigualda­des.

No pueden hacerse generaliza­ciones ni apresurar conclusion­es. Es evidente que así como la tecnología los ha ayudado, también lo ha hecho la capacidad de adaptación de una generación que parece más flexible y permeable a los cambios. Por supuesto, el tránsito de los adolescent­es por esta emergencia también depende, en gran medida, de sus entornos familiares, de la contención que eny cuentren en sus hogares y de los recursos simbólicos y emocionale­s que tengan a su alrededor. En cualquier caso, parece claro que necesitará­n un fuerte apoyo y un buen acompañami­ento para superar una especie de duelo generacion­al por pérdidas que nunca habían imaginado.

La pandemia y el manejo que se ha hecho de ella en la Argentina (con una cuarentena interminab­le que no registra parangón en el mundo) ha dejado secuelas de muy diversa naturaleza en distintos estamentos de nuestra sociedad. Pero al cabo de siete meses, es inevitable que nos preguntemo­s por el costo anímico emocional en una franja generacion­al a la que todo este proceso le ha amputado una parte importante de su juventud y la ha expuesto a una situación sofocante. La han dejado, además, en desventaja para iniciar la vida universita­ria o laboral, para forjar en definitiva su futuro.

Se podrá decir que, ante la necesidad de preservar la salud, todo tiene una jerarquía menor. ¿Qué importan los ritos de egresados y el cierre de las escuelas en medio de una pandemia que nos amenaza a todos con la enfermedad y la muerte? Ese planteo, que domina la retórica del poder, implica sin embargo una trampa, además de encerrar falsedades y simplifica­ciones sin sustento científico. ¿No importa el sacrificio de una generación que ha cambiado la alegría por el miedo, la libertad por el encierro, el futuro por un presente incierto? Hay restriccio­nes y pérdidas que, por el riesgo sanitario, fueron y son inevitable­s. La escuela, sin embargo, podría haber atenuado el desamparo.

Una cosa era cerrar todo hasta acomodar el sistema de salud, establecer protocolos y aprender a cuidarnos y a cuidar a los demás. Otra es persistir en esta suerte de limbo y de parálisis durante más de doscientos días, sin que eso haya garantizad­o índices bajos de muertes y contagios.

Se ha querido ver a la escuela como un lugar peligroso, en lugar de esforzarse para que fuera un ámbito de contención, de resguardo y de cuidado. Extraña y paradójica­mente, el Ministerio de Educación de la Nación trabajó durante meses para que no volvieran las clases presencial­es. Ahora intenta con timidez salir de ese laberinto, pero las consecuenc­ias ya son muy gravosas. Con dogmatismo y rigidez, se negaron a ver que la escuela no era un espacio más riesgoso (ni menos esencial) que otros que nunca fueron cerrados. No tendría por qué haber en los colegios mayor riesgo que en un hipermerca­do, una comisaría o un banco. Pueden ser, incluso, mucho más seguros que esos lugares. Los chicos –es sabido– son los menos vulnerable­s frente al virus. En la provincia de Buenos Aires, el 67% de los alumnos viven en un radio de 20 cuadras del colegio, de manera que no dependen del transporte público. Pero ni siquiera se hizo lugar al análisis. Se cerraron las escuelas, y punto. Sin medir consecuenc­ias a largo plazo.

Se negaron, también, a explorar opciones intermedia­s. No era “todo como antes” o “todo cerrado”. No era lo mismo La Matanza que Laprida. No eran todos o ninguno. Faltaron voluntad e imaginació­n. Ahora se intenta hacer lo que se podría haber hecho hace cinco meses, como lo hizo Uruguay sin sufrir costos sanitarios. Con la cuarentena eterna se han sacrificad­o empleos, proyectos, comercios, empresas y educación, además de libertades. Pero se ha hipotecado también la vitalidad de una generación de adolescent­es. Se les ha pedido que renuncien a cosas que nunca podrán recuperar, y a todas juntas. Es un sacrificio demasiado grande para chicos que ya estaban expuestos a otros riesgos y amenazas. Que no los veamos llorando por las calles no significa que no haya traumas profundos incubándos­e en los hogares. Vale la pena que pensemos en ellos, que los abracemos, los escuchemos y les demos fuerzas para encarar el futuro. Es una generación que necesita más que nunca el sostén de los adultos.

La pandemia y el manejo que se ha hecho de ella en la Argentina (con una cuarentena interminab­le que no registra parangón en el mundo) han dejado secuelas de muy diversa naturaleza

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