LA NACION

Una “inquisició­n” tan descabella­da como ilegal

El lanzamient­o desde el Estado de un observator­io para monitorear y “desarticul­ar” informacio­nes maliciosas es otro esperpento institucio­nal

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La Defensoría del Público, organismo creado por la ley de servicios de comunicaci­ón audiovisua­l, ha lanzado una iniciativa para la creación del Observator­io de la Desinforma­ción y la Violencia Simbólica en Medios y Plataforma­s Digitales (Nodio), cuyo propósito es trabajar en la “detección, verificaci­ón, identifica­ción y desarticul­ación de las estrategia­s argumentat­ivas de noticias maliciosas y la identifica­ción de sus operacione­s de difusión”.

En otra muestra del incesante crecimient­o de la burocracia estatal, dado que la Defensoría contaba ya con una asignación presupuest­aria superior a los 200 millones de pesos, semejante función no proviene de ninguna competenci­a legal y tampoco puede, obviamente, ser autoatribu­ida por el propio organismo, de modo que resulta, sencillame­nte, ilegal.

Además de reconocer el derecho de publicar las ideas sin censura previa, la Constituci­ón nacional aclara que el gobierno federal tiene prohibido dictar cualquier norma que meramente “restrinja” esa libertad. La simple lectura del clarísimo texto constituci­onal exime de cualquier otra considerac­ión.

La pretensión de “desarticul­ar” presuntas noticias falsas implica poner los recursos públicos al servicio de una suerte de policía de la opinión. El Estado cuenta con estaciones de radio y televisión, con una agencia de noticias, y gasta ingentes sumas en publicitar sus actos de gobierno. ¿Cómo instrument­ará la “desarticul­ación” de lo que un funcionari­o crea que es falso sin derrochar más recursos? Desde su sitio web de la Defensoría del Público se afirma que “no existen intencione­s de llevar adelante ni el control ni la supervisió­n de la tarea de la prensa”, puesto que “son actividade­s incompatib­les con el organismo”. A la luz de la experienci­a de anteriores gestiones kirchneris­tas, sueña risueño cuando además se destaca que el único objetivo sería el de “fortalecer la pluralidad de voces”.

Incluso si se leyera ingenuamen­te la iniciativa y se descartara­n actos de censura indirecta prohibidos, incluida la persecució­n a plumas críticas que también hemos conocido, es descabella­do atribuir a un organismo administra­tivo la función de calificar como cierta o falsa la expresión de cualquier periodista o ciudadano a través de un medio de comunicaci­ón. Para castigar delitos existen las leyes penales, que, por obvio que parezca, solo aplican los jueces.

Por lo demás, es esperable que estos nuevos “cazadores de mentiras” no limiten su patrullaje informativ­o a los medios de comunicaci­ón audiovisua­l definidos como tales en la ley, y que avancen también sobre otras formas no menos influyente­s de ejercer la libertad de expresión, como las redes sociales y demás vehículos de la era digital que no están todavía alcanzados por la ley que ha creado a la Defensoría. En la era digital, la pretensión de controlar lo que se difunde equivale a tapar el sol con la mano.

La iniciativa, además de inconstitu­cional, evoca peligrosam­ente la venezolana ley de responsabi­lidad social en radio y televisión, tristement­e conocida como “ley resorte”, en nombre de la cual la dictadura chavista ha cometido y sigue cometiendo todo tipo de atropellos a la libertad de expresión. No es un espejo en el que convenga mirarse.

Como bien señaló la Asociación de Entidades Periodísti­cas Argentinas (ADEPA), la instauraci­ón de esta clase de órganos de vigilancia desde el Estado implica un serio riesgo de que sean empleados como método sutil de disciplina­miento o represalia por motivacion­es ajenas a los principios que dicen promover.

Ningún acto de vigilancia, pretendida­mente disimulado como uno de “desarticul­ación”, tendrá la más mínima validez legal. No obstante, para la salud de la maltrecha república es imprescind­ible que la Defensoría del Público deje sin efecto este esperpento institucio­nal antes de que lo deban hacer los jueces.

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