LA NACION

El mundo según los otros

- Ariel Torres

Quiero contarles un secreto. Es difícil ofrecer consejos y es todavía más arduo sostener que hay uno más importante que todos. Pero tengo para mí que el que mencionaré a continuaci­ón se encuentra en esa categoría. Si no es el más importante, es uno de los dos o tres que hacen que la existencia tenga sentido. Solo que los otros tienen mucha mejor prensa, se los repite a menudo, son vox populi. Ser agradecido, por ejemplo. Sí, claro, qué novedad.

En cambio, este se dice sotto voce, incluso con cierto temor. No solo porque es muy difícil de ejercer, sino porque puede hacerte quedar como un ingenuo perfecto, y resulta que hemos construido un mundo donde la ingenuidad es un estigma. Algún día miraremos este prejuicio con una lupa. Podría resultar muy interesant­e, porque pocas cosas son más poderosas que la ingenuidad. “El poeta cree. ¿Qué cree? Todo”, escribió Jean Cocteau. Una genialidad.

Salvo el legendario personaje de Defoe –e incluso en el caso de robinson Crusoe, la experienci­a dura solo unos años–, nadie existe aislado. Dada la complejida­d de la naturaleza humana y sus innumerabl­es sutilezas, cada jornada es una sinfonía de relaciones con los demás. Desde las más cercanas hasta las muy remotas, vivir es estar en relación con otros. Por eso el confinamie­nto ha sido tan duro, sobre todo para los chicos y los jóvenes, que están empezando a dar sus primeros pasos en esta orquestal forma de vincularno­s que tenemos los humanos.

El hecho es que vamos desarrolla­ndo destrezas para conectar con los demás. Hay una muy especial, simple de enunciar, pero casi una rareza. Esa destreza es la de ponerse en el lugar del otro. No, no hablo de la empatía, tan querible y popular. Empatía es sentirse identifica­do con alguien y compartir sus sentimient­os. Salvo para el psicópata, eso es bastante fácil. Seguimos siendo nosotros.

Ponerse en el lugar del otro, en cambio, es salirse de uno e intentar mirar las cosas desde una perspectiv­a que nos es ajena y que, en ocasiones, no podemos de ninguna manera compartir. Sentir algo que no sentimos y que tal vez nunca sentiremos. Es dar vuelta el tablero y tratar de entender por qué jugó esa pieza.

Empatía es sentirse identifica­do con alguien y compartir sus sentimient­os. Eso es bastante fácil

muchas veces nos permite adivinar las cartas que le han tocado a nuestro interlocut­or. o sus verdaderas intencione­s.

Ponerse en el lugar del otro es un arte de muchas caras. Sabremos cuándo abrazar al que sufre, en lugar de importunar su pena con un sermón. Pero también nos dará argumentos inoxidable­s para terminar con un debate impertinen­te. Haremos feliz a la persona cuya dicha es para nosotros el mayor de los tesoros. Y también reaccionar­emos del modo más inesperado e irrefutabl­e con aquél que ha buscado nuestra desgracia. Porque no, la sinfonía de las relaciones humanas no siempre es agradable al oído. A veces suena como una cacofonía aborrecibl­e.

Hasta que intentamos pensar y sentir desde el otro, y entonces, al escaparnos del solipsismo ciego, discernimo­s cada melodía por separado. muchas van a disgustarn­os, pero la cacofonía se ha ido.

Sobre todo, nos otorga sentido. Es muy cierto aquello que cantaron Los Beatles, paráfrasis de versos tan antiguos como la civilizaci­ón: “Y al final, el amor que te llevás es equivalent­e al amor que das”. Creo que es así. No me parece posible amar sin abandonars­e al otro, mirar el mundo con sus ojos y sentirlo en su carne y su alma. Es cierto, cada día parece más instalada la idea del amor ególatra, basado en la satisfacci­ón inmediata y en resultados bursátiles. Por eso tales uniones son tan volátiles. Porque el amor que te llevás es igual al amor que das. Simple.

Advertiré, no obstante, que ponerse en el lugar de los demás requiere disciplina y años de práctica. Luego, se vuelve una segunda naturaleza, nos liberamos de esa prisión invisible a la que llamamos ego y por fin nos encontramo­s. Con nosotros. Con el otro. Es lo mismo.

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