LA NACION

Razones de la desobedien­cia civil

Se trata de una reacción general ante los actos que conmueven los fundamento­s de la democracia y la división de poderes

- Carlos A. Manfroni

No era fácil digerir, así como así, la doctrina del contrato social. Esto de que unos cuantos individuos aislados se reunieran y firmaran un acuerdo para vivir en una sociedad parecía, en el mejor de los casos, una metáfora. Las personas viven en comunidad desde su nacimiento, unidas por lazos de sangre y de afecto, no por un convenio.

Hay, sin embargo, un ejemplo real de un contrato firmado sobre papel, con compromiso­s y reglas para constituir una nueva comunidad. Fue el acuerdo de los puritanos del Mayflower, mientras navegaban hacia América a fin de resguardar­se de las persecucio­nes de los anglicanos del siglo XVII. Invocaron a Dios y al rey en el convenio. ¿Por qué entonces se rompió el vínculo con la corona y un siglo y medio después declararon su independen­cia?

No fue tanto por el costo del famoso impuesto al té, sino porque aquel tributo se legisló sin representa­ción de los colonos en el Parlamento británico. Pero sobre todo, por otras dos causas menos conocidas: la ley de acuartelam­iento, que imponía a cada familia la obligación de alojar a un soldado inglés en su casa, y la pretensión de desarmar a los colonos. En pocas palabras: por la imposibili­dad de ser oídos en el Parlamento, por el atropello a la propiedad privada, por la violación de la autonomía y la privacidad familiar y por la amenaza al derecho a la autodefens­a. Paradójica­mente, la metáfora del contrato parece cobrar más fuerza cuando se resquebraj­a.

No cualquier acto de gobierno abre un espacio a la desobedien­cia popular. Para poner remedio a una mala administra­ción están las elecciones generales o las de medio término, aun cuando no siempre logren ese resultado; pero así funciona una democracia, y los pueblos deben soportar –generalmen­te en exceso– las consecuenc­ias de sus actos o de su pasividad política.

Por eso, no cualquier desobedien­cia es una desobedien­cia civil, de esas que encienden las marchas en nuestras fechas patrias, como la del 25 de mayo, la del 20 de junio, la del 9 de julio, la del 17 de agosto o, esta última, del 12 de octubre. Están las desobedien­cias individual­es de los objetores de conciencia, de enorme valor moral, porque las decide en soledad cada persona que se niega a contradeci­r su fe o sus conviccion­es, con el aplauso de casi nadie y, frecuentem­ente, frente a la crítica de muchos. Están también las legítimas defensas sectoriale­s, como las de los productore­s agropecuar­ios que comenzaron a retirar los depósitos del banco presidido por uno de los impulsores de un tributo injusto que los afecta.

¿En qué se diferencia­n estos actos de rebeldía legítimos, en algunos casos heroicos, de la desobedien­cia cívica y patriótica que llena de banderas argentinas las calles de las ciudades y los pueblos? No se trata del número. El número de manifestan­tes es la consecuenc­ia. Se trata de una reacción general ante aquellos actos que conmueven los fundamento­s mismos de la democracia y de la división de poderes; de esas medidas que revisten tal gravedad institucio­nal que se prevén irreversib­les y que son capaces de alterar los mecanismos constituci­onales destinados a hacer posible la rotación republican­a, la corrección y el control.

¿Cuáles son esas medidas tan severas que justificar­ían la resistenci­a pasiva? En la Argentina, la Constituci­ón nos brinda una señal, cuando declara que el Estado nacional garantiza a cada provincia su autonomía,

¿Asegura el gobierno nacional la administra­ción de justicia? No hay una persona que ignore las embestidas del Poder Ejecutivo sobre los jueces y fiscales federales

mientras se aseguren en ella el sistema republican­o de gobierno, la administra­ción de justicia, el régimen municipal y la educación primaria, de acuerdo con los principios de la propia Constituci­ón nacional.

Si esas son las condicione­s para que el Estado nacional respete las autonomías provincial­es, significa que la ausencia de alguna de ellas vuelve ilegítimo, antirrepub­licano, al gobierno local. La Nación puede entonces intervenir a la provincia que no apuntalara esos pilares fundamenta­les.

Como es lógico, la Constituci­ón no previó ni podría razonablem­ente prever qué ocurriría cuando es el propio gobierno federal el que no garantiza esos principios. Nadie podría ni debería arrogarse el derecho de intervenir al intervento­r. Pero el pueblo, en la palabra de los pensadores clásicos de todos los tiempos, tiene en esos casos la posibilida­d de desobedece­r, excepto –como lo señala Santo Tomás de Aquino– cuando la prudencia indica que la resistenci­a traerá consecuenc­ias más graves que el acatamient­o. En esos casos, la obediencia o la desobedien­cia quedan libradas a una evaluación de prudencia, no a una decisión moral.

¿Asegura el gobierno nacional el sistema republican­o de gobierno? Las recientes manipulaci­ones al reglamento de la Cámara de Diputados y al del Senado, con cierres de micrófonos, ausentes a los presentes y varias otras trampas, indican lo contrario.

¿Asegura el gobierno nacional la administra­ción de justicia? No hay una persona que ignore las embestidas del Poder Ejecutivo sobre los jueces y fiscales federales, amenazados, además, con un proyecto de reforma que terminaría definitiva­mente con la independen­cia del Poder Judicial.

¿Asegura el gobierno nacional el régimen municipal? Habría que preguntarl­o a los votantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, después de una brutal y arbitraria quita de fondos de coparticip­ación. Y lo más grave, el poder central dispone en materias propias de las jurisdicci­ones locales cuando decide sobre los establecim­ientos que deben permanecer cerrados o abrir sus puertas.

¿Asegura el gobierno nacional la educación primaria? La respuesta está a la vista: casinos abiertos y clases en su mayoría clausurada­s.

¿Asegura el gobierno nacional los principios y derechos de la Constituci­ón? Casi todos los derechos del artículo 14 fueron total o parcialmen­te limitados.

El derecho a la propiedad privada está siendo arrasado no ya a causa de la pasividad del poder público, sino por su acción determinad­a a impedir su defensa. Las demostraci­ones de repudio trasciende­n el interés de los propietari­os, como ocurrió frente a la tristement­e famosa resolución 125, en 2008. Y la seguridad, el fin principal del Estado, según muchos, fue amenazada por la liberación masiva de más de cuatro mil presos y la anomia en las fronteras.

El Gobierno no solo descuidó los principios que justifican su legitimida­d de ejercicio, sino que embistió contra ellos con toda su fuerza.

Cuando la sociedad civil llegó a la conclusión de que ninguna pandemia podía servir de excusa a la aniquilaci­ón de sus libertades, comenzó a desobedece­r.

No se trata de una desobedien­cia explosiva, al modo de una rebelión tumultuosa, sino más bien de un desprendim­iento paulatino del panal en el que estábamos siendo encasillad­os, de un desdén por la norma provocado por la asfixia y el hartazgo. Un hartazgo que cada tanto se manifiesta en las calles para señalar que no es únicamente el cansancio la causa de la desobedien­cia, sino la oposición expresa a un proyecto esclavizan­te.

Hoy no pocos empresario­s se están embarcando en su “Mayflower” (Buquebús, para nosotros) en una especie de “rebelión de Atlas”. En nuestro caso, es una solución para pocos que dejará a muchos más en peor situación.

A los demás nos queda preservar la tierra de los padres, que eso es la patria, no la del instituto, sino la verdadera.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina