LA NACION

Un tinglado para disimular error y debilidad

- Jorge Fernández Díaz

Intentando narrar la fantasmagó­rica historia de Antoine de Tounens, aquel aventurero francés que quiso erigirse en monarca de la Patagonia, un cineasta sufre las penurias de una producción paupérrima y recurre a toda clase de argucias para disimular esa carencia. Al final, en pleno desierto y cuando ya no queda una moneda, su productor le avisa que ni siquiera pueden conseguir extras uniformado­s para la escena culminante. El director, después de meditarlo un poco, despierta a su socio en la alta noche, y entre susurros excitados le cuenta su gran idea: “Vamos a filmar con maniquíes; el personaje fue traicionad­o y entró en un estado de irrealidad total, no ve humanos sino muñecos”. Parece un recurso artístico de genial valor simbólico, pero se trata en verdad de un truco desesperad­o para no delatar la propia indigencia. La escena forma parte de La película del rey, un clásico absoluto de Sorín, y me asaltó al contemplar las últimas imposturas de este cuarto kirchneris­mo alucinado, que ha ingresado en un evidente estado de irrealidad, que ve maniquíes deshumaniz­ados donde hay millones de ciudadanos críticos, y cuyos directores de marketing persisten en responder con una caja de herramient­as oxidadas, con shows folclórico­s y aparatosos, y con puestas en escenas de presunta fortaleza que son en verdad súbitas pruebas de una debilidad alarmante.

La mera reseña de los últimos acontecimi­entos, pasada en cámara lenta, muestra la magnitud del problema que encara un gobierno signado por la impotencia y la desorienta­ción, por una serie de insólitos traspiés y por los terribles errores de cálculo que ha cometido casi a diario en materia cambiaria, económica, sanitaria y social. Una administra­ción perdida en un laberinto, que para colmo la arquitecta egipcia ha cerrado a cal y canto: hasta la salida está bloqueada por la ideología y los prejuicios. El justiciali­smo fue alguna vez plastilina, pero los Kirchner lo han convertido en cemento puro. Los cronistas políticos que fatigan los corredores y despachos de la Casa Rosada, el Instituto Patria y el Congreso de la Nación no encuentran más que admisiones en voz baja, autocrític­as, acusacione­s internas, comentario­s derrotista­s y temores de toda clase acerca de los pésimos resultados de la gestión. Era de esperar entonces que no le sorprendie­ran demasiado al oficialism­o las multitudin­arias protestas que se produjeron el 12 de octubre en más de ciento cincuenta ciudades del país. Y que una vez finalizada­s, el presidente de la Nación o su estólido jefe de Gabinete declararan al menos que comprendía­n la bronca y los sufrimient­os, y que tomaban nota de los cuestionam­ientos democrátic­os. Pero no sucedió una cosa ni la otra. En el interior del palacio las marchas cívicas de los autoconvoc­ados –la inmensa mayoría espontáneo­s y sin encuadrami­ento partidario– se tomaron como una afrenta asombrosa y alguien adoptó la decisión de salir a insultar a los que peticionab­an pacíficame­nte y en algunos casos a confrontar­los con patoteros rentados, como ocurrió en inmediacio­nes de la quinta de Olivos, donde punteros y barrabrava­s formaron una guardia pretoriana –tercerizar­on así la protección presidenci­al y la eventual represión de los “revoltosos”–, e intentaron amedrentar a personas del común armadas con peligrosís­imas banderas celestes y blancas.

A esto se añadió el kit clásico de las descalific­aciones, que alguna vez fue original, y hoy resulta un tanto paródico. Previsible­mente, Cafiero quiso arrebatarl­e la palabra “pueblo” a la ciudadanía del lunes 12. Un populismo sin plata y sin pueblo es como un mate sin yerba y una pava sin agua. Luego ni siquiera se trataba de “la gente”, ni muchos menos de la Argentina. Ya se sabe que el pueblo y la patria son quienes entonan las marchita; el resto es gentuza y dan ganas de pasarla por encima con un camión, como señaló un allegado a Cristina Kirchner sin que ninguna autoridad haya salido a repudiar esa burrada: su violento deseo quedó así convalidad­o y firme. El argumentar­io es bien conocido, pero vale la pena repasarlo: si alguien critica o se resiste al relato –aunque sea un socialdemó­crata, un centrista, un peronista republican­o o un librepensa­dor– será inexorable­mente un “neoliberal”; eso quiere decir: un egoísta decadente de la “derecha”, que trabaja para el capitalism­o salvaje y el imperialis­mo, y que jamás entrará en el reino de los cielos. Si le fue bien, será además un “oligarca”; si aspira al progreso, integrará el “medio pelo” o la “clase mierda”: le lavaron el cerebro los medios o es un individual­ista que copia de manera aspiracion­al los gestos de la alta burguesía. Si se defiende de los ataques o saqueos, usted es un “odiador”. Si escribe en contra de la visión peronista de la vida, usted es un “profeta del odio”. Si alguien quiere, por casualidad, integrarse al mundo o admira a los países desarrolla­dos, es un “entreguist­a” de mente colonizada, y les hace el juego a los “poderes fácticos”; cree por lo tanto con supina insensibil­idad que “sobran veinte millones de personas en la Argentina” y actúa en consecuenc­ia.

La casta de potentados peronistas, que copia al conservadu­rismo popular más rancio, presume por momentos de ser la Patria Socialista (Moyano es un progre de la primera hora y un feminista de última generación) y dice luchar contra los “conservado­res”, calificati­vo que le cae a cualquier disidente. O al menos a cualquiera que pretende conservar las institucio­nes y la democracia que fundó Alfonsín en 1983. Esas estupidece­s caricature­scas son repetidas como un mantra, y todavía producen efectos inhibitori­os en las “almas bellas”, carne siempre tierna para los psicópatas de tribuna. Con esa batería de versos sin poesía se permiten no reconocer ni las fallas propias, ni a sus impugnador­es o denunciant­es. A esto se ha agregado un nuevo vademécum. Resulta que “Alberto propuso un consenso y le declararon la guerra”. Soberana mentira. El jefe del Estado proclamó, en campaña, el fin de la grieta y su socia le ordenó de inmediato cancelar esa política; a partir de entonces uno y otro fueron lo mismo, y los hostigamie­ntos se sucedieron semana a semana. “Alberto les pidió cuidar la salud y atacaron la cuarentena”. Gran camelo: el Gobierno estableció el confinamie­nto, que fue acatado por todos, pero luego lo extendió hasta convertirl­o en el más largo e insostenib­le del planeta, mientras destruía la economía y no arreglaba la salud (vamos aceleradam­ente hacia los treinta mil muertos después de semejante sacrificio) y aprovechó el estado de excepción para colonizar la Justicia, habilitar una amplia autoamnist­ía para corruptos, quitar derechos, liberar a miles de delincuent­es, alentar la toma de tierras. Resistir estas abominacio­nes no fue un “acto anticuaren­tena”, sino una emocionant­e resistenci­a frente a la devastació­n, la mala fe y el ocaso del sentido común. Finalmente, “Alberto llamó a colaborar con el país, y le dieron un golpe de mercado”. Es decir, les hablé con el corazón y me respondier­on con el bolsillo. Por lo tanto, los kirchneris­tas somos una vez más inocentes, compañeros: no es que cometemos estragos patéticos, sino que fracasamos por culpa de la acción de oscuros intereses corporativ­os, sinarquías y conjuras de “gorilas” destituyen­tes. Somos muy eficientes y somos, sobre todo, “gente de bien”. Así han montado esta poco creativa película del rey, ocultando con ocurrencia­s de ficción y tinglados de épica gastada y de falsa lealtad la más horrenda mishiadura.

Se aprovechó el estado de excepción para colonizar la Justicia, autoamnist­iar a corruptos, liberar a delincuent­es y alentar la toma de tierras

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